John Case - Código Génesis
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Dentro había tan poca luz como en la calle. Las pequeñas velas del atril se derretían dentro de sus pieles, rojas como la sangre, y los candelabros eléctricos sólo daban una luz muy tenue.
– ¿Padre? -susurró con la voz tan baja que la palabra apenas le salió de la garganta. – ¿Padre? -repitió. Pero no respondió nadie. El párroco debía de estar en su despacho. Lassiter se recriminó a sí mismo por llegar tan tarde a su cita con Azetti. Pero la iglesia seguía abierta, así que el párroco tenía que estar en alguna parte.
Volvió a salir a la plaza y fue a las habitaciones de Azetti, que se encontraban en un edificio anejo a la iglesia. Los dos hombres seguían de espaldas a la plaza, fumándose un cigarrillo en el mirador. Lassiter llamó a la pesada puerta de madera, pero no contestó nadie. Cogió el picaporte y, al ver que giraba, entró. Las luces estaban apagadas, pero ya hacía tiempo que los ojos se le habían adaptado a la oscuridad. Fue de una habitación a otra, llamando al padre Azetti, pero no obtuvo ninguna respuesta.
El silencio era extraño, preocupante. ¿Adonde podía haber ido el padre Azetti? Volvió sobre sus pasos y entró por segunda vez en la iglesia. Quizás el párroco estuviera rezando en una de las capillas; tal vez estuviera tan concentrado en sus oraciones que no lo hubiera oído.
Lassiter no sabía lo que era rezar, no realmente. Una vez que su madre tuvo un arrebato religioso, insistió en que él y Kathy se turnaran para bendecir los alimentos antes de comer y en que rezaran el Padre Nuestro antes de irse a la cama. Pero para Lassiter sólo eran palabras sin significado. Santificado sea tu nombre.
Santificado.
Volvió a llamar al párroco, esta vez más alto.
– ¡Padre Azetti! Soy Joe Lassiter.
Una de las velas se apagó, dejando un olor a cera que le hizo pensar en una tarta de cumpleaños.
Puede que el párroco hubiera salido un momento, puede que algún enfermo terminal hubiera solicitado su presencia.
Decidió esperar, y se acercó al atril para encender una vela por los muertos. Un pequeño cartel señalaba la caja de donativos. Sin pensarlo, Lassiter sacó un billete del bolsillo, lo plegó a lo largo y lo introdujo en la ranura. No sabía si era un billete de un dólar o de cien. También podían ser mil liras. No lo sabía y tampoco le importaba. Tenía una extraña sensación, como si nada de eso estuviera sucediendo realmente, como si los hombres de fuera, lo que le había dicho el párroco y el pueblo tenebroso sólo existieran en su imaginación.
Por Kathy, pensó mientras encendía la vela con un palito. Después encendió otra al lado de la primera. Por Brandon. Se sentía como si estuviera tomando prestado un rito ajeno, y así era.
Esperaría un poco más y, si no llegaba el padre Azetti, buscaría una salida que no diera a la plaza. Mientras tanto, se sentaría en un banco del fondo y mantendría los ojos bien abiertos.
De repente resbaló. Dio dos o tres saltitos hacia un lado para no perder el equilibrio y se agarró al respaldo de un banco.
Miró las baldosas donde había resbalado. La oscuridad le robaba el color a la iglesia, pero distinguió una mancha de algo que parecía negro sin serlo realmente. Entonces notó por primera vez el inconfundible olor a carnicería.
Al acercarse más vio el reguero de sangre que teñía el suelo y siguió el rastro hasta el confesionario.
Nunca había estado dentro de un confesionario. Al abrir la cortina, casi suspiró de alivio al descubrir que estaba vacío. Pero la sensación de alivio sólo le duró unos segundos. Al fijarse en el panel de madera que dividía el confesionario en dos supo perfectamente lo que iba a encontrar al otro lado.
Tenía las suelas de los zapatos pegajosas y el corazón volvía a latirle con demasiada fuerza. Al correr la cortina del otro lado del confesionario vio al padre Azetti sentado con la cabeza apoyada en la celosía. Tenía un pequeño agujero en la sien derecha y una herida de salida del tamaño de un puño en la coronilla. No era necesario mirar para saber que los sesos del párroco estarían esparcidos por el panel de detrás.
Una bala de baja velocidad. Una bala de punta blanda. Una bala que se deshacía con el impacto y se abría en todas direcciones. Antes tenía que fabricárselas uno mismo cortando una cruz en la punta de plomo de la bala, pero ahora las vendían ya preparadas y, además, su efecto era todavía más mortífero.
Lo más probable era que el párroco hubiera estado sentado con la oreja apoyada en la pequeña celosía. El asesino debía de haber entrado por el lado reservado a los penitentes, se había sentado y había sacado la pistola mientras hablaba. «Bendígame padre, porque he pecado.» Y, después, le había disparado a bocajarro con una bala que habría matado a un elefante.
Lassiter tardó un minuto entero en sacar a Azetti del confesionario. Una vez fuera, lo tumbó en el suelo. No sabía bien por qué lo hacía. Quizá fuera porque Azetti parecía incómodo en el confesionario. Le hubiera gustado tener una almohada para ponérsela debajo de la cabeza, pero…
No la tenía. Dejó a Azetti en el suelo y fue hacia el fondo de la iglesia, detrás del altar. Buscó en la confusa zona del ábside, pero no encontró ninguna puerta. Lo más probable era que el ábside de la iglesia estuviera pegado a otro edificio. Tenía dos posibilidades: o se quedaba o se iba. Pero, si se iba, tendría que hacerlo por la puerta principal.
Empujó la puerta con suavidad y miró la plaza. Estaba vacía y, al menos por el momento, iluminada por la luz de la luna. Bajó los escalones corriendo y fue hacia la fuente, cuyo borboteo era el único sonido que se oía. La luz de la luna se reflejaba en el chorro de agua que caía de la boca del león.
Y, entonces, vio a un hombre.
Lo vio con nitidez, de pie, iluminado por la luna, en la esquina de la plaza con la vía della Felice. Un instante después la luna se deslizó detrás de una nube, y el hombre desapareció por completo de su vista. Lassiter fue hacia la otra calle que salía de la plaza, pero la luna volvió a asomarse, iluminando lo que parecía ser un muro.
Era el Armario.
Lassiter se dio la vuelta y empezó a correr. Pero no tenía adonde ir.
– Ecco! Cenzo! -llamó suavemente el Armario. Su voz sonaba sorprendentemente aguda, casi femenina.
Lassiter recorrió la plaza con la mirada: la fuente, la iglesia, el café, el mirador. No tenía escapatoria. El Armario y el hombre que lo acompañaba se acercaban lentamente. Estarían a unos veinte metros. Podía verles la dentadura en la oscuridad. Sonreían.
Lassiter empezó a andar hacia atrás, sin preocuparse por la dirección de sus pasos; bastaba con que fuera la contraria a los hombres. El compañero del Armario se metió la mano en la chaqueta y sacó una Walter y un silenciador. Ajustó el silenciador y le dijo algo al Armario. La espalda de Lassiter chocó contra el muro del mirador. Se acabó. Fin del trayecto.
Mientras los hombres se acercaban lentamente a él, Lassiter se fijó en sus caras iluminadas por la luna. El de la pistola era joven y feo. Tenía la cara aplastada, como si al nacer le hubieran estrujado las facciones con un fórceps. Además, tenía los ojos saltones y el pelo tan corto que no era más que una sombra en su cuero cabelludo. Realmente, parecía un camello.
El Armario, en cambio, parecía hecho de hierro. Tenía la cara y el cuerpo cuadrados, el pelo enmarañado y pinta de necesitar un afeitado cada dos o tres horas. Lassiter observó la fiereza de sus ojos.
«Podría cargar contra ellos a toda velocidad -pensó. -O podría ir en la otra dirección y saltar el muro.» No parecía probable que sobreviviera a ninguna de las dos opciones, pero quizá tuviera más posibilidades con una de ellas. ¿Era una caída limpia hasta el fondo del precipicio o había algún saliente que interrumpiría su descenso? No se acordaba. Y, aunque, literalmente, le iba la vida en ello, no se dio la vuelta para comprobarlo; era incapaz de apartar los ojos de los dos hombres que se acercaban a él.
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