Jonathan Kellerman - La Rama Rota

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Hay algo espectral en este caso. El suicidio de un violador de niños, una red oculta de pervertidos, todos ellos gente de clase alta, y una aterrada niña que podría atar cabos sueltos… si el psicólogo infantil Alex Delaware logra hacerle recordar los horrores de que ha sido testigo. Pero cuando lo hace, la policía parece falta de interés. Obsesionado por un caso que pone en peligro tanto su carrera como su vida, Alex queda atrapado en una telaraña de maldad, acercándose más y más a un antiguo secreto que hace que incluso el asesinato parezca un asunto limpio.

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– ¿Earl era su hombre de confianza en Méjico?

– Aja. Supongo que era el que movía toda la mierda. Seguía a Gus como un perrito. El tipo hablaba español como un demente… quiero decir que tenía buen acento, pero que todo lo que decía era incomprensible… estamos hablando de alguien con el cerebro dañado. Un robot con muchos tornillos sueltos.

– De todos modos, McCaffrey lo hizo asesinar. Kruger hizo lo más aproximado a alzarse de hombros que le permitían las cuerdas.

– Ya irá conociendo a Gus. Es frío. Ama el poder. Métase en su camino y está perdido. Todos esos matones no tenían ninguna posibilidad.

– ¿Cómo se lo montó tan rápido en Los Ángeles.

– Enchufes.

– ¿El primo Willie?

Dudó. Le hurgué con la 38.

– Sí, él. Y el juez Hayden. Y algunos otros. Uno parecía llevarle a otro. Cada uno de ellos conocía al menos a otro pervertido oculto. Resultaba asombroso cuanta gente de esa hay. El que el primo Will lo fuera resultó una sorpresa para mí, porque lo conocía muy bien. Siempre me pareció un tipo de esos tan rectos, más cristianos que Cristo. Mis padres siempre me lo ponían como un ejemplo a seguir: el bueno y famoso primo médico -rió roncamente-. Y el tipo es un jodeniños. Más risas.

– Aunque la verdad es que no puedo decir que le haya visto llevarse un chico a casa… yo era el que preparaba las salidas y nunca le preparé una a él. Lo único que es que les ponía parches a los chicos dañados siempre que le llamábamos. De todos modos, debe de estar tan enfermo como los otros pues de lo contrario, ¿para qué le iba a estar lamiendo el culo a Gus?

Ignoré la pregunta y le hice una mía:

– ¿Cuánto tiempo hacía que duraba el chantaje?

– Algunos meses. Como ya le he dicho, filtrábamos a los chicos, para asegurarnos de que no hablaran. En una ocasión metimos la pata. Había un chico, un huérfano, justo perfecto. Todo el mundo pensaba que era mudo. Jesús, a nosotros nunca nos habló. Le hicimos tests de audición y palabra, el gobierno paga todas esas cosas, y los resultados siempre eran los mismos. Mudo. Estábamos seguros, y nos equivocamos. El chico hablaba, ya lo creo. Le contó todo a la profesora. Ella no se lo podía creer, y se lo contó al primo Will, que era el médico del crío. No sabía que él también estaba metido en el asunto, y que se lo contaría a Gus.

Y Gus hizo que lo mataran. A Cary Nemeth.

– ¿Y qué pasó entonces?

– Lo aplastaron con un camión. Lo sacaron de la cama en medio de la noche, debió ser hacia las doce. Nadie va por allá a esas horas. Lo dejaron en la carretera, caminando. En pijama. Recuerdo el pijama: era amarillo con dibujos de pelotas de béisbol y guantes. Yo… yo podría haber intentado pararlo, pero al final no hubiera servido de nada: el chico sabía demasiado, de modo que tenía que desaparecer. Así de simple. Lo hubieran hecho más tarde y luego, probablemente, me hubieran liquidado a mí. Fue un error hacer aquello con un crío tan pequeño. A sangre fría. Yo iba a decir algo, pero Gus me apretó el brazo. Me dijo que me callara. Yo quería gritar. El niño caminaba por la carretera, él solito, medio dormido, como si todo fuera un mal sueño. Me quedé callado. Halstead se metió en el camión lo llevó camino abajo. Lo podía oír acelerando el motor, más allá de la curva. Regresó a toda marcha, con las luces largas puestas. Le dio al chico por atrás. Ni se enteró de lo que le pasaba, estaba medio dormido.

Dejó de hablar, jadeante, y cerró los ojos.

– Gus habló de cargarse a la maestra en ese mismo momento, pero decidió esperar, para ver si se lo había contado a alguien más. Hizo que Halstead la siguiese. La estuvo vigilando en su casa, pero ella no estaba allí, sólo su compañera de cuarto. Halstead quería secuestrar a la compañera y hacerla hablar a golpes, para ver si sabía algo. Pero entonces vio que volvía la maestra, acompañada por un tipo; era Handler, iba a recoger sus cosas. Como si se estuviera trasladando a vivir con él. Halstead le informó de esto a Gus. Las cosas se estaban complicando. Los siguieron vigilando a los dos y al fin les vieron reunirse con Bruno. Conocíamos a Bruno… se había presentado voluntariamente para La Casa, parecía un gran tipo. Muy extravertido, los chicos le querían mucho. En aquel momento quedó bien claro que era un espía. Y ya eran tres bocas las que tenían que ser cerradas.

»Las llamadas llegaron algunos días más tarde. Era Bruno, disimulando su voz, pero sabíamos que era él. Diciéndonos que tenía cintas del chico Nemeth, contándolo todo. Incluso nos pasó unos segundos por el teléfono. Eran unos aficionados, no sabían que, desde el principio, Gus los tenía a todos en el punto de mira. Era patético.»

Desde luego, patético era la palabra adecuada para aquella situación. Tómese una buena chica del barrio, Elena Gutiérrez, atractiva y llena de vida. Algo materialista, pero de buen corazón. Una maestra de muchas dotes. Deprimida por su trabajo, quemada, busca la ayuda del doctor Morton Handler, psiquiatra y psicópata. Acaba metiéndose en la cama con Handler, pero sigue contándole sus problemas… y el más importante de ellos es el de un chico que nunca antes habló, pero que de repente se le suelta la lengua y le cuenta cosas terribles acerca de la gente rara que le hace cosas malas. Se abre con la señorita Gutiérrez, porque ella parece amable y comprensiva. Tenía auténtico talento para hacer que confiasen en ella, había dicho Raquel Ochoa. Un talento para trabajar con los que no respondían con ningún otro. Un talento que a Elena le había costado la vida. Porque lo que no era sino una tragedia humana, a Morton Handler le había olido a negocio provechoso. Cosas feas en la alta sociedad… ¿qué otra cosa podía resultar más morbosa?

Naturalmente, Handler piensa en estas cosas, pero se las guarda para sí. Después de todo, quizás el crío se lo esté inventando todo. Quizás Elena se está pasando en su reacción, ya sabemos cómo son las mujeres, especialmente las latinas… así que le dice que siga escuchando, enfatiza el buen trabajo que ella está llevando a cabo, el gran punto de apoyo que es para el crío. Y espera al momento adecuado.

¿No debería informar de esto a alguien?, le pregunta ella. Espera, cariño, sé cauta, hasta que sepas más. Pero el niño solloza pidiendo ayuda, pues los hombres malos aún andan tras él… y Elena toma la responsabilidad de ir a ver a su médico. Y en ese momento firma su sentencia de muerte.

Cuando Elena sabe lo de la muerte del niño, sospecha la terrible verdad, y se derrumba. Handler la atiborra de tranquilizantes, la calma. Y, entretanto, su mente psicópata va marchando, clic clic, porque ahora ya sabe que de aquello se puede conseguir dinero.

Entra en escena Maurice Bruno, compañero psicópata, antiguo paciente, nuevo compañero. Un tío muy hábil. Handler lo recluta y le ofrece una parte del botín, si se infiltra en la Brigada de Caballeros y se entera de todo lo que pueda: nombres, fechas y lugares. Elena quiere llamar a la policía, Handler la acalla con más pastillas y palabrería. La policía es muy poco efectiva, cariño. No harán nada al respecto. Lo sé por experiencia. Lentamente, de un modo gradual, consigue que ella esté de acuerdo con el plan de hacerles chantaje. Ése es el modo adecuado de castigarlos, le asegura. Darles donde les duele. Ella le escucha, tan insegura, tan confusa. Hay algo que no le parece correcto en el aprovecharse de la muerte de un niño, inerme, pero también es cierto que nada va a devolverlo a la vida, y Morton parece saber de lo que habla. Es muy persuasivo y, además, ahí está aquel Datsun 280ZX que ella siempre ha ambicionado, y aquella ropa que vio la semana anterior en los almacenes Neiman-Marcus. Nunca se va a permitir todo aquello con el maldito salario que le paga la maldita escuela. Y, en cualquier caso, ¿quién infiernos he hecho alguna vez algo por ella, La caridad bien entendida empieza por uno mismo, como siempre dice Morton, y quizá tenga razón en eso…

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