Jonathan Kellerman - La Rama Rota

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Hay algo espectral en este caso. El suicidio de un violador de niños, una red oculta de pervertidos, todos ellos gente de clase alta, y una aterrada niña que podría atar cabos sueltos… si el psicólogo infantil Alex Delaware logra hacerle recordar los horrores de que ha sido testigo. Pero cuando lo hace, la policía parece falta de interés. Obsesionado por un caso que pone en peligro tanto su carrera como su vida, Alex queda atrapado en una telaraña de maldad, acercándose más y más a un antiguo secreto que hace que incluso el asesinato parezca un asunto limpio.

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– Earl y Halstead buscaron las cintas -estaba diciendo Kruger -, después de que los tuvieron atados. Los torturaron para que les dijeran dónde las habían escondido, pero ninguno de los dos habló. Hasltead se le quejó a Gus de que lo podría haber averiguado, pero que Earl se puso a trabajar en seguida con el cuchillo. Handler murió cuando le cortó el cuello, y la chica enloqueció y se puso a dar alaridos; tuvieron que meterle algo en la boca. Se ahogó, y entonces Earl acabó con ella, jugó con ella.

– Pero usted, al fin, encontró las cintas, ¿no es así Timmy?

– Sí. Las habían guardado en casa de su madre. Las obtuve gracias a su hermano drogadicto, usando heroína como señuelo.

– Cuénteme más.

– Eso es todo. Trataron de apretarle los tornillos a Gus. Les pagó en una o dos ocasiones, grandes cantidades, pues yo vi los billetes… pero sólo era para darles falsa confianza. Ya desde el principio no tuvieron la menor oportunidad. Nunca recuperamos el dinero, pero no creo que eso le importase. Era una gota en el depósito. Además, el dinero no parece ser lo que mueve a Gus: vive de un modo muy simple, le gusta la comida sencilla. Y cada día llega mucha pasta. Del gobierno: tanto el del estado como el federal. Y donaciones privadas. Por no mencionar los miles que los pervertidos le pagan por sus placeres. Una parte la guarda en algún lugar, pero jamás le he visto hacer nada extravagante. Lo que él busca es el poder, no la pasta.

– ¿Dónde están las cintas?

– Se las di a Gus.

– ¡Venga ya!

– Se las entregué a él. Me mandó a un recado y yo cumplí.

– Ésta es una rodilla que parece muy resistente. Es una pena pulverizarla y dejarla hecha papilla de hueso.

Puse el pie en la parte de atrás de una de sus rodillas e hice presión. Eso le hizo levantar la cabeza, seguro que le dolía.

– ¡Pare! De acuerdo, hice unas copias. Tenía que hacerlo; para tener una agarradera. ¿Y si Gus quería sacarme un día de su camino? Quiero decir que ahora soy su ojito de la cara, pero uno nunca sabe lo que puede pasar mañana, ¿no?

– ¿Dónde están?

– En mi alcoba. Pegadas con esparadrapo a la parte de abajo del colchón.

– No se vaya -le liberé la rodilla.

Chirrió los dientes como un tiburón atrapado en una red.

Encontré tres cassettes sin marcas donde me había dicho, me las metí en el bolsillo y regresé.

– Dígame algunos nombres. De los perversos de la Brigada.

Los recitó como si fuera un chico, en un examen aprendido de memoria. De un modo automático. Nervioso. Con la lista aprendida de carrerilla.

– ¿Alguno más?

– ¿No son suficientes?

En eso tenía razón. Había citado a un director de cine bien conocido, a un ayudante del fiscal del distrito, un político importante, uno de esos que deberían estar tras las escenas pero que lograba permanecer en el candelero, abogados de grandes empresas, doctores, banqueros, grandes propietarios de terrenos. Hombres cuyos nombres acostumbraban a aparecer en la prensa cuando donaban algo o les daban un premio por sus actos humanitarios. Hombres cuyos nombres en una lista de adhesiones a una candidatura política significaban votos. Había como para poner por un tiempo a la alta sociedad de Los Ángeles boca abajo.

– ¿No irá a olvidar todo esto cuando la policía le interrogue, Tim?

– ¡No! ¿Por qué iba a hacerlo? Quizá si coopero logre inmunidad… me dejen libre.

– No va a salir usted libre. Acéptelo. Pero al menos – añadí -, no acabará fertilizando el campo de coles de McCaffrey.

Consideró esto. Debía de resultarle difícil considerar lo bien que estaba, con las cuerdas erosionándole las muñecas y tobillos.

– Escuche -me dijo -. Yo le he ayudado a usted. Ahora ayúdeme a mí, a lograr un trato. Cooperaré… yo no he matado a nadie.

El poder que me atribuía era ficticio. Pero, de todos modos, lo utilicé.

– Haré lo que pueda -le dije magnánimamente -, pero en buena medida depende de usted. Si la niña Quinn sale de esto con bien, abogaré por usted. De lo contrario, lo tiraré al retrete.

– ¡Entonces vaya allí, por Dios! ¡Sáquela de ese lugar! No le doy más de un día. Gus se ocupará de ello: tendrá un accidente y jamás hallarán el cadáver. Es cuestión de tiempo. Gus está seguro de que ella ha visto demasiado.

– Dígame cómo puedo sacarla de allí sana y salva. Apartó la vista.

– Le mentí acerca de dónde estaba. No es en el edificio más alejado, sino en el anterior, el que tiene la puerta azul. Una puerta de metal. Tengo la llave de la cerradura en mis pantalones claros. Están colgados en el armario de mi habitación.

Le dejé, fui a buscarla y regresé haciendo oscilar la llave.

– Lo está haciendo muy bien, Tim.

– Estoy siendo sincero con usted. Sólo le pido que me ayude.

– ¿Hay alguien con ella?

– No. No hay necesidad. Will la tiene bajo sedantes. La mayor parte del tiempo está sin sentido, o dormida. Mandan a alguien a que la alimente, a limpiarla. Está atada a la cama. La habitación es un bloque sólido de cemento. Ünicamente hay una salida… a través de la puerta. Sólo hay un tragaluz, que tienen abierto. Si se cierra, quien esté dentro muere sofocado en cuarenta y ocho horas.

– ¿Podría entrar Will Towle en La Casa sin levantar sospechas?

– Seguro. Tal como le dije, tiene guardia las veinticuatro horas del día, por si los Caballeros se portan demasiado mal con los crios. La mayor parte de las veces no es nada grave: rasguños, moretones. A veces a los crios les da un ataque y entonces les da Valium o Mellaril, o una dosis de Thorazine. Sí, él podría aparecer por allí en cualquier momento.

– Bien. Va usted a llamarle, Tim. Le va a decir que tiene que hacer una de esas visitas de emergencia. Quiero que entre en La Casa una media hora después de que oscurezca… digamos que a las siete treinta. Asegúrese que estará en punto. Y solo. Quiero que suene convincente…

– Resultaría más convincente si pudiera moverme un poco.

– Tendrá que contentarse con lo que tiene. Tengo confianza en usted, use su experiencia dramática. Lo hizo usted muy bien como Bill Roberts.

– ¿Cómo lo sa…?

– No lo sabía. Fue una buena suposición. Usted es un actor bien enseñado, así que era perfecto para ese papel. ¿También incluía el personaje el matar a Hickle?

– Eso es historia pasada -me contestó-. Sí, yo hice la llamada. El montarlo todo en su oficina fue idea de Hayden, una de sus bromas. Es un tío con muy mala leche. Con un sentido del humor muy retorcido. Pero, como le he dicho antes, yo nunca he matado a nadie. En lo de Hickle, ni estaba allí. De eso se ocuparon Hayden y el primo Will. Ellos, y Gus, decidieron cerrarle la boca… la misma historia de siempre, supongo. Hickle era miembro de la Brigada, uno de los primeros. Pero además trabajaba en su tiempo libre a los niños del parvulario de su esposa.

«Recuerdo que, después de que lo detuviesen, los tres se reunieron para hablar de ello. Gus estaba gritando airado: "¡Ese estúpido cabezota! ¡Yo le suministro a ese cabeza de chorlito el bastante coño sin pelos como para tenerlo sonriendo todo el resto de su vida, y va y hace una cosa tan estúpida como ésa!" Tal como veo yo la cosas, a Hickle siempre lo habían considerado como débil y estúpido, fácilmente influenciable. Estaban seguros de que, una vez empezase a hablar de lo del jardín de infancia, ya no sabría cerrar la boca y haría que todo se fuera al traste. Tuvieron que liquidarlo.

»E1 modo en que lo hicieron fue que Hayden le llamara y le dijese que tenía buenas noticias. Hickle le había pedido a Hayden que tratase de enchufarle con el fiscal del distrito, lo cual ya demuestra lo tonto que era. Quiero decir que, en ese momento, Hickle era noticia de primera página. Y sólo el admitir que uno lo conocía era ya llenarse de mierda. Pero él había llamado a Hayden, para pedirle ayuda. Hayden hizo ver que iba a ayudarle. Y un par de días después le llamó y le dijo que sí, que tenía buenas noticias, que podía enchufarle. Se encontraron en casa de Hayden, muy en secreto, sin nadie por allí. Por lo que he podido descubrir, Will le puso algo en el té… ese tipo no bebía alcohol. Algo que uno podía controlar perfectamente en el tiempo y cuyos efectos desaparecían, de modo que era muy difícil descubrir trazas, a menos de que uno lo estuviera buscando específicamente. Will calculó la dosis, es muy bueno con esto. Y cuando Hickle hubo perdido el conocimiento lo trasladaron a la casa de usted. Hayden forzó la cerradura, es todo un manitas, incluso hace espectáculos de magia para los niños en La Casa. Se disfraza de payaso, Blimbo el Payaso, y hace sus juegos de manos.»

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