John Case - Código Génesis
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– Joe -dijo, – ¿qué ocurre? Por favor, ¡vuelva! Todavía tenemos algo que resolver.
Lassiter no se dio la vuelta. Siguió andando. Pero sus labios sí se movieron.
– Desde luego que sí -masculló.
CAPÍTULO 20
Lassiter no recordaba nada del camino de vuelta al hotel. Estaba demasiado ocupado pensando en Della Torre, intentando entender por qué le habría seguido la corriente con su farsa de Jack Delaney. De no haber hecho él la pregunta sobre Grimaldi, podrían haberse pasado horas hablando en círculos. Si Della Torre sabía quién era y lo que pretendía desde el primer momento, toda esa charada no tenía ningún sentido. ¿Por qué habría accedido a entrevistarse con él?
Al final, Lassiter decidió que Della Torre quería conocerlo, aunque sólo fuera para poder medir sus fuerzas. Y, al seguirle la corriente, el sacerdote le estaba enviando algún tipo de mensaje, alardeando de su posición de fuerza. De hecho, se había comportado como un matón de poca monta, abriéndose un poco la chaqueta para mostrarle el equivalente psicológico a un revólver escondido en el cinturón del pantalón.
O tal vez sólo quisiera mantenerlo ocupado un rato y realmente no le importara lo que pudiera pensar.
Esta última posibilidad se le ocurrió justo cuando el taxi se detenía delante de su hotel. Lassiter se bajó del taxi, le dio al conductor un puñado de liras y entró en el hotel. Al verlo, el conserje lo llamó.
– Signore!
Lassiter volvió la cabeza, pero siguió andando hacia el ascensor.
– ¿Sí?
El conserje abrió la boca, la cerró y la volvió a abrir. Por fin, levantó una mano y dijo:
– Benvenutu!
– Grazie -contestó Lassiter. – ¿Podría ir preparándome la cuenta? Bajo en un momento.
– Pero… signore.
Lassiter llamó al ascensor.
– ¿Sí? -preguntó.
– Quizá… -dijo el conserje saliendo de detrás del mostrador. -Si me hiciera el honor… -Movió la cabeza hacia el bar y lo obsequió con una mueca de complicidad.
Lassiter rechazó la oferta.
– Es demasiado pronto para mí -repuso.
– Claro. Pero…
– Lo siento. Tengo prisa.
La habitación de Lassiter estaba en el tercer piso, al final del pasillo. Mientras se acercaba oyó sonar un teléfono. Al darse cuenta de que el sonido salía de su habitación, pensó que sería Bepi. Se apresuró hacia la puerta, buscando en los bolsillos la tarjeta blanca de plástico que hacía las veces de llave, la introdujo en la ranura y esperó a que se encendiera la lucecita verde. La luz empezó a parpadear al mismo tiempo que el teléfono dejaba de sonar. Lassiter abrió la puerta. Dentro de la habitación, alguien dijo: «Pronto.»
¿Qué?
Había un hombre inmenso, prácticamente cuadrado, sentado delante del ordenador de Lassiter. Tenía el auricular del teléfono en la mano. Su masa resultaba desproporcionada para el tamaño de la silla. Al ver a Lassiter, devolvió el auricular a su sitio, respiró hondo y se levantó. Después avanzó hacia la puerta andando con naturalidad.
Lassiter no sabía qué decir. Por fin preguntó:
– ¿Quién diablos es usted? -Mientras lo decía, pensó que el hombre parecía un armario. Eso sí, un armario al que le hacía falta un buen afeitado.
– Scusi -respondió el hombre con una sonrisa ceñuda al tiempo que hacía el ademán de apartar a Lassiter para poder salir.
Todo de una forma muy suave y lenta, casi educada. Lassiter lo cogió de la manga.
– Un momento -dijo.
Y, de repente, los acontecimientos se aceleraron. Una bola de bolera, o algo parecido, lo golpeó en la cara, en toda la cara al mismo tiempo, y la cabeza se le llenó de luces centelleantes, como si estuviera rodeado por un enjambre de luciérnagas. Saboreó la sangre en su boca mientras se tambaleaba hacia atrás hasta chocar contra la pared. El aire se le escapó de los pulmones, y levantó los brazos para protegerse de lo que fuese que viniera después; un ademán optimista que no evitó que algo parecido a una apisonadora le aplastara el pecho. Una vez. Dos veces. ¡Otra vez!
Su cuerpo se llenó de señales luminosas de alarma, mientras miles de terminaciones nerviosas se quejaban a una y la habitación empezaba a parpadear como una bombilla demasiado vieja. O tal vez lo que se estaba apagando y encendiendo fuera su propia cabeza; no estaba seguro.
Algo pesado lo golpeó en el cuello y lo hizo caer de rodillas. Entonces vio un zapato oscuro moverse hacia atrás, como si estuviera a punto de golpear una pelota de fútbol. Lassiter vio el zapato con una claridad asombrosa: las borlas del empeine, los dibujos del cuero, las costuras…
Y entonces oyó un grito. Por un momento pensó que era él quien había gritado, pero, al mirar hacia arriba, vio a una de las mujeres que se encargaban de la limpieza. Estaba en la puerta, con los ojos y la boca abiertos de par en par. Lassiter empezó a decir algo, pero el zapato aceleró repentinamente y una forma borrosa chocó contra sus costillas. Sintió cómo los huesos se le astillaban. La mujer gritó por segunda vez. O puede que no, puede que esta vez fuera él. Pero no. Tenía que haber sido ella, porque él no tenía suficiente aire en los pulmones para expulsar el grito de su garganta. De hecho, ni siquiera podía hablar. Y, ahora que lo pensaba, tampoco podía respirar. El mundo entero se había quedado sin aire, y él se sentía como si se estuviera muriendo.
Y entonces, igual que había empezado, de repente todo acabó. El armario desapareció, y la mujer se puso a correr de un lado a otro del pasillo, gritando con todas sus fuerzas. Lo más probable era que le acabara de salvar la vida, y Lassiter debería haberse mostrado agradecido, pero le dolía demasiado el cuerpo para decir nada. Así que se levantó como pudo, cerró la puerta sin decir nada y avanzó tambaleándose hasta el cuarto de baño.
Cada aliento era como una cuchillada en el costado, así que intentó respirar tomando el menor aire posible mientras se sujetaba con las manos lo que parecía un amasijo de costillas astilladas. Llegó al lavabo. No sabía por qué, pero lo primero que hizo fue abrir el grifo. Y eso lo ayudó. El sonido lo ayudaba.
Luchando contra su vanidad, se inclinó hacia adelante y se miró en el espejo. La verdad, podría haber sido peor. Estaba hecho un asco, pero tampoco se notaba demasiado que le había pasado por encima una apisonadora. Era más bien como uno de esos golpecitos en los que se rompe un faro y se abolla una esquina del coche. Estaba sangrando por la nariz y tenía el labio roto. Se tocó un colmillo con la mano y, ante su sorpresa, el diente se le cayó en la boca. Lo escupió y el colmillo no tardó en desaparecer por el desagüe.
Se levantó la camisa hasta que vio la nube morada que se estaba formando en su costado derecho. Con mucho cuidado, se tocó el hematoma con las yemas de los dedos; casi se desmaya. El dolor rugió en su interior como una ola y, como una ola, rompió, salpicándole las entrañas con una fuerza insoportable. Totalmente pálido, Lassiter lanzó un quejido estrangulado de dolor que no acabó hasta que apretó los dientes con todas sus fuerzas. «Necesitas una radiografía -pensó Lassiter. -Y un dentista. Y Petidina. Y no precisamente en ese orden.»
Y, desde luego, no en Nápoles.
Aunque fuera demasiado tarde, ahora sabía por qué Della Torre le había seguido la corriente en la iglesia: el sacerdote quería mantenerlo ocupado mientras registraban su habitación.
Alguien llamó con urgencia a la puerta.
– ¡Señor Lassiter! ¿Está usted bien? Per favore… -instó una voz de hombre.
– Estoy bien -gritó Lassiter dolorosamente. -No se preocupe.
– ¿Está seguro, signore? La policía…
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