Dennis Lehane - Rio Mistico

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Jimmy, Dave y Sean crecieron juntos en la sección peligrosa de Boston. Veinticinco años después vuelven a reunirse, cuando la hija de 19 años de Jimmy es brutalmente asesinada. Sean, que ahora es policía, es asignado para resolver el caso. Además de desenredar este crimen, Sean deberá estar pendiente de su amigo Jimmy, quien busca vengarse del asesino de su hija. Conectado al crimen por una serie de circunstancias, Dave se ve obligado a enfrentarse con los demonios de su propio pasado. A medida que la investigación se concentra alrededor de estos tres amigos, se despliega una siniestra historia, que tiene que ver con la amistad, la familia y la inocencia perdida demasiado pronto.

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– ¿Puede confirmarlo? -preguntó Whitey a la madre.

Se encongió de hombros y respondió:

– No le puedo asegurar que no saltara por la ventana y que no bajara por las escaleras de emergencia. Lo único que le puedo asegurar es que entró en su habitación a las diez de la noche y que no le he visto hasta las nueve de esta mañana.

Whitey, estirándose en la silla, dijo:

– De acuerdo, Brendan. Tendremos que pedirte que pases por el detector de mentiras. ¿Te importaría hacerlo?

– ¿Van a arrestarme?

– No, sólo queremos que pases por el detector de mentiras.

Brendan, encogiéndose de hombros, respondió:

– ¡Claro, lo que haga falta!

– Aquí está mi tarjeta.

Brendan se la quedó mirando. Sin apartar los ojos de la tarjeta, dijo:

– La quería tanto. Yo… Nunca más seré capaz de sentir lo mismo. Esas cosas nunca suceden dos veces, ¿no es verdad? -observó a Whitey y a Sean.

Tenía los ojos secos, pero Sean deseaba eludir el dolor que veía en ellos.

– En la mayoría de los casos, ni siquiera ocurre una vez -declaró Whitey.

Dejaron a Brendan delante de su casa alrededor de la una; el chico había superado con éxito el detector de mentiras cuatro veces seguidas;,después Whitey llevó a Sean a su casa y le dijo que intentara dormir un poco, porque se tendrían que levantar temprano. Sean entró en su piso vacío, oyó el estruendo del silencio que la impregnaba, y sintió cómo el peso de demasiada cafeína y de comida rápida le bajaba por la columna vertebral. Abrió la nevera, sacó una cerveza, y se sentó en la encimera de la cocina a bebérsela; el ruido y las luces de la noche le resonaban por todo el cerebro, y le hicieron preguntarse si ya se había vuelto demasiado viejo para todo aquello, si ya estaba demasiado cansado de la muerte, de motivos tontos y de pervertidos estúpidos, y de la sensación de agobio que todo ello le producía.

Sin embargo, últimamente, se había sentido cansado en general. Cansado de la gente. Cansado de los libros, de la televisión, de las noticias de cada noche y de las canciones de la radio que ya había oído años atrás y que ya ni siquiera entonces le habían gustado. Estaba cansado de su ropa y de su pelo, cansado de la ropa y del pelo de la otra gente. Estaba cansado de desear que las cosas adquirieran algún sentido. Cansado de la política de oficina, y de quién jodía a quién, tanto en el sentido literal como en el figurado. Había llegado a un punto en el que estaba convencido de que ya había oído con anterioridad todo lo que la gente decía sobre cualquier tema; tenía la sensación de pasar los días escuchando antiguas versiones de cosas que, en su momento, ya no le habían parecido nuevas.

Tal vez sólo estuviera cansado de la vida, del gran esfuerzo que le suponía levantarse cada maldita mañana y empezar otro día igual al anterior, sin que nada, a excepción del tiempo y de la comida, cambiara. Demasiado cansado para preocuparse por una chica muerta, porque muy pronto habría otra. Y otra. Y mandar a los asesinos a la cárcel, aunque uno consiguiera que les condenaran a cadena perpetua, ya no le producía el nivel adecuado de satisfacción, pues al fin y al cabo, regresaban a sus hogares, al lugar al que habían encaminado sus vidas ridículas y estúpidas; aun así, los muertos seguían estando muertos. y tampoco había cambiado nada para la gente a la que habían robado y violado.

Se preguntaba si aquella apatía generalizada y la hastiada falta de esperanza serían los típicos síntomas de una depresión clínica.

Sí, Katie Marcus estaba muerta. Una tragedia. En teoría lo entendía, pero era incapaz de sentirlo. Sólo era un cadáver más, otra luz fundida.

Y su matrimonio, también. ¿Qué era sino un montón de cristales rotos? ¡Por el amor de Dios! La amaba, pero eran lo más opuesto que pueden llegar a ser dos personas que se consideren miembros de la misma especie. A Lauren le interesaban las obras de teatro, los libros y las películas que él no llegaba a entender, tuvieran o no subtítulos. Ella era locuaz, emotiva, y le encantaba ensartar palabras que formaban vertiginosas filas que se elevaban hasta formar una especie de torre de palabras que Sean sólo llegaba a comprender a medias.

La había visto por primera vez en el escenario de la universidad, representando el papel de una chica abandonada en una farsa adolescente; nadie en el público ni por un segundo hubiera pensado que algún hombre pudiese renunciar a una chica tan llena de energía, tan apasionada por absolutamente todo: experiencias, anhelos, curiosidad. Ya entonces hacían una pareja muy rara. Sean era tranquilo, práctico y reservado, a no ser que estuviera con ella; en cambio, Lauren era la hija única de unos padres mayores liberales y progres que la habían paseado por todo el mundo mientras trabajaban para el Cuerpo de la Paz, y que le habían infundido la necesidad de ver, tocar y examinar lo mejor que había en cada persona.

Encajaba muy bien en el mundo del teatro: primero, como actriz en la universidad; después, como directora de teatros locales y alternativos y, al cabo de un tiempo, como directora de escena de espectáculos más grandes e itinerantes. Pero no eran los viajes lo que hacía que su matrimonio no acabara de funcionar. ¡Qué caramba! Sean ni siquiera estaba seguro de las causas, aunque suponía que tenía algo que ver con sus silencios, con aquel desprecio que, poco a poco, todos los polis acababan por desarrollar: en realidad, era un desprecio hacia la gente, una incapacidad para creer en causas más elevadas y en el altruismo.

Los amigos de Lauren, que tiempo atrás le habían parecido fascinantes, empezaban a parecerle infantiles, inmersos en teorías artísticas y filosofías poco prácticas, muy alejadas del mundo real. Sean pasaba muchas noches en ruedos de hormigón azul en los que la gente robaba, violaba y asesinaba sin otra razón que el deseo vehemente de hacerlo, para luego tener que soportar fiestas nocturnas de fin de semana y oír cómo todos aquellos modernos (su mujer incluida) se pasaban la noche hablando sobre los motivos que llevaban al ser humano a pecar. Los motivos eran bien sencillos: la gente era estúpida. Chimpancés. Mucho peor que los chimpancés porque éstos no se mataban entre ellos por un boleto de lotería.

Ella le decía que se estaba volviendo muy duro, intratable, limitado en su forma de pensar. y él no le respondía, porque no había nada que discutir. Lo que realmente importaba no era si se había convertido en todo aquello, sino saber si había cambiado para bien o para mal.

Sin embargo, se habían amado. A su manera, lo seguían intentando: Sean intentaba romper su caparazón y Lauren hacía un esfuerzo por entrar en él. Fuera lo que fuera que hubiera entre dos personas, la necesidad absoluta y química de estar junto al otro nunca había desaparecido. Jamás.

Con todo, tal vez debería haberse dado cuenta de que ella tenía un lío. Quizá lo hizo. Pero no fue ese lío lo que realmente le preocupó, sino el embarazo que vino a continuación.

¡Mierda! Se sentó en el suelo de la cocina, en la ausencia de su mujer, se cubrió la frente con las palmas de las manos y, por enésima vez en ese año, intentó ver con claridad por qué su matrimonio se iba a pique. Lo único que alcanzó a ver fueron los fragmentos y los cristales rotos, esparcidos a través de las salas de su mente.

Cuando sonó el teléfono supo de algún modo (antes incluso de levantarlo de la encimera y apretar la tecla de «contestar») que era ella.

– Aquí Sean.

Al otro lado de la línea, oyó el estruendo apagado de un tráiler que avanzaba poco a poco y el suave zuum que hacían los coches al pasar a toda velocidad por la autopista. Se lo imaginó enseguida: un área de descanso de la autopista, con la gasolinera en la parte superior, y una hilera de teléfonos entre el Roy Rogers y el McDonald's. y Lauren allí, escuchando.

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