John Case - Código Génesis
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La ducha le sentó de maravilla hasta que empezó a frotarse las distintas heridas con el jabón. A partir de entonces fue un suplicio. Se limpió la sangre seca del pelo, se lavó los pantalones lo mejor que pudo y los envolvió en una toalla detrás de otra para escurrir el agua. Cuando se los volvió a poner, estaban empapados y seguían llenos de manchas, pero al menos ya no se notaba que las manchas eran de sangre.
Al salir, cuando se vio en el espejo, pensó que parecía un hombre que acababa de perder una guerra.
Eran más de las doce de la noche. Si Roy estaba en casa, sin duda estaría dormido, pues, después de cinco llamadas, Lassiter oyó la señal del contestador automático. Lassiter colgó y volvió a intentarlo por segunda vez. Y por tercera vez.
Oyó un ruido seco al otro lado de la línea.
– Dunwold.
– Roy, soy Joe Lassiter. ¿Estás despierto?
– Aja.
– Necesito que me ayudes.
– Aja.
– Estoy hablando en serio, Roy. Despierta. Necesito que me ayudes.
– ¿Eh? Sí. Ya estoy despierto. ¿Qué pasa?
– Me… Bueno, basta con que sepas que hay un par de cadáveres en un pueblo y que yo me he quedado sin mi pasaporte. Estoy un poco magullado y…
– ¿Y? ¿Hay más?
– Estoy conduciendo un coche robado.
– ¿Y además de eso?
– Además de eso, todo va fenomenal.
– Claro. ¿Y dónde estás, si se puede saber?
– En una autopista. Cerca de Florencia. En una gasolinera. Estoy bastante magullado y… Tengo que salir de Italia. A Francia o a Suiza. A donde sea. A cualquier sitio donde pueda conseguir un pasaporte nuevo. ¿Qué día es hoy?
Silencio.
– Es domingo. ¿Has dicho que había heridos?
– He dicho que hay muertos.
– Sí, claro, muertos. ¿Y dices que estás conduciendo de prestado?
– Exactamente.
– No quiero parecer pesimista, pero puede que lo del pasaporte nuevo no sea tan buena idea. Yo te podría conseguir algo a nombre de otra persona.
– Me arriesgaré con la embajada. Ahora, lo más importante es salir de Italia. Tengo que salir de aquí lo antes posible.
– Sí. Claro. Dame una hora… Mejor dos. Sí, llámame en dos horas. Si no estoy, llama cada hora a la hora en punto. Me encargaré de que alguien vaya a buscarte con un coche.
– Otra cosa.
– Dunwold para servirle.
– Necesito algo de ropa.
– ¡Dios mío! ¿Estás desnudo?
– No, no estoy desnudo. ¡Tengo los pantalones empapados!
– Vaya. Desde luego, parece que lo has pasado en grande. -Roy, déjate de tonterías y consígueme la puta ropa. -Claro. Veré lo que puedo hacer.
Lassiter decidió seguir conduciendo hacia el norte. Al norte estaban las fronteras. Además, si se quedaba allí acabaría llamando la atención. Ya en el coche, puso la calefacción al máximo, encendió la radio y rezó por que los pantalones no tardaran demasiado en secarse.
Estaba diez kilómetros al sur de Bolonia, viajando a ciento treinta kilómetros por hora, cuando un Alfa Romeo blanco se puso a su altura en el otro carril. Avanzaron así un par de minutos, hasta que, irritado, Lassiter increpó al otro conductor. Pero resultó ser un policía. Lassiter aminoró la marcha. El policía levantó la mano y, con un ademán inexpresivo, le indicó con repetidos movimientos de la mano que se detuviera.
Lassiter ni siquiera pensó en intentar escapar. Estaba demasiado cansado y no conocía las carreteras, así que lo más probable es que sólo consiguiera matarse. Detuvo el coche en el arcén y esperó.
El Alfa Romeo se paró detrás de él. El policía se bajó del coche y se acercó a él con la mano cerca de la funda de la pistola. Lassiter mantuvo las manos apoyadas en el volante, a la vista, y esperó hasta que el policía dio un golpecito en la ventanilla con los nudillos. Entonces bajó la ventanilla.
El policía estudió los arañazos que tenía en la cara, el corte de la cabeza y el parabrisas hecho añicos.
– Patente -pidió por fin estirando la mano.
Lassiter se buscó la cartera, sacó su carné de conducir y se lo dio.
– Grazie, signore -dijo el policía mientras cogía el carné. - Inglese? -preguntó.
Lassiter movió la cabeza.
– Norteamericano -contestó.
El policía asintió, como si eso lo explicara todo.
– Momento -dijo y se dirigió hacia la parte delantera del coche. Se puso en cuclillas para examinar el faro roto, se levantó y pasó las puntas de los dedos por el capó, deteniéndose en cada uno de los agujeros de bala. Después estuvo observando el parabrisas durante lo que a Lassiter le pareció una eternidad antes de volver a acercarse a la ventanilla. Se acabó, pensó Lassiter. Hizo ademán de abrir la puerta, pensando que no tenía sentido alargar más ese suplicio. Lo mejor era que se bajara del coche, apoyara las manos en el capó y separara las piernas.
Pero, ante su sorpresa, el policía sacó un cuaderno y empezó a escribir algo. Al acabar, arrancó la hoja y se la dio a Lassiter.
– Parla italiano? -le preguntó.
Sin poder creer lo que estaba pasando, Lassiter movió la cabeza.
– Lo siento -repuso.
El policía volvió a asentir. Después apuntó hacia el faro y hacia el parabrisas y le señaló el importe de la multa: noventa mil liras.
Lassiter sacó un billete de cien mil liras de la cartera y se lo ofreció al policía.
– Grazie -dijo Lassiter. - Grazie!
– Per favore -contestó el policía mientras se sacaba una inmensa billetera de la chaqueta y abría la cremallera para introducir el billete de Lassiter. Después sacó un billete de diez mil liras y se lo dio a Lassiter.
– Ecco il suo cambio, signore.
Lassiter asintió preguntándose si todo eso no sería una broma de mal gusto.
El policía se tocó la gorra.
– Buon viaggio -dijo y volvió a su coche.
Qué país tan maravilloso, pensó Lassiter.
Encontró otra gasolinera diez minutos después. Telefoneó a Roy y éste contestó inmediatamente.
– ¿Puedes esperar un momento, Joe? Estoy hablando por la otra línea. -No tardó mucho en volverse a poner al teléfono. -Vale -dijo. -Esto es lo que tengo. Tú dime si te parece bien. He hablado con un tipo que trabaja en importación y exportación. Un tipo liberal, para que nos entendamos. Lleva aceite de oliva a Eslovenia y vuelve con cigarrillos; cosas de ese tipo. Todo muy legal, excepto que no le gusta pagar impuestos. Así que tiene sus maneras de cruzar las fronteras. No te saldrá barato, pero puedes apuntarte a una de sus expediciones. ¿Te interesa?
– Sí. No. ¿Dónde cojones está Eslovenia?
– La última vez que miré en el mapa estaba en Yugoslavia. Arriba a la izquierda.
– ¿Cuánto pide?
– Dos mil. Dólares, claro. En efectivo.
– Me parece bien, pero no tengo dos mil dólares en el bolsillo.
– No hay problema. Eso lo puedo arreglar yo desde aquí.
Lassiter suspiró con alivio.
– Escucha, Roy. Si alguna vez puedo hacer algo…
– ¿De verdad?
– Sí.
– Bueno, hay una cosa.
– ¿El qué?
– Podrías dejarme abrir una sucursal en París.
Lassiter se rió.
– Lo dices en broma -dijo.
– No. Allí es donde está el trabajo.
– Ya hablaremos de eso cuando salga de aquí.
Las instrucciones de Roy eran muy simples. Tenía que coger la A-13 hasta Padua y después seguir hacia el norte por la A-4. El encuentro tendría lugar en el kilómetro 56, en la única estación de servicio que había entre Venecia y Trieste. En la cafetería vería a un hombre vestido con un mono azul con el nombre «Mario» bordado en el bolsillo del pecho. Lassiter tenía que quedarse de pie, leyendo un ejemplar de Oggi. Roy le aseguró que se vendía en todas partes.
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