John Case - Código Génesis

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Una trepidante trama de acción en la que se investigan unos infanticidios perpetrados por un grupo extremista de la Iglesia Católica y que están relacionados con el nuevo nacimiento del Anticristo.

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El compañero del Armario empezó a levantar la pistola. Y, entonces, Lassiter se dio cuenta de que ya había tomado una decisión. De manera casi despreocupada, apoyó la mano izquierda en el muro, giró sobre sí mismo y saltó al vacío. Detrás de él oyó un sonido seco. Tres disparos consecutivos. Mientras tanto, él descendía y descendía.

«Estoy muerto -pensó, -muerto.» La oscuridad daba vueltas a su alrededor sin que sus ojos pudieran procesar las imágenes. Y, entonces, sin previo aviso, la gravedad lo aplastó contra la ladera de la montaña, arrancándole el aire de los pulmones. Rodó de un lado a otro, descendiendo por la ladera. Ahora volaba. Ahora volvía a ser una avalancha que descendía por la pendiente sin ningún control. De forma instintiva, apretó las rodillas contra el pecho y se cubrió la cabeza con los brazos; era una bala de cañón humana rodando por la pendiente.

Su último pensamiento coherente fue que, si se golpeaba contra algo, sería el final. «Una roca… -pensó. -Cabeza… Roca… La cabeza como un huevo… El huevo se rompe… Los sesos se derraman por todas partes… O un árbol… Un árbol me partiría en dos… Ángulo de descenso… ¡Física…! A mayor masa, mayor velocidad.»

Y entonces, como un jugador de béisbol llegando a una base, extendió las piernas como si fueran un freno al tiempo que intentaba agarrar la tierra con las manos. Una uña se le partió de cuajo mientras sus piernas cortaban los arbustos como si fueran un cuchillo. Cerró los ojos para protegerse de los latigazos de las ramas. Por fin, un pie chocó contra una gran roca y Lassiter se detuvo bruscamente.

Estaba a salvo.

A no ser que estuviera muerto. Pero no podía estar muerto; le dolía demasiado el cuerpo. Tenía el costado derecho en llamas, justo donde le había dejado su tarjeta de visita el Armario en Nápoles, y el tobillo le dolía como si alguien se lo hubiera atravesado con una estaca. Un dolor agudo le subió disparado por la pierna derecha. Notaba el sabor de la sangre en la boca. Tenía la mejilla en carne viva y… no se atrevía a moverse.

¿Y si intentaba levantarse y no pasaba nada? Estaba dolorido, confuso y paralizado por el miedo a haberse quedado paralítico. Así que se quedó quieto, mirando cómo la luna jugaba al escondite con las nubes. El aire olía a pino y la noche era sorprendentemente clara. A lo lejos, oyó el piar de muchos pájaros.

¿Qué?

¿Dónde estoy?

Ah, sí.

Tenía que levantarse. Si no se podía mover, sería mejor que empezara a gritar lo antes posible, que alertara al Armario y a su amigo para que le metieran una bala en la cabeza y acabaran con su sufrimiento.

Con un gemido, rodó sobre sí mismo hasta quedar boca abajo, agarró la rama de un pino con una mano y se levantó. Miró a su alrededor. Estaba en la ladera de la montaña, justo debajo de las murallas, en una zona relativamente llana. El aparcamiento estaba a unos cien metros y, justo detrás, el campo de fútbol, bañado en luz. Volvió a oír los pájaros. Pero no eran pájaros, sino personas silbando en un partido de fútbol. Un partido de fútbol en toda regla, pensó Lassiter. Había demasiado ruido y demasiada luz para que fuera un partidillo entre amigos.

Mientras se sacudía la camisa, buscó algo que pudiera servirle de bastón. Encontró una rama seca de pino y comprobó si resistía su peso. Se dobló, pero no se rompió.

Fue cojeando hacia el aparcamiento, intentando hacer caso omiso del dolor del tobillo. No sabía si se lo había roto, Pero notaba cómo se le hinchaba con cada paso. Y le quedaban muchos pasos. Tardó diez minutos en llegar al aparcamiento. El ruido creció en el campo de fútbol; alguien había Metido un gol.

El pequeño aparcamiento estaba lleno de coches y bicicletas de los espectadores. Lassiter se detuvo debajo de un ciprés y buscó su coche de alquiler. Tenía miedo de que pudiera haber quedado bloqueado por otro coche. Pero no. Ahí estaba, justo donde lo había dejado esa tarde, con vía libre hacia la carretera. Estaba a punto de empezar a andar hacia el coche, cuando, a unos quince metros de distancia, vio la llama de un mechero dentro de un Rover negro. Había dos personas dentro y, aunque no podía verles la cara, desde luego no se comportaban como una pareja de enamorados.

Aguantó la respiración.

Estaba claro. Sólo había una manera de salir del pueblo. El Armario tampoco había tenido que estrujarse demasiado los sesos. Si no se había matado en el salto, ¿adonde podría ir sino a su coche? ¿Qué iba a hacer si no? ¿Bajar rodando el resto de la montaña y hacer trekking hasta Todi?

Podía volver a Montecastello, pero el pueblo era una trampa. Pensó en el campo de fútbol. Si pudiera llegar, quizá consiguiera perderse entre la multitud. No. Tenía la ropa hecha jirones y estaba cubierto de sangre y con la cara llena de cortes; además, era incapaz de andar sin tambalearse. No existía una muchedumbre suficientemente grande en toda Italia para que él pudiera pasar desapercibido. Lo más probable era que la gente gritara al verlo. Aunque también podía gritar él; puede que consiguiera atraer a la policía. Aunque, por otra parte, si lo conseguía… ¿Qué pasaría? Lo más probable era que lo encerraran, al menos hasta que encontraran un intérprete. Pero estaría a salvo durante algún tiempo. A no ser que Umbra Domini, o el SISMI, pudieran comprar a sus carceleros. Algo que, estando en Italia, resultaba bastante probable. De ser así, no tenía la menor duda de que a la mañana siguiente aparecería colgado en su celda.

Realmente, no era una buena idea. Y, además, el Rover estaba entre él y el campo de fútbol, entre él y la policía. Y eso sólo le dejaba una opción: las bicicletas que tenía delante. Había todo tipo de bicicletas estacionadas en una larga hilera. Lassiter se agachó y fue de una en otra hasta que finalmente encontró lo que buscaba: una bicicleta de carreras que su dueño no se había molestado en candar.

No iba a ser fácil salir del aparcamiento sin que lo vieran. Aunque, si el Armario y su amigo estaban vigilando el coche, tal vez no se fijaran en alguien que pasaba en una bicicleta. Aunque, claro, bien podían hacerlo. Y, si se fijaban, todo se acabaría en unos segundos. Sólo tendrían que dispararle en la cabeza y marcharse tranquilamente. !

Vaciló unos instantes, pero la verdad era que no tenía otra opción. Si se movía en silencio, quizá lo consiguiera. Respiró hondo, subió la pierna izquierda sobre la barra central y se empujó con la derecha. Después, pedaleó con fuerza. Al pasar junto al Rover, avanzando cada vez más rápido, la bicicleta empezó a hacer un ruido terrible.

Lassiter miró la rueda trasera. El dueño había sujetado un as de picas a la bicicleta con una pinza para colgar la ropa, de tal manera que los radios golpeaban ruidosamente contra el naipe cuando la rueda giraba. ¡Mierda!

Dejó el Rover atrás y avanzó hacia la salida del aparcamiento. Salvado. O al menos eso pensaba hasta que oyó el ruido del motor al ponerse en marcha. Miró hacia atrás y vio encenderse los faros. Un momento después, el Rover empezó a seguirlo. Lassiter ya estaba fuera del aparcamiento y pedaleaba furiosamente. La carretera giraba alrededor de la montaña, como un sacacorchos, dibujando una espiral descendente hasta la llanura. Era un torbellino de fuerzas centrífugas. No podía saber a qué velocidad iba, pero era de vértigo. El Rover estaba a suficiente distancia para que Lassiter sólo pudiera ver la luz de sus faros. A mitad del descenso, no le había ganado nada de terreno.

Lassiter se limitaba a inclinarse en las curvas y a frenar un poco cuando la velocidad era excesiva, dejando que la gravedad hiciera el resto del trabajo y rogando a Dios que no lo mandara disparado por el precipicio. El corazón le latía con fuerza, el viento hacía que le llorasen los ojos y el naipe producía un fuerte zumbido contra los radios de la rueda trasera.

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