John Case - Código Génesis

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Una trepidante trama de acción en la que se investigan unos infanticidios perpetrados por un grupo extremista de la Iglesia Católica y que están relacionados con el nuevo nacimiento del Anticristo.

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– Creía que era un engaño, pero un engaño muy oscuro.

– ¿Qué quiere decir?

– Como dice en su libro, la historia de algunas reliquias es bastante siniestra, y es muy posible que la sábana santa forme parte de esa oscura tradición. Hace siglos, las reliquias eran tan importantes que si un santo enfermaba, la gente se amontonaba en la puerta de su casa a esperar que muriera. Y, cuando por fin moría, entraban en la casa y mutilaban el cadáver. Se llevaban dedos, dientes, orejas… y después vendían los trozos.

Lassiter estaba boquiabierto.

– Así era, créame. Por lo visto, a los dos días de morir, no quedaba ni un solo hueso del cuerpo de santo Tomás de Aquino. -Azetti sonrió. -Y, a veces, incluso se llegaba al punto de acelerar la muerte de algún santo, por ejemplo, con veneno.

– Pero la sábana santa… Sea legítima o no, tan sólo es un trozo de tela -indicó Lassiter.

– Así es, pero está bañada en fluidos corporales… En bilirrubina concretamente.

– ¿Qué es eso?

– Es una sustancia que segrega la sangre. Por lo visto, en circunstancias de extrema tensión, como la tortura, la gente puede llegar a sudar bilirrubina.

– ¿Y la sábana tiene rastros de bilirrubina?

– Así es. Aunque creía que la sábana santa era un engaño, Baresi estaba convencido de que habían asesinado a alguien para conseguir la impresión del cuerpo.

– Por Dios bendito -exclamó Lassiter.

Azetti asintió.

– En el siglo XIII las reliquias daban mucho poder. Una iglesia que tuviera una reliquia famosa atraía a miles de peregrinos y los peregrinos significaban dinero. Después, con la Reforma, los protestantes quemaron miles de reliquias.

– Quemaron miles de reliquias -repitió Lassiter. Las palabras le recordaron por qué estaba allí. Bebió un poco de vino. -Lo que no entiendo es cómo pasó Baresi de las reliquias a la medicina.

– Bueno, sin duda sintió una llamada. Creo que tenía casi cuarenta años cuando empezó a estudiar medicina. Estudió la carrera en Bolonia. Obstetricia y ginecología. -Azetti volvió a fruncir el ceño. -Al parecer, fue durante su etapa de médico residente cuando empezó a interesarse por la esterilidad. Y, después, abrió su propia clínica. La verdad, fue toda una sorpresa.

– ¿Por qué?

– Bueno, como ya sabrá, la fecundación artificial es un tema delicado. Además, Baresi era extremadamente tímido. Y, de repente, ahí estaba, pidiéndole a mujeres que ni siquiera conocía que se desnudaran delante de él. Y no hay que olvidar que era un devoto creyente, así que su actividad le planteaba inevitablemente un conflicto moral.

– ¿Por qué?

El padre Azetti levantó los ojos hacia el techo.

– El cardenal Ratzinger hablaba en nombre de toda la Iglesia cuando condenó cualquier intento de interferir en la concepción natural.

– ¿Se refiere al control de natalidad?

– No sólo a eso. La Iglesia rechaza la inseminación artificial con la misma fuerza que condena la interrupción del embarazo.

– No lo sabía.

– Pues así es. La postura de la Iglesia es muy clara. Los niños deben ser concebidos mediante un acto de unión sexual, o sea, de modo natural. Igual que la anticoncepción interfiere en la voluntad de Dios, también lo hace la… ¿Cómo lo llaman? La tecnología reproductiva. Prácticamente todo lo que se hace en una clínica como la de Baresi está terminantemente prohibido por la Iglesia.

– Pero, aun así, Baresi siguió adelante con su proyecto -dijo Lassiter.

El párroco bajó la mirada.

– Él creía que tenía una dispensa especial. -Azetti suspiró. -Además, Baresi no es ni mucho menos el único católico que ha hecho caso omiso de las opiniones del Vaticano sobre esta cuestión. La Iglesia prohíbe el control de natalidad, pero en Italia, un país que sigue siendo católico en su práctica totalidad, la gente tiene pocos hijos y el crecimiento demográfico se ha estabilizado. Y le puedo asegurar que los italianos no son muy dados a la castidad. -Azetti se encogió de hombros y volvió a llenarse el vaso de vino. -Pero, volviendo a usted, ¿qué vamos a hacer sobre su mujer?

Lassiter no le contestó.

– Estará en la pensión, ¿no? Me sorprende que viajaran hasta tan lejos sin tan siquiera llamar antes. La pobre debe de sentir una gran decepción. Si quiere, yo podría hablar con ella.

– No, padre…

– Se me da bien escuchar -lo interrumpió Azetti.

– Me temo que ha habido una confusión -dijo Lassiter.

– Ah.

– No estoy casado.

El párroco parecía confuso.

– ¿Entonces? -preguntó al tiempo que levantaba las palmas de las manos.

– He venido a Montecastello porque mi hermana estuvo en la clínica del doctor Baresi hace varios años.

– ¡Ah! Su hermana. Y ¿consiguió lo que deseaba?

– Sí. Tuvo un niño maravilloso.

Azetti asintió con una sonrisa. Pero en seguida la sonrisa se convirtió en un gesto de preocupación.

– La verdad, no lo entiendo. ¿Por qué ha venido entonces a verme?

– Mi hermana murió en noviembre.

El párroco frunció el ceño.

– Lo siento mucho. ¿Y el chico? Bueno, supongo que ahora eso será cosa del padre.

Lassiter movió la cabeza.

– No tenía padre. Lo crió ella sola. Y, además, el niño también está muerto. Los dos murieron asesinados.

Azetti rehuyó su mirada. Al cabo de unos segundos inquirió:

– ¿Cómo ocurrió?

– Los mataron mientras dormían. Luego incendiaron la casa.

Hubo un largo silencio. Azetti cortó otro trozo de pan y lo mojó en el vino.

– ¿Y por eso ha venido? -dijo por fin.

Lassiter asintió.

– El hombre que los mató era italiano. No creo que conociera de nada a mi hermana. He averiguado que…

El párroco se levantó y empezó a andar en círculos por la habitación. Parecía asustado, como si algo peligroso le rondara la cabeza.

– ¿Y dice que era varón?

Lassiter asintió mientras seguía los movimientos del párroco con la mirada.

– Me pregunto… -dijo Azetti.

– ¿El qué, padre?

– Me preguntó si sabrá… Aunque claro, puede que no lo sepa. Me pregunto si sabe a qué procedimiento se sometió su hermana.

– Sé que era una donación de óvulo. Creo que se llama…

– Donación de oocito. -El párroco pronunció las palabras como si fueran una enfermedad mortal. Siguió dando vueltas unos segundos más. Después se paró, se rascó la coronilla y miró a Lassiter fijamente. -Aunque, claro -añadió, -desgraciadamente, ese tipo de tragedia tampoco es tan infrecuente. Hay tanta violencia en el mundo… Sobre todo en Estados Unidos. ¿Vivían en una gran ciudad? Desde luego, vivimos tiempos difíciles.

Lassiter asintió.

– Tiene razón. Vivimos en un mundo muy violento, pero mi hermana no es la única paciente de Baresi que ha muerto asesinada.

– ¿Qué quiere decir?

– También han asesinado a un niño en Praga. Más o menos en las mismas fechas y en circunstancias similares. Y a otro en Londres. Y en Canadá y en Río de Janeiro. Sólo Dios sabe cuántos más habrán muerto. Por eso he venido, porque todos esos niños asesinados fueron concebidos en la clínica del doctor Baresi.

El párroco se dejó caer en su silla, inclinó la cabeza hacia adelante y cerró los ojos. Después apoyó los codos en la mesa y se acarició el pelo. Permaneció así mucho tiempo, en silencio. Fuera estaba empezando a llover.

Por fin enderezó el cuerpo, apoyó las manos en la mesa, una encima de la otra, y bajó la cabeza hasta descansarla sobre ellas. Así, con la cara escondida y la barbilla prácticamente enterrada en el pecho, murmuró algo que Lassiter no entendió.

– ¿Qué? -preguntó Lassiter.

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