John Case - Código Génesis
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Además, empezaba a darse cuenta de que, realmente, el objetivo de Grimaldi no había sido Kathy, sino Brandon. Kathy había sido asesinada al defender la vida de su hijo, pero a Brandon le habían cortado el cuello de oreja a oreja, de una forma casi ritual, y, después…, después habían exhumado sus restos y los habían quemado hasta reducirlos a cenizas. Era Brandon, no Kathy.
Y no podía haberlo hecho Grimaldi, que estaba en el hospital.
Había sido otra persona quien había exhumado el cuerpo del niño y había prendido fuego a sus restos mortales. Y eso quería decir, casi con toda seguridad, que Grimaldi formaba parte de una conspiración. Eso prácticamente desechaba la teoría de Riordan, según la cual Grimaldi podía ser un lunático, alguien cuyas acciones resultaban imposibles de explicar porque no eran racionales. La experiencia le decía a Lassiter que los locos no conspiraban entre sí: simplemente actuaban. Y, cuando lo hacían, lo hacían solos.
La simple idea le daba dolor de cabeza. Ver los asesinatos como una conspiración lo cambiaba todo y alejaba todavía más la posibilidad de encontrar una respuesta. ¿Y qué relación podía tener todo aquello con Umbra Domini? Porque lo que estaba claro es que Umbra Domini le había pagado dinero a Grimaldi. Desde luego, le dolía la cabeza.
Lassiter se alojaba en un hotelito delante del puerto de Santa Lucia. Salió a la terraza de su habitación, con el teléfono en una mano y el auricular en la otra, y llamó a Bepi para ver si podía cenar con él al día siguiente. Mientras esperaba a que contestara, el sol se escondió detrás del Mediterráneo, como una mujer metiéndose en su bañera, rompiendo la superficie del agua con suavidad, muy lentamente, hasta desaparecer finalmente debajo de ella.
Bepi no contestaba. Lassiter marcó el teléfono de su busca y dio el número de teléfono del hotel de Nápoles para que Bepi lo llamara. Ya no podía hacer nada más. Y entonces se acordó del informe de prensa.
El informe incluía una cuidada presentación de lo que parecía ser una asociación transparente y benévola, una especie de club para el alma. Lassiter leyó la lista de asociaciones hermanadas con Umbra Domini, entre las que estaba Salve Cáelo. Pero el informe evitaba cualquier posible controversia y no había ninguna alusión al carácter extremista de la asociación.
Al contrario, se concentraba en las buenas obras y en el número cada vez mayor de miembros de la asociación. Estaba lleno de fotos de niños con grandes ojos jugando o escuchando atentamente sentados en las aulas de los colegios parroquiales patrocinados por Umbra Domini. Fotos de jóvenes recogiendo basura en un parque, ayudando a ancianos o ejerciendo de monaguillos. Fotos del antes y el después de iglesias restauradas, que competían por el espacio con imágenes de misioneros en la selva. Y, finalmente, una foto de un grupo de sonrientes musulmanes trabajando en una huerta en el «campo de refugiados» de Salve Cáelo en Bosnia.
El responsable de tantas buenas obras estaba retratado en varias fotografías a todo color. Y, si las fotos hacían justicia, pensó Lassiter, Silvio Della Torre podría trabajar en Hollywood. Era el sueño de cualquier mujer: un hombre con rasgos aniñados, pómulos altos, ojos de un sorprendente e intenso color azul y una amplia sonrisa irónica debajo de un halo de rizos negros como el azabache.
Además, el informe incluía un puñado de artículos periodísticos sobre las buenas obras de la asociación y varios perfiles en los que se elogiaba la personalidad de Della Torre. Los perfiles periodísticos hacían hincapié en los logros del sacerdote en las artes marciales y en la facilidad que tenía para los idiomas; hablaba seis o nueve idiomas, dependiendo del artículo. Como decía uno de los artículos: «El padre Della Torre puede competir con los mejores. Así que, ¡no bajes la guardia, Van Damme!»
El informe finalizaba con unas «directrices misionales» de un carácter sorprendentemente moderado. No se decía nada de las flagelaciones rituales ni del «imperialismo islámico» ni de los homosexuales. Al contrario, las directrices hacían hincapié en la importancia de los «valores familiares», la «cultura del cristianismo» y los «pilares básicos del catolicismo».
En suma, el informe de prensa resultaba soporífero, y Lassiter sucumbió ante sus efectos en la misma silla en la que estaba leyendo.
Cuando se despertó se sentía mejor, aunque su humor empeoró cuando paró a tomarse un café con leche en la cafetería que había al lado de la recepción del hotel. Un pequeño altavoz zumbaba con el ritmo irritante e implacablemente alegre del pop europeo. No entendía cómo podía gustarle a nadie esa música. Por lo menos, el café era muy bueno.
La iglesia de San Eufemio era muy pequeña. Los movimientos de tierra habían inclinado sus cimientos, de tal manera que no quedaba ningún ángulo arquitectónico realmente vertical. Estaba situada entre dos edificios mucho más grandes y modernos, y al ver la estructura inclinada de la iglesia, uno tenía la sensación de que sus dos vecinos estaban intentando deshacerse definitivamente de ella a base de empujones.
Una pequeña entrada conducía a dos enormes puertas arqueadas adornadas con tachones de metal, puertas tan viejas que la erosión había convertido la superficie de madera en una serie de surcos. Había visto las puertas en una fotografía incluida en el informe en la que aparecían abiertas de par en par, con una pareja de novios surgiendo desde la oscuridad del interior; Lassiter creía recordar que databan del siglo viii. Tocó la madera; parecía piedra.
Pero ahora las puertas no estaban abiertas y no veía ningún timbre ni ninguna aldaba, sólo una gran cerradura a la vieja usanza. Rodeó la iglesia y no tardó en encontrar una puerta lateral. Repasó por última vez sus palabras de presentación: «Jack Delaney… CNN… Nuevas tendencias en el catolicismo.»
Llamó a la puerta y, ante su sorpresa, le abrió Della Torre en persona. El líder de Umbra Domini vestía un jersey negro de cuello vuelto, pantalones negros y mocasines. Lassiter vio que, si eso era posible, Silvio Della Torre era todavía más apuesto de lo que parecía en las fotos. Al contrario que los actores que conocía, hombres que de alguna manera parecen más pequeños en carne y hueso, Della Torre era más grande de lo que había imaginado. El sacerdote era igual de alto que él, tenía los hombros anchos y aspecto atlético. No encajaba con la imagen mental que Lassiter tenía de un cura: un hombre de por lo menos sesenta años y el pelo canoso vestido con una sotana.
– Usted debe de ser Jack Delaney -dijo el sacerdote sonriendo. -Dante me dijo que vendría. Por favor, pase. -Hablaba un inglés impecable, sin nada de acento extranjero.
– Gracias.
Atravesaron una segunda puerta y accedieron a un elegante despacho escasamente amueblado. Lassiter se sentó en una silla Barcelona de cuero rojo delante de Della Torre, que a su vez se había acomodado detrás de un viejo escritorio de madera. Al recordar lo que le había comentado Massina sobre la habilidad de Della Torre para iluminarse a sí mismo durante la misa, Lassiter no pudo evitar fijarse en la sofisticada disposición de lámparas que había en el viejo techo de escayola y en la manera en que la luz caía sobre los cincelados rasgos del sacerdote.
– Tengo entendido que está preparando un reportaje para la CNN…
– Estamos estudiando la posibilidad.
– ¡Magnífico! A veces tengo la sensación de que los medios de comunicación nos evitan.
Lassiter se rió, tal y como Della Torre esperaba que lo hiciera.
– Seguro que exagera -dijo.
Della Torre se encogió de hombros.
– Quién sabe -repuso inclinándose hacia adelante. -Pero, ahora, eso es lo de menos. Usted está aquí. -Entrelazó los dedos de las manos, apoyó los codos sobre la mesa y descansó la barbilla en el dorso de las manos. – ¿Por dónde quiere empezar?
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