John Case - Código Génesis

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Una trepidante trama de acción en la que se investigan unos infanticidios perpetrados por un grupo extremista de la Iglesia Católica y que están relacionados con el nuevo nacimiento del Anticristo.

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– Es la voluntad de Dios -declaró Azetti. Empujó la mesa con las manos y miró a Lassiter fijamente. Tenía una mirada salvaje, turbia. -O puede que sea todo lo contrario -agregó después.

– Padre…

– No puedo ayudarlo -lo interrumpió el párroco al tiempo que se daba la vuelta.

– Yo creo que sí puede.

– ¡No puedo!

– Entonces morirán más niños.

Azetti tenía los ojos bañados en lágrimas.

– No lo entiende -dijo. Después respiró hondo y recobró la compostura. -El secreto de confesión es sacrosanto. Lo que se dice en confesión queda sellado para toda la eternidad. Al menos, así debería ser.

– ¿Por qué dice que así debería ser?

El párroco movió la cabeza.

– Usted sabe quién está detrás de todo esto, ¿verdad? -dijo Lassiter.

– No -contestó el párroco, y Lassiter supo que le estaba diciendo la verdad. -No, no lo sé. Pero hay una cosa que sí puedo decirle: cada faceta de la vida de Baresi, su trabajo como científico, sus estudios teológicos, su trabajo en la clínica, forma parte de la respuesta que usted está buscando. -El párroco respiró hondo y volvió a guardar silencio.

– ¿Eso es todo? -preguntó Lassiter.

– Eso es todo lo que puedo decirle -replicó el párroco.

– Pues muchas gracias por su ayuda -dijo Lassiter con evidente sarcasmo. -Lo tendré en cuenta. Y si alguna de las madres me pregunta por qué ha tenido que morir su hijo, le hablaré de su voto. Le diré que su hijo ha muerto por una cuestión de principios. Seguro que lo entiende. -Cogió su chaqueta y se levantó.

– Espere -lo detuvo el párroco. -Hay otra cosa. -Antes de que Lassiter pudiera decir nada, Azetti salió de la habitación y entró en un estudio contiguo. Lassiter oyó cómo abría unos cajones y removía los objetos. Por fin, el párroco volvió a la habitación.

– Tome -dijo y le entregó una carta.

– ¿Qué es?

– Me la mandó Baresi desde el hospital pocos días antes de morir. Creo que podrá responder a algunas de sus preguntas. -Lassiter miró la carta, que ocupaba tres hojas de papel cebolla escritas a mano por las dos caras. Fuera, una campana empezó a repicar.

Azetti se remangó y miró la hora.

– Tengo confesión hasta las ocho -indicó. -Si vuelve después se la traduciré.

– ¿No podría…?

Azetti sacudió la cabeza.

– No -replicó. -Montecastello es un pueblo pequeño y ya debe de haber cola.

– Pero, padre…

– Esto ha esperado miles de años, así que puede esperar unas horas más.

CAPÍTULO 28

Necesitaba pensar. O, mejor aún, necesitaba dejar de pensar.

El párroco le había estado intentando decir algo sin romper su voto de silencio. Algo sobre las distintas facetas de Baresi y el modo en que éstas encajaban entre sí. Pero no tenía sentido. O, si lo tenía, Lassiter no lo encontraba.

Necesitaba salir a correr.

Eso es lo que hacía siempre que tenía un problema que no sabía resolver: dejaba la mente en blanco y corría. A menudo, la solución le llegaba sin buscarla, como un regalo.

Pero no podía salir a correr en Montecastello. Tendría que dar la vuelta al pueblo al menos media docena de veces para conseguir recorrer la distancia mínima. Además, los adoquines eran una tortura para los tobillos y, aunque no hubiera estado lloviendo, las calles tenían tantas esquinas que le sería imposible conseguir un ritmo. Y tampoco podía correr por la carretera que bajaba desde el pueblo; eso sería como tirarse por un precipicio y luego volver a subir escalando.

Así que cogió el coche e intentó no pensar en nada. Con un poco de suerte, la respuesta llegaría sola. Conducir funcionaba a veces, aunque, como técnica de meditación, no era tan fiable como correr.

Según el mapa, Spoleto estaba a cuarenta kilómetros de Montecastello. Parecía una distancia perfecta. Una hora para ir y otra para volver. Además, al llegar, podría darse un paseo por el centro.

Pero en el mapa no aparecía la cordillera que separaba las dos poblaciones. La carretera era una continua sucesión de curvas, y los precipicios bastaban para quitarle el aliento al más valiente. Eso sí, el paisaje era precioso. Tardó una hora y media en llegar a una señal que decía: S poleto, 10 km. A pesar de todo, siguió adelante hasta que se encontró con un camión que lo obligó a subir las cuestas envuelto en una nube de humo de gasoil. Ante la imposibilidad de adelantarlo, Lassiter acabó dando la vuelta en una gasolinera de Agip que encontró a unos siete kilómetros de Spoleto. El sol se acababa de poner detrás de las montañas y en el cielo sólo quedaba un débil rubor violáceo. El reloj del salpicadero marcaba las 18.15 horas.

– Ha venido alguien preguntando por ti. Se acaba de marchar -le dijo Hugh cuando Lassiter entró en el vestíbulo de la pensión.

– ¿Quién era? -preguntó Lassiter.

– No me ha dicho cómo se llamaba, sólo que era un amigo tuyo.

Lassiter miró al inglés.

– No tengo ningún amigo en Italia -replicó. – ¿No ha dejado ningún recado?

– No. Dijo que quería darte una sorpresa. Me preguntó dónde podría encontrarte. -Hugh frunció el ceño. -Le dije que habías ido a ver al párroco.

Todos los músculos de Lassiter se tensaron a la vez. Al verlo, Hugh frunció el ceño.

– He hecho mal, ¿verdad?

– No lo sé. ¿Qué aspecto tenía?

– Era muy grande. De hecho, era enorme.

– ¿Italiano? -preguntó Lassiter.

Hugh asintió.

– ¿Tiene alguna otra salida la pensión? -inquirió Lassiter.

Hugh se quedó pálido, pero no tardó en reaccionar, asintiendo vigorosamente.

– Sí -dijo y lo condujo por el pasillo, a través de la cocina, hasta una puerta que daba a un callejón trasero.

– Lo siento terriblemente, Joe.

– No pasa nada -contestó Lassiter. Después empezó a correr.

Al poco tiempo llegó a un callejón sin salida cuya única iluminación procedía de una ventana. En el cielo, la luna se ocultó detrás de una gruesa capa de nubes. Lassiter sabía que era muy posible que alguien, probablemente el Armario, lo estuviera esperando en la iglesia, pero no tenía más remedio que arriesgarse. Era temprano, y todavía habría gente por la calle. Y, además, después de todo, era una iglesia. Tal vez podía pedirle al párroco que lo acompañara de vuelta a la pensión.

Entonces advirtió que se había perdido. Ya debería estar en la plaza. Dio la vuelta y volvió sobre sus pasos, o al menos eso creía, pero, de hecho, se adentró más y más en el laberinto de callejuelas. Por fin, cuando empezaba a pensar que nunca encontraría el camino, giró a la izquierda y allí estaba la plaza.

Respiraba pesadamente; delante de él, el aire se condensaba formando pequeñas nubes. No era por la carrera: era la adrenalina. Notaba cómo le llegaba a chorros al corazón, y Lassiter sabía perfectamente que eso podía ser perjudicial. Inspiró hondo, aguantó la respiración y dejó salir el aire. Volvió a llenarse los pulmones de aire. Y otra vez.

Al otro lado de la plaza vio a tres hombres en el mirador que daba al precipicio. A pocos metros de ellos, el dueño del café Luna estaba echando el cierre. Uno de los hombres le pidió un paquete de cigarrillos. El dueño del café murmuró algo entre dientes, subió el cierre y volvió a entrar en el comercio. Lassiter se fijó en los hombres.

Se había equivocado. Sólo eran dos, pero el segundo era grande y cuadrado como un armario.

Con el corazón latiéndole de nuevo a un ritmo normal, Lassiter cruzó la plaza a toda prisa mientras los dos hombres miraban las luces de Todi en la lejanía. Subió los escalones de la iglesia de dos en dos.

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