Robin Cook - ADN

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En el hospital más grande de Nueva York tiene lugar una serie de muertes, ante los ojos de la doctora encargada de las autopsias, inexplicables. El único punto en común entre los pacientes muertos -todos gozaban de muy buena salud- es que pertenecían al mismo seguro médico. Es la primera pista de una terrible historia en la que medicina, adelantos científicos y negocios se enfrentan en una trama de gran suspense…

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Por un momento, Laurie vaciló y se preguntó si no sería mejor dar un rodeo por la calle Treinta, donde estaba la entrada trasera de la oficina. Observó las furgonetas. Solo había tres, y ninguna tenía desplegadas las antenas, lo cual indicaba que no se disponían a emitir. Conjeturando que lo que las había llevado hasta allí no debía de ser material de primera plana, Laurie subió la escalinata y entró. Una docena de periodistas y varios cámaras se habían acomodado en el vestíbulo.

Saludando a Marlene, que siempre iba algunas horas los sábados por la mañana, Laurie intentó cruzar la zona de recepción para que ella le abriera. Inmediatamente, un reportero la reconoció y le salió al paso metiéndole un micrófono bajo la nariz. Los cámaras se echaron sus aparatos al hombro, y se encendieron unos cuantos focos que bañaron de luz el vestíbulo.

– Doctora, ¿le gustaría hacer algún comentario acerca del accidente? -preguntó el periodista mientras los demás se amontonaban alrededor, micrófono en mano-. En su opinión, ¿se trata de un suicidio o es que alguien empujó a los dos chicos?

Laurie se quitó el micro de delante.

– No tengo ni idea de lo que me están preguntando. Además, cualquier información que salga de esta oficina ha de recibir antes el visto bueno de su director, de su segundo o del Departamento de Relaciones Públicas. Eso es algo que ustedes ya saben.

Dicho lo cual se abrió camino hacia la sala de identificación haciendo caso omiso al alud de preguntas que la perseguía. Para su alivio, vio a Robert a través del cristal, y con su ayuda consiguió entrar y cerrar la puerta a su espalda dejando a los periodistas plantados en el vestíbulo.

– Gracias, Robert -dijo Laurie quitándose el abrigo.

– No son más que una manada de hienas -contestó el jefe de seguridad.

– ¿Qué ha ocurrido?

– Un par de adolescentes fueron arrollados por el metro.

Laurie torció el gesto. Aquel panorama le iba a resultar emocionalmente duro y la sorprendió que no la hubieran llamado durante la noche. Por suerte, los forenses disponibles en ese momento eran competentes y tenían la experiencia suficiente para encargarse de los casos más peliagudos. Se trataba de residentes de Patología que se ganaban un dinero extra trasnochando.

– ¿Se ha procedido a la identificación?

– Sí. Se hizo todo durante la noche.

Laurie se alegró. Para ella, el proceso de identificación resultaba lo más desagradable, especialmente tratándose de niños porque invariablemente suponía tratar con unos padres destrozados.

Laurie pasó a la oficina de identificación y le agradó comprobar que su guardia coincidía con la de Marvin. Este ya había preparado café y dispuesto las carpetas de los casos que se habían presentado y tenía una de ellas delante.

Laurie y Marvin intercambiaron un saludo de bienvenida y se sirvieron una taza de café.

– Parece que vamos a tener un día muy ocupado -dijo Laurie contemplando los expedientes.

– Eso me temo -convino Marvin, que golpeó con los nudillos la carpeta que tenía frente a sí-. Además, nos ha llegado otro de esos extraños casos de fallecimiento postoperatorio del Manhattan General.

– ¿Lo dices en serio?

– Viene con una nota de Janice.

Laurie la leyó rápidamente. Resumía el perfil de Patricia Pruit y daba respuesta a las preguntas más pertinentes. Laurie contuvo el aliento. Suponiendo que no encontrara ninguna patología evidente, su serie sumaría catorce casos, de los cuales ocho correspondían al Manhattan General. Aquello no podía continuar.

– Hagamos primero a Pruit -dijo.

– ¿Cómo? ¿Antes que esos dos chicos? -inquirió Marvin-. ¿Has visto a toda la prensa que hay ahí fuera?

– La he visto, y podrá esperar un poco más -contestó Laurie, deseosa de confirmar lo antes posible que Pruit formaba parte de su serie y de comunicárselo a Roger. Tenían que hacer algo. No podían quedarse al margen más tiempo.

– De acuerdo. Me voy abajo a prepararlo.

– ¿Hay alguna otra cosa importante?

– Me parece que es casi todo rutina, y creo que querrás saltarte la mayoría. Mi impresión es que nos esperan cuatro casos, pero puede que tengas otras ideas.

Mientras Marvin bajaba a la sala de autopsias, Laurie examinó todas las carpetas. Tal como imaginaba, Marvin tenía razón. Se ocuparían de cuatro casos y darían por terminada la jornada a menos que les llegara algo importante mientras estaban trabajando. Con el asunto decidido, subió a su despacho a dejar el abrigo y se alegró de haberlo hecho porque encima de la mesa la aguardaba una pila de historiales clínicos. Para su sorpresa, los ayudantes de personal habían conseguido los de Lewis y Sobczyk del Manhattan General y los seis del St. Francis en un tiempo récord.

La carpeta que había encima de todo pertenecía a Rowena Sobczyk. Laurie la abrió y la hojeó deteniéndose en las notas de quirófano y el resumen de anestesia. Lo mismo que en los casos de McGillin y Morgan, no había nada fuera de lo normal. Iba a dejarla en su sitio cuando se desplegó una tira de papel con un extraño electrocardiograma. Tenía unos sesenta centímetros de largo y había sido doblada en forma de acordeón y pegada a una página. Laurie abrió la carpeta por aquel punto. Se trataba de una nota escrita por el residente encargado del intento de reanimación. Laurie la leyó, pero no entendió nada. A continuación extendió el electrocardiograma y lo estudió. Las ondas estaban muy distanciadas, lo cual sugería latidos ineficaces, si es que habían sido latidos de verdad. Podía haberse tratado solo de una actividad electrocardíaca descoordinada que no había dado lugar a ninguna contracción muscular. A medida que la secuencia seguía, las ondas se iban distorsionando cada vez más hasta acabar en una línea recta. En el margen, garrapateado con lápiz, se leía: «Breve segmento del ECG resultante del intento de reanimación, tras el cual se dejó de registrar cualquier actividad eléctrica».

Laurie no era experta en la lectura de ECG, y aquella breve tira no le aportó nada nuevo. Sin embargo, no pudo evitar pensar que podía tener importancia, ya que no se habían obtenido registros equivalentes con McGillin ni con Morgan, que no habían presentado actividad alguna en sus ECG, y decidió mostrársela a alguien con más conocimientos que ella. Marcó el punto con una regla e incluso tomó nota en un post-it para no olvidar enseñársela a un cardiólogo.

El teléfono sonó, y el timbrazo le hizo dar un respingo. Lo miró deseando que fuera Jack y preguntándose si se trataría de él. Puso la mano en el auricular y lo dejó sonar una vez más, notando la vibración, como si de ese modo pudiera determinar la identidad de quien llamaba. A pesar de sus esfuerzos, se trataba de Marvin, y su mensaje era sencillo: en la sala de autopsias todo estaba listo.

Laurie dejó la carpeta encima del montón con la regla sobresaliendo por un lado. Estaba impaciente por poder estudiarlas durante la tarde, especialmente las de Queens, y asegurarse de que eran iguales que las del General. Luego, echó un vistazo al teléfono y pensó en llamar a Jack; fue entonces cuando vio la lucecita que le indicaba que tenía un mensaje que le habían dejado en el buzón de voz durante la noche. Descolgó y lo comprobó.

Su primera sorpresa fue la hora; y la segunda, la voz de Roger. Estaba impresionada por que se hubiera tomado tan en serio su idea y que se hubiera quedado trabajando hasta las dos de la madrugada. Y aún más impresionada estaba por el hecho de que hubiera logrado elaborar una lista de sospechosos que incluía a un anestesista llamado Najah que hacía poco había llegado al Manhattan General proveniente del St. Francis. Mientras seguía escuchando el mensaje, sintió que la invadía la satisfacción y la impaciencia por conocer el resto de los detalles. El cuándo, ya era otro asunto. Mientras se dirigía a los ascensores para bajar al sótano, se preguntó si llamaría Jack y cuándo lo haría, porque con él nunca se sabía.

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