John Case - Código Génesis
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– Lo siento. El detective Riordan está de viaje.
Lassiter golpeó la mesa con la palma de la mano. El whisky saltó dentro del vaso. ¡Vaya noche!
Preguntó cuándo volvería Riordan.
– No lo sé. Lo más probable es que vuelva el veinticuatro. Ya sabe, para Nochebuena.
– ¿Hay alguna manera de ponerse en contacto con él?
– Depende.
– Soy un amigo.
– Bueno, entonces ya sabrá que está en Praga.
– ¿Tiene algún número de teléfono donde se lo pueda localizar?
– Espere un momento.
Mientras esperaba, Lassiter recordó que Riordan le había mencionado algo sobre un congreso en Checoslovaquia; algo sobre Europa oriental y la democratización de la policía. Incluso le había enseñado un folleto en el que salía impreso su nombre.
– ¿Oiga?
– Sí -contestó Lassiter.
– Jimmy está en el fa… bu… loso hotel Intercontinental de la exótica Praga -dijo el policía. -El número es larguísimo. Primero tiene que marcar 07. Espero que tenga algo para apuntar, porque si no se le va a olvidar.
– Dispare.
Lassiter añadió el número a los demás que ya figuraban debajo del nombre de Riordan en la última página del cuaderno, colgó y marcó el número del hotel Intercontinental. Eran casi las dos de la mañana, pero Riordan no contestaba en su habitación, así que Lassiter le dejó un mensaje.
Después se tumbó en la cama, dejó caer los zapatos al suelo y, con un gemido, se durmió.
Casi era mediodía cuando por fin se despertó. Estaba exactamente en la misma postura en que se había acostado la noche anterior. Ayudándose con los brazos y los codos, consiguió sentarse, se levantó y caminó sujetándose el costado hasta el cuarto de baño. Con mucho cuidado, giró el tronco delante del espejo y se levantó la camiseta. Al ver los colores que le teñían el costado, hizo una mueca: amarillo y malva, morado, negro y una especie de rosa enfermizo.
Tardó casi cinco minutos en conseguir la temperatura apropiada del agua, y luego se duchó. Después tardó casi el doble en secarse. Había partes del cuerpo que casi no se atrevía a tocar con la toalla. No tenía prácticamente ninguna movilidad por encima de la cintura, agacharse era una agonía y los movimientos bruscos eran todavía peor. Y así, con infinita paciencia, se vistió, tomándose un descanso para pedir que le subieran un café y un croissant. Diez minutos después, cuando llegó el desayuno, estaba intentando atarse los zapatos. Pensó que debería comprase unos mocasines.
Al salir el camarero, Lassiter encendió el televisor. Fue cambiando de un canal a otro con el mando a distancia, buscando la CNN, hasta que vio la cara de Bepi en la pantalla del televisor. Ya había vuelto a cambiar de canal, así que tuvo que retroceder.
La foto era vieja, de cuando se había graduado en la universidad, o algo así. Bepi sonreía con orgullo. Lassiter observó que llevaba el pelo más corto y peinado con secador. Parecía un cruce entre un cantante de salón y un niño de coro; la imagen le habría hecho sonreír si no fuera porque le preocupaba que Bepi saliera en la televisión.
Lassiter intentó escuchar lo que decía el locutor, pero no entendió ni una sola palabra. Una escena en directo sustituyó a la foto de Bepi. Un periodista hablaba con ademán sombrío delante de una gran iglesia mientras un grupo de chiquillos gesticulaban ante la cámara. Detrás del periodista se veían dos coches de policía y una ambulancia.
La voz del periodista siguió hablando mientras la cámara viajaba hasta un trío de hombres uniformados que empujaban una camilla. La acera debía de ser irregular, quizá de adoquines, pues parecían tener muchas dificultades. La camilla subía y bajaba, balanceándose bruscamente, y tenían que levantarla continuamente para salvar algún nuevo obstáculo.
La cámara volvió a los estudios centrales. Escuchando con atención, Lassiter consiguió entender algunas de las palabras del locutor: «Santa Maria… Polizia… Bepistraversi… Molto strano.» Hasta que el locutor sonrió, retiró la hoja que tenía delante y pasó a otra noticia.
Lassiter cambió de un canal a otro, apretando sin pausa el mando a distancia. Vio cómo entrevistaban a una mujer de luto con lágrimas en los ojos, pero no sabía si era la mujer de Bepi o una refugiada de guerra.
Lleno de frustración, apagó el televisor y llamó a Judy Rifkin. Eran las siete y media de la mañana en Washington, pero no le importaba despertarla.
– ¡Joe! ¿Dónde estás?
– En Roma.
– Iba a llamarte por la tarde. Lo de American Express se está poniendo al rojo vivo…
– Creo que han matado a Bepi.
Silencio. Judy no dijo ni una sola palabra.
– Las cosas se están poniendo feas y… acabo de ver una foto de Bepi en la televisión -continuó. -No he entendido lo que decían, pero había una ambulancia, coches de policía y una camilla.
– ¿Estás seguro?
– No. ¿Cómo voy a estarlo? Puede que lo acusen de algo. No tengo ni puta idea de lo que ha pasado, pero no contesta en ningún teléfono y… -Una punzada de dolor le atravesó el costado, y Lassiter se quejó sin querer.
– ¿Qué te pasa?
– Nada… Anoche me dieron un par de golpes.
– ¿A ti?
– Sí. Pero escucha: ahora lo importante es Bepi. Consulta con las agencias de noticias: Reuters, AP, lo que haga falta. Mándame por fax lo que averigües.
– ¿Dónde estás?
Lassiter le dio el número del fax y colgó. Mientras esperaba, cogió el listín telefónico de Roma, buscó el número de Associated Press y llamó. No sabían nada. Ni tampoco la BBC, ni los buenos chicos del Rome Daily American.
Dos horas después, alguien deslizó un sobre por debajo de la puerta. Contenía dos hojas. En la primera, además de los datos de Lassiter Associates, había una nota de Judy:
Adjunto la noticia de Reuters. ¿Estás bien? Rifkin.
La segunda hoja era la noticia de Reuters:
Copyright 1995 Reuters, Limited
The Reuter Library Report
23 de diciembre de 1995.
TITULAR: Víctima encontrada a los pies de una iglesia
ORIGEN: Roma
TEXTO: Se ha encontrado el cuerpo de un investigador privado a primera hora de la mañana delante de la catedral de Santa Maña Maggiore, a escasa distancia del Coliseo. Según ha informado la policía, la víctima, Antonio Bepistraversi, de 26 años, fue torturado antes de fallecer.
El cuerpo fue descubierto por Lucilla Conti, de sesenta años. Encontró el cuerpo tendido en la escalinata de acceso a la entrada trasera de la basílica. Al ser entrevistada por los periodistas, la señora Conti dijo que al principio pensó que sería uno de los vagabundos que desde hace tiempo frecuentan la cercana plaza de Vittorio Emanuele II. Dio un pequeño rodeo por temor a que le pidiera dinero. Al ver que el hombre no se movía, se acercó a él y descubrió que tenía la cabeza envuelta en una bolsa de plástico.
Los detectives de homicidios informaron que el incidente tuvo lugar en «un barrio deteriorado» y mostraron su confianza en la pronta resolución del caso.
Lassiter leyó la noticia tres veces seguidas, con la esperanza de haberla entendido mal, pero el resultado era siempre el mismo: Bepi había muerto. Y, lo que era aún peor, había muerto violentamente.
De repente se dio cuenta de que la persona a la que debería haber llamado era Gianni Massina. Si alguien podía decirle lo que había ocurrido, ése era Massina. Lassiter encontró su número en las últimas páginas de su cuaderno y lo llamó.
– Pronto?
– Soy Joe Lassiter.
– Sí.
– Nos conocimos hace un par de días…
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