John Case - Código Génesis
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– ¡Le he dicho que no se preocupe!
Quienquiera que fuese se marchó, murmurando algo en italiano.
Un minuto después sonó el teléfono. Por primera vez en su vida, Lassiter se alegró de que los hoteles tuvieran teléfono en el cuarto de baño. Contestó y, a pesar de la insistencia del director del hotel, le dijo que no quería hablar con la policía y que no quería poner ninguna denuncia.
– Pero, señor Lassiter, está usted en su derecho. ¡Lo han asaltado!
– Limítese a traerme el coche a la puerta y cárgueme la cuenta en la Visa.
– ¿Está usted seguro, signore?
– Bajaré en un momento.
Tardó casi media hora en cambiarse de camisa y hacer la maleta. Después, necesitó hacer acopio de todas sus fuerzas para atravesar el vestíbulo sin encorvarse. El director estaba esperándolo en la entrada. Parecía aterrorizado, digno y avergonzado al mismo tiempo. El coche de alquiler de Lassiter lo aguardaba a un par de metros de distancia con el motor en marcha. El director se adelantó a él, le abrió la puerta y observó cómo su huésped se sentaba al volante. Después cerró la puerta con un ademán experto, inclinó la cabeza y sonrió.
– ¿Dónde está el conserje? -preguntó Lassiter mirando a su alrededor.
El director frunció el ceño.
– ¿Roberto? -preguntó.
– Sí. No lo he visto en el vestíbulo.
– Acaba de marcharse. El pobre hombre sufre de asma.
– Ya. Dígale de mi parte que se mejore.
– Grazie. Il signore é moho gentile! ¡Después de todo lo que ha pasado!
– Y dígale también a ese hijo de puta que la próxima vez que lo vea le voy a romper la cabeza.
Siguió un largo silencio. Por fin, el director dijo:
– Scusi?
– Y dígale que siempre cumplo mis promesas.
Con una bolsa de hielo apoyada en las costillas y hablándose a sí mismo mientras avanzaba hacia el norte por la autostrada, Lassiter condujo hasta Roma esa misma noche.
«¿En qué cojones estabas pensando? Aunque, claro, no estabas pensando, porque si hubieras pensado no habrías sido tan pardillo como para dejar que te pegaran una paliza en tu propia habitación. Y ahora lo más probable es que tengas un par de costillas clavadas en los pulmones; desde luego no vas a dormir de costado en una buena temporada y… ¡Joder! ¡Dios santo, cómo duele!»
Y no era sólo el cuerpo lo que le dolía; tenía el orgullo igual de maltratado. Della Torre lo había entretenido todo el tiempo que había podido, primero con su célebre oratoria y después rezando. ¡Rezando! Mientras tanto, su… colega, el armario, estaba registrando su habitación. Y lo más probable es que se hubiera quedado todavía más tiempo -«Recíbelo en tu corazón, Señor»- de no ser por el borracho que había roto el encantamiento al entrar en la iglesia. Y después el conserje, intentando entretenerlo. «Si me hiciera el honor.» ¿Cuántas pistas necesitaba para darse cuenta de que algo iba mal? ¿De que ese «algo» era él?
Y, después, lo de la habitación. «Pronto?» «¿Quién diablos es usted?» «Scusi.» ¡Zas!
Eso es lo que más le dolía, porque era bueno con los puños. Había boxeado en la universidad y no se le daba nada mal. No estaba acostumbrado a perder peleas; ni siquiera cuando el otro tipo era más grande que él. Sabía cómo golpear. Y cómo esquivar los golpes dirigidos a él. O al menos eso pensaba, hasta ese día.
Aun así, no todo era negativo. Que a uno le pegaran una paliza lo despertaba, afinaba los sentidos y hacía pensar, pensar mucho en cómo evitar que se repitiera la experiencia. Y ésa era la razón por la que Lassiter decidió no volver a alojarse en el Hassler. En vez de eso, se hospedó en el Mozart, un hotel apartado en una bocacalle adoquinada de la via del Corso.
El hotel ocupaba el ala occidental de un palacete que había conocido tiempos mejores. Tenía techos de más de cuatro metros de altura, un jardín medio abandonado y un bar oscuro.
Aunque ya era casi medianoche cuando llegó, consiguió que le dieran una suite en el segundo piso. Un botones de avanzada edad lo condujo hasta su habitación. Lassiter hizo todo lo que pudo por no quedarse atrás, apretando los dientes para amortiguar el dolor.
Cuando se marchó el botones, Lassiter cerró la puerta con llave, se acercó al minibar y vació dos botellitas de whisky escocés en un vaso. Después se sentó delante de la mesa que había junto a la ventana y cogió el cuaderno.
Años atrás, cuando vivía en Bruselas, había adoptado la costumbre de emplear un nuevo cuaderno cada vez que empezaba una nueva investigación. Resultaba útil por varias razones, pero sobre todo por una razón colateral: lo ayudaba a encontrar nombres que de otro modo se le olvidarían. Puede que no recordara el nombre de un investigador o un médico forense en concreto, pero nunca olvidaba un caso, y siempre recordaba con qué caso estaba relacionada la persona que estaba buscando. Una vez hecha esta asociación mental, resultaba fácil buscar el cuaderno en cuestión y encontrar el nombre.
Con el tiempo, se había acostumbrado a usar siempre el mismo tipo de cuaderno: un cuadernillo de espiral de diez por quince que podía sujetar con una mano y que le cabía holgadamente en el bolsillo interior de la chaqueta. A veces pensaba que, si dejaran de fabricarlos, lo más probable era que Lassiter Associates quebrara.
Cuando empezaba un cuaderno, escribía los nombres y los números de teléfono detrás, empezando por la última página. Así sabía dónde buscar cualquier nombre y nunca se quedaba sin espacio.
Había seguido la misma rutina en el caso de Kathy y de Brandon y ya tenía bastantes números apuntados. El primero era el de Riordan. Después estaban los de los médicos. Después, Tom Truong y el hotel de Chicago. Bepi. Angela. Egloff. Y Umbra Domini.
Bebió un poco de whisky y miró por la ventana. La habitación daba a una calle desierta con árboles alineados a lo largo de la acera. Cogió el teléfono, consultó el cuaderno y llamó a Bepi a su casa y al despacho. Después de oír los dos contestadores, lo llamó al teléfono móvil, pero estaba desconectado. Finalmente, lo llamó al busca y dejó el número de teléfono del hotel Mozart. Le preocupaba que Bepi no le hubiera devuelto las llamadas. No era propio de él, y Lassiter intuía que algo iba mal. Para empezar, él era un cliente demasiado bueno para no devolverle las llamadas. Y, lo que era todavía más importante, Bepi estaba enamorado de la tecnología y alardeaba de estar siempre localizable: «Da igual que esté viendo un partido del Lazio o volando a Los Ángeles o a Tokio.»
Lassiter había sonreído al oírle decir eso. Lo más probable era que ni siquiera hubiera estado en Ginebra; ¿qué decir de Los Ángeles?
Llamó a su oficina con la esperanza de que Judy se hubiera quedado trabajando hasta tarde. Cuando le contestaron y oyó el alboroto de fondo se acordó de que era la noche en la que celebraban la fiesta anual de Navidad. Le contestó una becaria cuyo nombre no reconocía y que obviamente no le oía bien.
– ¿Qué?
– Soy Joe Lassiter.
– ¿Quién?
– Joe Lassiter.
– Lo siento, el señor Lassiter no está en la oficina.
– No, eso no es lo que…
– Y, además, la oficina está cerrada.
Lassiter colgó y marcó el número de su buzón de voz. Tenía seis mensajes. El único de interés era de Jimmy Riordan, aunque estaba tan lleno de ruidos de fondo que resultaba incomprensible. Decía algo acerca de unos checos. «¡Te van a encantar los checos!» ¿Qué se suponía que quería decir eso?
Lassiter miró la hora. Eran las siete de la tarde en Estados Unidos. Llamó a casa de Riordan, pero no hubo respuesta. Después llamó a la comisaría.
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