John Case - Código Génesis

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Una trepidante trama de acción en la que se investigan unos infanticidios perpetrados por un grupo extremista de la Iglesia Católica y que están relacionados con el nuevo nacimiento del Anticristo.

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– Comprobaré lo que dice -repuso. -Usted no es periodista, ¿verdad? -pregunto a continuación, casi con ternura.

– No.

– Y las personas a las que mató este hombre, ¿eran muy queridas por usted?

– Sí, muy queridas. -Mientras contestaba, Lassiter se sorprendió de que Della Torre hubiera empleado el plural. ¿Cómo sabía que Grimaldi había matado a más de una persona?

Della Torre permaneció en silencio unos segundos. Después dijo:

– ¿Sabe, Joe…? -Volvió a guardar silencio, para que Lassiter pudiera asimilar el hecho de que la fachada de Jack Delaney había quedado al descubierto. – ¿Sabe? -repitió Della Torre, -ya no hay nada que pueda hacer para recuperarlos.

– Lo sé -contestó Lassiter, -pero…

– Hablemos claro. Sé que ha estado en Zuoz; Gunther me lo ha dicho. Y sé lo que estuvo haciendo antes en Roma. Sé lo que hay en su corazón y, desde luego, no se lo reprocho.

De repente, Lassiter se sintió como una bomba de adrenalina.

– ¿Y qué? -replicó.

– Permítame que le haga una pregunta.

Lassiter asintió.

– ¿Cree usted en Dios?

Lassiter reflexionó unos segundos antes de contestar.

– Supongo que sí. Sí, creo que sí -dijo por fin.

– ¿Y cree que el bien emana de Dios?

Lassiter volvió a pensarlo.

– Supongo que sí.

– ¿Y el diablo?

– ¿Qué quiere decir?

– ¿Cree usted en el diablo?

– No -respondió Lassiter.

– En el mal, entonces. ¿Cree usted en el mal?

– Desde luego. Lo he visto con mis propios ojos.

– ¿Y de dónde emana entonces el mal si no es del diablo?

– No lo sé -repuso Lassiter, que empezaba a sentirse intranquilo. -Nunca he pensado en ello. Pero sé reconocerlo cuando lo veo. Y lo he visto.

– Todos lo hemos visto. Pero eso no es suficiente. Tiene que pensar en ello.

– ¿Por qué?

– Porque ésa es la razón por la que murieron su hermana y su sobrino.

La habitación palpitó con el peso del silencio mientras Lassiter intentaba comprender el auténtico sentido de las palabras del sacerdote.

– ¿Qué me está intentando decir? -inquirió al fin.

– Sólo lo que he dicho: que debería meditar sobre el origen del mal.

Lassiter movió la cabeza bruscamente de un lado a otro, como si eso pudiera ayudarlo a aclarar sus ideas.

– Si lo que me está diciendo es que Grimaldi es la encarnación del mal, ya lo sé. He visto de lo que es capaz.

– Eso no es lo que le estoy diciendo.

– Entonces ¿qué es? ¿Que el mal estaba en Kathy? ¿Que estaba en Brandon?

Della Torre lo observó en silencio durante lo que a Lassiter le pareció una eternidad. Después cambió bruscamente de tema.

– Permítame que le enseñe la iglesia -dijo al tiempo que se levantaba.

Lassiter siguió al sacerdote por un estrecho pasillo hasta la iglesia. Della Torre apretó un par de interruptores y el templo creció con la luz, aunque sus dimensiones reales seguían siendo inciertas. En lo alto, una hilera de pequeñas ventanas transmitía una extraña luz azul que envolvía a Della Torre. Durante un instante adquirió un aspecto fantasmal, como si estuviera hecho de humo en vez de carne y hueso.

– Rece conmigo, Joe. -El sacerdote atravesó el espacio que lo separaba del pulpito, una vieja estructura de madera ricamente ornamentada que, iluminada desde debajo, casi parecía flotar en el aire. Lassiter se sentó en uno de los bancos. Se sentía incómodo. Hacía mucho tiempo que no rezaba y realmente no deseaba hacerlo, sobre todo delante de Della Torre. De alguna manera, sabía que arrodillarse delante de este hombre podría ser peligroso.

Pero, aun así, se sentía tan solo… Y estar sentado allí le recordaba tiempos mejores, cuando él y Kathy se sentaban juntos en la catedral de Washington, «la séptima más grande del mundo». ¿Cuántas veces habrían oído las mismas palabras? Cientos de veces, puede que miles. Les encantaba la catedral, con sus vidrieras de colores y la música que lo envolvía todo, con sus misteriosas criptas, sus altísimos perfiles góticos y sus gárgolas, temibles y cómicas al mismo tiempo. Pero ahora todo eso quedaba atrás.

Nunca volvería allí.

Della Torre se alzaba delante de él en el pulpito, resplandeciendo en la luz, aunque de alguna forma resultaba demasiado sólido, como una estatua con las manos unidas en actitud de oración y la cabeza inclinada.

La luz se reflejaba en sus pómulos y se arremolinaba en sus rizos como una aureola. Era perfecto.

– Ya no hay lugar para el dolor -susurró Della Torre con voz lastimera, y su lamento resonó con tal magia que Lassiter tuvo la sensación de que el sacerdote estaba hablando dentro de su cabeza. -Ya no hay lugar para el dolor. -Della Torre apretó las palmas de las manos contra su pecho y levantó la mirada hacia el cielo. -Acudimos a ti en esta tu casa, Señor, para mostrarte el sufrimiento de uno de tus hijos. Libra su corazón de venganza, Señor, y vuelve a hacerlo tuyo, pues la venganza sólo a ti te pertenece. Recíbelo en tu corazón, Señor. ¡Líbralo del odio! Líbralo de todo mal.

Las palabras resonaron de tal manera que parecían envolverlo desde todas las direcciones al mismo tiempo.

– Acudimos a tu casa, Señor…

Scusi!

Della Torre se quedó paralizado en el púlpito, con la boca abierta, como un pez fuera del agua.

Scusi, Papa… -Un viejo borracho avanzaba por el pasillo con paso inseguro. Por un momento, pareció que iba a caerse, pero no lo hizo. Se arrodilló con un ademán beato, miró hacia el púlpito y se inclinó hacia adelante con tanto ímpetu que acabó golpeándose la frente contra el suelo.

Y entonces fue como si Della Torre se volviera loco. Agitó los brazos y le gritó al hombre caído:

Vaffanculo! Vaffanculo!

Y aunque Lassiter no sabía italiano, el tono de voz del sacerdote no dejaba lugar a dudas sobre el significado de sus palabras. Era más que «vete». Era más bien: «¡Vete a tomar por culo!» La cara de Della Torre se había transformado; sin su máscara apuesta y piadosa, su rostro revelaba toda la violencia que albergaba en su alma. Y, entonces, con la misma brusquedad con la que había desaparecido, la máscara reapareció. De nuevo Della Torre parecía lleno de compasión. Descendió del púlpito para ayudar al hombre.

Lassiter se unió a él en el pasillo.

– Ayúdeme a llevarlo a mi despacho -pidió Della Torre. -Lo conozco. Lo mejor será que llame a su mujer.

Entre los dos cogieron al hombre de los brazos y lo llevaron hasta el despacho. Pero, al entrar en la habitación, el borracho se deshizo de ellos agitando los brazos.

Papa! -gritó mientras golpeaba al sacerdote con el brazo. Della Torre se tambaleó. Mientras recuperaba el equilibrio, algo se le cayó del bolsillo.

Un frasco pequeño. Lassiter observó cómo rebotaba en las baldosas. Por fin se detuvo. Milagrosamente, estaba intacto. Lassiter se agachó para recogerlo y se quedó mirándolo sin poder creer lo que veía.

Era igual que el que la policía había encontrado en la ropa de Grimaldi. Lassiter recordó la primera vez que lo había visto, sentado con Riordan en un despacho del hospital. El frasco estaba en la bandeja metálica. Y también el cuchillo. El cuchillo con un delicado pelo rubio pegado a la sangre. El pelo de Brandon. Recordó las fotos policiales, el basto cristal con una cruz a cada lado, la tapa de metal con forma de corona.

– Gracias -dijo Della Torre extendiendo la mano. -Es sorprendente que no se haya roto.

Lassiter inclinó la cabeza.

– Ya es hora de que me vaya -anunció. -Si no voy a perder mi vuelo.

Y, antes de que el sacerdote pudiera decir nada, Lassiter ya estaba avanzando hacia la puerta. Della Torre lo siguió.

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