Jonathan Kellerman - La Rama Rota

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Hay algo espectral en este caso. El suicidio de un violador de niños, una red oculta de pervertidos, todos ellos gente de clase alta, y una aterrada niña que podría atar cabos sueltos… si el psicólogo infantil Alex Delaware logra hacerle recordar los horrores de que ha sido testigo. Pero cuando lo hace, la policía parece falta de interés. Obsesionado por un caso que pone en peligro tanto su carrera como su vida, Alex queda atrapado en una telaraña de maldad, acercándose más y más a un antiguo secreto que hace que incluso el asesinato parezca un asunto limpio.

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A las siete veintitrés oí el ruido de un motor que se acercaba. Un minuto más tarde aparecieron los faros cuadrados delanteros del Lincoln, a medio kilómetro carretera arriba. Salté fuera del coche, corrí a ocultarme en el matorral y me quedé allá acurrucado, conteniendo el aliento.

Vio el coche vacío demasiado tarde y tuvo que frenar en seco, con gran chirrido de los neumáticos. Dejó el motor en marcha, con las luces puestas, y caminó al largo haz de éstas, maldiciendo. El cabello blanco brillaba plateado. Vestía un blasier cruzado, color negro carbón, sobre una camisa blanca con el cuello desabrochado, así como pantalones negros de franela y zapatos blancos y negros de golf, con adornos colgando del empeine. Ni una mancha, ni una arruga.

Pasó una mano a lo largo del flanco del pequeño coche, tocó el capó y se inclinó hacia el interior, por la abierta puerta del lado del conductor.

Fue entonces cuando me puse en pie, silencioso en mis zapatos de crepé, salté hacia él y le puse el cañón del revólver entre los omoplatos.

Por cuestiones tanto estéticas como de principios, odio las armas de fuego. Mi padre las adoraba, las coleccionaba. Primero tuvo las Luger que se había traído a casa como recuerdos de la Segunda Guerra Mundial. Luego fueron los rifles de caza mayor, las escopetas, las pistolas automáticas compradas en las tiendas de empeños, un viejo y herrumbroso Colt 45, pistolas italianas de aspecto letal, con largos cañones y cachas grabadas, pequeñas calibre 22 de acero pavonado. Todas ellas amorosamente expuestas en el salón de juegos, tras el cristal de una gran caja expositora en madera de cerezo. La mayor parte de ellas cargadas, y el viejo jugueteando con ellas mientras veía la tele. Y llamándome a su lado para mostrarme los detalles de construcción, las bellezas de su ornamentación; y hablarme de la velocidad en la recámara, del calibre, las estrías del cañón, el largo de éste, la capacidad del barrilete o cargador. El olor del aceite de máquina. El olor de cerillas quemadas que impregnaba sus manos. De pequeño tenía pesadillas en las que las armas dejaban sus perchas en la exposición, con animales que se escapasen de sus jaulas, adquiriendo instintos propios, ladrando y gruñendo…

En una ocasión tuvo una pelea con mi madre, una de esas aparatosas y muy gritonas. Lleno de ira, había ido a la vitrina y había tomado lo primero que le había venido a mano… una Luger. Teutónicamente eficiente. La había apuntado con ella. Aún lo podía ver: ella gritando, «¡Harry!»; y él dándose cuenta de lo que estaba haciendo… horrorizado, dejando caer el arma como si fuera un ser marino venenoso; abrazándose a ella, tartamudeando excusas. Nunca volvió a hacerlo, pero el recuerdo de aquello le cambió, los cambió… y me cambió. Yo, con mis cinco años de edad, agarrado a mi mantita, que lo había visto todo, medio oculto por la puerta. Desde entonces he odiado las pistolas. Pero, en aquel momento, me encantaba la sensación de agarrar el revólver calibre 38 mientras lo hundía contra la tela del blasier de Towle.

– Entre en el coche – susurré-. Siéntese tras el volante y no se mueva o le reviento las tripas a balazos.

Me obedeció. Rápidamente corrí hasta el asiento del pasajero y me senté junto a él.

– ¡Usted! -exclamó.

– Ponga en marcha el motor -le clavé la pistola en el costado, con más fuerza de lo necesario.

El cochecito tosió, poniéndose en marcha.

– Llévelo al costado de la ruta, de modo que la puerta del conductor quede pegada contra aquella roca. Luego apague el motor y tire las llaves por la ventana -hizo lo que le ordenaba, con su noble perfil sereno.

Salí y le ordené que hiciera lo mismo. Del modo en que le había hecho aparcar, la salida por su lado quedaba bloqueada por quince metros de granito. Se deslizó hasta el lado del pasajero y se quedó, quieto y estoico, junto al camino.

– Las manos arriba.

Me dio una mirada de superioridad y obedeció.

– Esto es indignante -se quejó.

– Use una mano pasa sacar sus llaves del coche del bolsillo, y tírelas suavemente al suelo, hacia aquí -apunté a un lugar a unos tres metros de distancia. Manteniéndole apuntado con el revólver, las recogí.

– Camine hacia su coche, coloqúese en el asiento del conductor. Ponga las dos manos en el volante, donde yo las pueda ver.

Le seguí hasta el Lincoln. Me metí en la parte de atrás, justo detrás de él y le coloqué el cañón de la pistola en la parte hueca que hay en la base del cráneo.

– Usted conoce la anatomía humana -le dije suavemente-. Una bala en la medulla oblongata y las luces se apagan para siempre.

No dijo nada.

– Ha hecho usted un trabajo excelente para echar a perder su vida y la de un montón de gente. Y ahora todo eso le va a caer encima. Lo que le voy a ofrecer es una posibilidad de redimirse, en parte. Por una vez salvar una vida, en lugar de destruirla.

– He salvado muchas vidas en el curso de la mía. Soy médico.

– Lo sé. Es usted un santo sanador. ¿Dónde estaba usted cuando había que haber salvado a Cary Nemeth?

Un sonido seco, como un graznido, surgió de muy dentro de él. Pero mantuvo su compostura.

– Lo sabe todo, ¿no es así?

– Casi todo. El primo Tim puede ser un verdadero charlatán cuando las circunstancias lo requieren -le di algunos ejemplos de lo que sabía. Seguía sereno, estoico, con las manos fundidas al volante, como un maniquí de cabello cano, colocado para una exhibición. Seguí-: Usted ya conocía mi nombre antes de que fuera a verle, por lo de Hickle. Así que, cuando le llamé me invitó a ir a su consulta, para ver cuánto me había contado Melody. Entonces aquello no tuvo sentido para mí, el que un pediatra muy atareado buscara el tiempo necesario para recibirme y tener una charla cara a cara. Todo lo que hablamos allá lo podríamos haber dicho por teléfono. Pero usted quería sonsacarme. Y luego trató de bloquear mi camino.

– Usted tenía la reputación de ser un joven muy persistente – me explicó-. Y las cosas se estaban acumulando.

– ¿Las cosas? ¿No querrá decir los cadáveres?

– No hay necesidad de ser melodramáticos -hablaba como uno de esos androides que tienen en Disneylandia: con una voz plana, sin inflexiones, desprovista de toda duda.

– No estoy intentándolo ser. Pero sucede que aún me ponen nervioso los asesinatos múltiples: el niño Nemeth, Elena Gutiérrez, Morry Bruno. Y ahora Bonita Quinn y el bueno de Ronnie Lee.

A la mención de este último nombre tuvo un pequeño, pero visible sobresalto.

– ¿Acaso la muerte de Ronnie Lee le preocupa particularmente?

– No conozco ese nombre. Eso es todo.

– Ronnie Lee Quinn. El ex marido de Bonita y padre de Melody. R.L. Un tipo rubio, alto, con aspecto de loco, con un lado del cuerpo deforme. Hemipáresis. Con el acento sureño de McCaffrey seguro que el R.L. lo pronunciaba como si fuera Earl.

– ¡Ah! -dijo, complacido de que las cosas volvieran a tener sentido de nuevo-. Un tipo repugnante. No se lavaba. Recuerdo haberle visto una o dos veces.

Protoplasma- que- no- vale- una- mierda, ¿no es así?

– Es usted quien lo ha dicho.

– Era uno de los matones de McCaffrey de los tiempos de Méjico, lo había traído aquí para que le hiciera uno o dos trabajillos sucios. Probablemente quería ver a su hija, así que McCaffrey la halló a ella y a Bonita, para tenerlo contento. Luego se le ocurrió cómo podría encajarla a ella también. No era muy brillante esa Bonita, ¿verdad? Seguro que pensó que usted era Santa Claus, cuando le consiguió aquel trabajo de encargada en la propiedad de Minassian.

– Estaba agradecida -dijo Towle.

– Le estaba haciendo un gran favor. La puso allí para así poder tener acceso al apartamento de Handler. Siendo la encargada, ella tenía una llave maestra. Y entonces, la siguiente vez que está en su consulta para la visita de Melody, va y «pierde» su bolso. Es fácil hacerlo, la señora tiene la mente a pájaros. Siempre estaba en las nubes, así es como me lo dijo la recepcionista de su consultorio. Siempre estaba perdiendo cosas. En tanto, usted se hace con la llave, y los monstruos de McCaffrey pueden entrar a por todo lo que buscan: mirar de encontrar las cintas, hacer unos cuantos cortes y rajas. Y todo sin que la pobre Bonita abra boca, ni siquiera cuando ya no sirve para nada más y acaba como abono para la cosecha de verduras de la próxima temporada. Una mujer sin importancia. Más protoplasma- que- no- vale- una- mierda.

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