John Case - Código Génesis
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Lassiter oyó el chirrido de la puerta principal de la iglesia al abrirse, y una ráfaga de aire frío le acarició los tobillos. Durante unos segundos, una cortina de luz penetró en la oscuridad mientras las voces y las pisadas se alejaban por la plaza. Se imaginó al cura en lo alto de la escalinata, despidiendo a sus feligreses.
Y entonces volvió a oír la puerta, y el cura entró en la iglesia. Pasó a su lado sin detenerse. Lassiter se levantó, y su voz retumbó en los muros del templo:
– Scusi, padre!
El párroco se detuvo.
– ¿Sí? -dijo al tiempo que se daba la vuelta.
Lassiter había agotado todo su caudal de italiano.
– ¿Puedo hablar un momento con usted?
El padre Azetti sonrió.
– Por supuesto -contestó en perfecto inglés. – ¿En qué puedo ayudarlo?
Lassiter respiró hondo. No sabía por dónde empezar.
– No estoy seguro -repuso. -Estoy alojado en la pensión y me han dicho que usted era amigo del doctor Baresi.
El párroco dejó de sonreír y se quedó absolutamente inmóvil. Por fin, miró a Lassiter con la cautela de un testigo presencial que va a declarar ante la autoridad y dijo:
– Jugábamos juntos al ajedrez.
Lassiter asintió.
– Eso me han dicho. De hecho, lo que me interesa realmente es la clínica.
– La clínica se incendió.
– Lo sé, pero… esperaba que pudiéramos hablar.
Los goznes de la puerta de la iglesia se quejaron ruidosamente, y una ráfaga de aire helado penetró en la penumbra. Una mujer vestida de negro apareció a un par de metros de ellos y se santiguó. Después se arrodilló en un banco y se puso a rezar.
Azetti miró la hora y movió la cabeza.
– Lo siento -se disculpó. -Tengo confesión hasta las dos.
– Ah -exclamó Lassiter sin disimular su desilusión.
– Si no le importa esperar… O si quiere volver en un rato… Podríamos hablar en mi despacho.
Lassiter se lo agradeció.
– Me daré un paseo -dijo finalmente. -Disfrutaré un poco de las vistas.
– Lo que usted guste -respondió Azetti y se dirigió hacia una estructura oscura que había en la nave lateral. Era una especie de armario con cortinas, sólo que más profundo. Lassiter no se dio cuenta de que era el confesionario hasta que el párroco se agachó para entrar.
Dos horas después, Lassiter y Azetti estaban sentados en el despacho del párroco, compartiendo el plato de pasta que una de sus parroquianas le había llevado al cura. Lassiter pensó que debía de haberse equivocado respecto a la cautela inicial del párroco, pues Azetti demostró ser un perfecto anfitrión. Cortó unos trozos de pan crujiente y los empapó en vino. Después añadió un poco de aceite de oliva, sal y pimienta. Lassiter lo observaba sentado junto a una estufa eléctrica.
– Entonces -dijo el párroco, -le interesa la clínica.
Lassiter asintió.
– Bueno, si dice que ya la ha visto, se imaginará lo que ocurrió.
– Me han dicho que el incendio fue provocado.
Azetti se encogió de hombros.
– De todas formas, ya estaba cerrada -repuso. -Aunque es una pena. Realmente no creo que conozca a nadie como Baresi durante el resto de mi vida.
– ¿Por qué dice eso? -preguntó Lassiter.
– El doctor Baresi era un hombre de gran talento. No es que yo sea un experto en la materia, pero parece ser que su porcentaje de éxito era excepcional.
– ¿De verdad? -dijo Lassiter animando al párroco a continuar.
– Sí. Probablemente porque, además de médico, era científico. ¿Sabía usted que también era científico?
Lassiter movió la cabeza.
– Nuestro médico tenía muchas facetas. ¡Era un genio! -afirmó Azetti. -Aun así, yo le ganaba casi siempre al ajedrez.
Lassiter sonrió.
– Creo que yo cometía tantos errores que a Baresi le resultaba imposible prever mis movimientos -confesó Azetti. -Solía quejarse de que le arruinaba las partidas. ¿Quiere más vino?
– No, gracias -contestó Lassiter. El párroco le caía bien.
– Su padre y su abuelo eran hombres ricos. Política y construcción. Una familia muy corrupta, incluso para Italia. Así que él no necesitaba dinero. Nunca necesitó trabajar. Pero estudió. Estudió genética en Perugia y bioquímica en Cambridge. En Cambridge. ¡Imagínese! -Azetti se sirvió un segundo vaso de vino, mojó un poco de corteza de pan y mordió los bordes. -Durante algunos años trabajó en una de esas fundaciones de Zurich. Creo que incluso le dieron una medalla, o algo así.
– ¿Por qué?
– No lo sé. Pero, claro, después renunció a todo eso.
– ¿A qué se refiere?
– A la ciencia.
– ¿Quiere decir que se especializó en medicina? -inquirió Lassiter.
Azetti movió la cabeza.
– No, eso fue mucho después. Primero estudió teología en Alemania. Escribió un libro. De hecho, lo tengo aquí mismo. -Sin tan siquiera mirar, el párroco cogió un grueso tomo de la estantería que tenía detrás y se lo ofreció a Lassiter.
Lassiter abrió el libro, leyó el título y movió la cabeza de un lado a otro.
– Está en italiano -dijo y se dio cuenta inmediatamente de lo estúpido que resultaba su comentario.
Azetti sonrió.
– Se titula Reliquia, tótem y divinidad.
Lassiter asintió y dejó el libro a un lado.
– Era todo un experto en la materia -añadió Azetti.
– ¿De verdad? -dijo Lassiter sin demasiado entusiasmo.
– Desde luego.
– La pasta está deliciosa -comentó Lassiter. La conversación se estaba alejando del tema que le interesaba, y no estaba seguro de cómo podría reconducirla hacia la clínica Baresi.
– Baresi relacionaba el poder de las reliquias con determinados instintos religiosos primitivos: animismo, adoración de los antepasados; ese tipo de cosas. El mismo instinto que llevaba a un miembro de una tribu a comerse el corazón de su enemigo, para absorber así su poder, impulsaba a los cristianos a creer que llevar el hueso de un santo en una bolsita, en la mayoría de los casos un simple fragmento de un hueso de un santo, podía protegerlos de la enfermedad.
– Suena interesante -señaló Lassiter con un tono de voz que transmitía todo lo contrario.
– Y realmente lo es. Se lo recomiendo fervorosamente. Todo gira en torno a la magia buena, aunque claro, muchos dirían que ése es exactamente el caso de la comunión cristiana.
– ¿A qué se refiere? -preguntó Lassiter.
Azetti se encogió de hombros.
– Comemos y bebemos la carne y la sangre del Señor. Para los fieles, eso es un sacramento, pero para muchos otros es… algo más. Magia, quizá.
– Parece un terreno peligroso.
– Desde luego -asintió el párroco con una sonrisa. -Pero a Baresi eso no le importaba. Tenía unas credenciales impecables. Y el Vaticano lo tenía en gran estima.
– ¿De verdad?
– A sí es. Solicitaban continuamente sus servicios.
– ¿Para qué?
– Para examinar reliquias. Si había dudas sobre la autenticidad de alguna reliquia, le pedían a Baresi que la examinara. La mayoría de las veces resultaba fácil. Una astilla de la auténtica cruz no puede ser de madera de teca, ni un fragmento del cuero cabelludo de san Francisco puede tener la fórmula genética de un buey. ¿Le suena la sábana santa de Turín? -preguntó el párroco.
– Claro -dijo Lassiter. – ¿A quién no?
– Baresi fue uno de los científicos encargados de examinarla.
– He leído en alguna parte que resultó ser una falsificación.
Azetti frunció el ceño.
– Eso dicen. «Un magnífico sudario del siglo XIII.» Algunos incluso dicen que es la primera fotografía de la historia. Dicen que la hizo Leonardo.
– ¿Que decía Baresi?
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