Stieg Larsson - La Reina En El Palacio De Las Corrientes De Aire

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Los lectores que llegaron con el corazón en un puño al final de La chica que soñaba con una cerilla y un bidón de gasolina quizás prefieran no seguir leyendo estas líneas y descubrir por sí mismos cómo sigue la sene y, sobre todo, qué le sucede a Lisbeth Salander.
Como ya imaginábamos, Lisbeth no está muerta, aunque no hay muchas razones para cantar victoria: con una bala en el cerebro, necesita un milagro, o el más habilidoso cirujano, para salvar la vida. Le esperan semanas de confinamiento en el mismo centro donde un paciente muy peligroso sigue acechándola: Alexander Zalachcnko, Zala. Desde la cama del hospital, y pese a su gravísimo estado, Lisbeth hace esfuerzos sobrehumanos para mantenerse alerta, porque sabe que sus impresionantes habilidades informáticas han a ser, una vez más, su mejor defensa.
Entre tanto, con una Erika Berger totalmente inmersa en las luchas de poder y las estrategias comerciales del poderoso periódico Svenska Morgon-Posten, en horas bajas tras el descenso de las ventas y de los anunciantes, Mikael se siente muy solo. Quizás Lisbeth le haya apartado de su vida, pero a medida que sus investigaciones avanzan y las oscuras razones que están tras el complot contra Salander van tomando forma, Mikael sabe que no puede dejar en manos de la Justicia y del Estado la vida y la libertad de Lisbeth. Pesan sobre ella durísimas acusaciones que hacen que la policía mantenga la orden de aislamiento, así que Kalle Blomkvist tendrá que ingeniárselas para llegar hasta ella, ayudarla, incluso a su pesar, y hacerle saber que sigue allí, a su lado, para siempre.

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– Pareces más joven.

– Ya lo sé -le respondió. Luego se quitó la toalla y la tiró a una silla. Se acercó a la cama y retiró la colcha.

Él se quedó observando fijamente sus tatuajes. Ella lo miró de reojo por encima del hombro.

– Esto no es ninguna trampa. Soy una mujer, estoy soltera y llevo aquí un par de días. Hace meses que no me acuesto con nadie.

– ¿Y por qué me has elegido a mí?

– Porque eras la única persona del bar que no parecía estar acompañada.

– Estoy casado…

– No quiero saber quién es, ni tampoco quién eres tú. Y no quiero hablar de sociología. Quiero follar. O te desnudas o vuelves a tu habitación.

– ¿Así, sin más?

– ¿Por qué no? Ya eres mayorcito y sabes lo que hay que hacer.

Él reflexionó medio minuto. Daba la sensación de que se iba a ir. Ella se sentó en el borde de la cama a esperar. Él se mordió el labio inferior. Luego se quitó los pantalones y la camisa y se quedó en calzoncillos, como si no supiera qué hacer.

– Todo -dijo Lisbeth Salander-. No pienso follar con alguien que lleve calzoncillos. Y tienes que usar condón. Yo sé con quién he estado, pero no con quién has estado tú.

Se quitó los calzoncillos, se acercó a ella y le puso una mano en el hombro. Lisbeth cerró los ojos cuando él se agachó y la besó. Sabía bien. Ella dejó que él la tumbara sobre la cama. Pesaba.

El abogado Jeremy Stuart MacMillan sintió cómo se le ponía el vello de punta en el mismo momento en que abrió la puerta de su bufete de Buchanan House en Queensway Quay, por encima de la marina. Le vino un olor a tabaco y oyó el crujir de una silla. Eran poco menos de las siete de la mañana y lo primero que le pasó por la cabeza fue que había sorprendido a un ladrón.

Luego percibió un aroma de café recién hecho que provenía de la cocina. Al cabo de unos segundos entró dubitativamente por la puerta, atravesó el vestíbulo y le echó un vistazo a su amplio despacho, elegantemente amueblado. Lisbeth Salander estaba sentada en la silla de su escritorio, dándole la espalda y con los pies apoyados en el alféizar de la ventana. El ordenador de la mesa estaba encendido y al parecer no había tenido problemas para averiguar su contraseña. Tampoco a la hora de abrir su armario de seguridad: sobre las rodillas tenía una carpeta con correspondencia y contabilidad sumamente privadas.

– Buenos días, señorita Salander -acabó diciendo.

– Mmm -contestó ella-. En la cocina tienes café recién hecho y cruasanes.

– Gracias -dijo él mientras suspiraba resignado.

Bien era cierto que había comprado el bufete con el dinero de Lisbeth y a petición de ella, pero Stuart no se esperaba que se le presentara allí sin previo aviso. Además, ella había encontrado -y, al parecer, leído- una revista porno gay que él escondía en un cajón.

¡Qué vergüenza! O tal vez no.

Por lo que se refería a las personas que lo irritaban, Lisbeth Salander se le antojaba la persona más intransigente que jamás había conocido, pero luego, por otra parte, ni tan siquiera arqueaba las cejas ante las debilidades de la gente. Ella sabía que, oficialmente, él era heterosexual, pero que su oscuro secreto consistía en que le atraían los hombres y que, desde que se divorciara, hacía ya quince años, se había dedicado a hacer realidad sus fantasías más íntimas.

¡Qué raro! Me siento seguro con ella.

Ya que se encontraba en Gibraltar, Lisbeth había decidido visitar al abogado Jeremy MacMillan, que se ocupaba de su economía. No se ponía en contacto con él desde principios de año y quería saber si, durante su ausencia, él la había estado arruinando.

Pero no urgía, y tampoco era la razón por la que había ido directamente a Gibraltar cuando fue puesta en libertad. Lo había hecho porque sentía una imperiosa necesidad de alejarse de todo, y, en ese sentido, Gibraltar era perfecto. Había pasado casi una semana borracha y luego unos cuantos días más acostándose con ese hombre de negocios alemán que acabó presentándose como Dieter. Dudaba de que ése fuera su verdadero nombre, pero no hizo ni el más mínimo intento por averiguarlo. Él se pasaba todo el día metido en reuniones. Por la noche cenaba con Lisbeth y luego subían a la habitación de él o de ella.

No era del todo malo en la cama, constató Lisbeth. Tal vez un poco falto de costumbre y, a ratos, innecesariamente bruto.

Lo cierto era que Dieter estaba asombrado de que ella se hubiese ligado así, sin más, a un hombre de negocios alemán con sobrepeso que ni siquiera había intentado ligar con nadie. En efecto, estaba casado y no solía ser infiel ni buscar compañía femenina cuando se encontraba de viaje. Pero cuando el destino le puso en bandeja a una delgada y tatuada chica le resultó imposible resistir la tentación, dijo él.

A Lisbeth no le preocupaba mucho lo que él dijera. Ella no tenía más intención que la de pasarlo bien en la cama, pero le sorprendió que él, de hecho, se esforzara en satisfacerla. Fue en la cuarta noche, la última que pasaron juntos, cuando a él le dio una crisis de ansiedad y empezó a comerse la cabeza sobre lo que su esposa le diría. Lisbeth Salander pensó que debería mantener el pico cerrado y no contarle nada a su mujer.

Pero no le dijo nada.

El ya era mayorcito y podía haber rechazado su invitación. No era problema de ella que él sintiera remordimientos o decidiera confesárselo todo a su mujer. Lisbeth yacía en la cama de espaldas a él y lo escuchó durante quince minutos hasta que, irritada, levantó la vista hacia el techo, se dio la vuelta y se sentó a horcajadas encima de él.

– ¿Crees que podrías dejar tu angustia de lado un momento y volver a satisfacerme? -preguntó.

Jeremy MacMillan era una historia muy distinta. Él no ejercía ninguna atracción sobre Lisbeth Salander. Era un canalla. Por raro que pudiera parecer, su aspecto físico era bastante similar al de Dieter. Tenía cuarenta y ocho años, encanto, algo de sobrepeso y un pelo rizado y rubio peinado hacia atrás y por el que empezaban a asomar algunas canas. Llevaba unas gafas con una fina montura dorada.

Hubo una vez en la que fue un jurista comercial de sólida formación «Oxbridge» y asentado en Londres. Tenía un futuro prometedor; era socio de un bufete al que contrataban grandes empresas así como advenedizos y forrados yuppies que se dedicaban a comprar inmuebles y a diseñar estrategias para evadir impuestos. Había pasado los felices años ochenta relacionándose con famosos nuevos ricos. Había bebido mucho y esnifado cocaína en compañía de personas junto a las que, en realidad, no habría querido despertarse al día siguiente. Nunca llegó a ser procesado, pero perdió a su mujer y a sus dos hijos, y fue despedido por haber descuidado los negocios y haberse presentado borracho en un juicio de reconciliación.

Sin apenas pensárselo, en cuanto se le pasó la borrachera huyó avergonzado de Londres. ¿Por qué eligió precisamente Gibraltar? No lo sabía, pero en 1991 se asoció con un abogado local y abrió un modesto bufete en un callejón que, oficialmente, se ocupaba de una serie de actividades poco glamurosas de reparto de bienes y testamentos. De forma algo menos oficial, MacMillan & Marks se dedicaba a establecer empresas buzón y a hacer de hombre de paja de diversos y oscuros personajes europeos. El negocio tiraba para delante hasta que Lisbeth Salander eligió a Jeremy MacMillan para que le administrara los dos mil cuatrocientos millones de dólares que le había robado al derrocado imperio del financiero Hans-Erik Wennerström.

Sin duda, MacMillan era un canalla. Pero Lisbeth lo consideraba su canalla, y él se había sorprendido a sí mismo manifestando una intachable honradez para con ella. Al principio lo contrató para una tarea sencilla. Por una modesta suma, él le creó una serie de empresas buzón que Lisbeth podría utilizar y en las que invirtió un millón de dólares. Contactó con él por teléfono, de modo que ella no era más que una lejana voz para él. MacMillan nunca le preguntó de dónde venía el dinero. Hizo lo que ella le pidió y le facturó un cinco por ciento del montante. Poco tiempo después, Lisbeth le pasó una cantidad mayor de dinero que él debería usar para fundar una empresa, Wasp Enterprises, que compró una casa en Estocolmo. De este modo, el contacto con Lisbeth Salander se volvió lucrativo, aunque para él no se tratara más que de calderilla.

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