Robin Cook - ADN

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En el hospital más grande de Nueva York tiene lugar una serie de muertes, ante los ojos de la doctora encargada de las autopsias, inexplicables. El único punto en común entre los pacientes muertos -todos gozaban de muy buena salud- es que pertenecían al mismo seguro médico. Es la primera pista de una terrible historia en la que medicina, adelantos científicos y negocios se enfrentan en una trama de gran suspense…

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– ¡Demonios, no! -espetó Jazz-. Puede que en alguna ocasión tuviera unas palabras de más con la enfermera jefe, pero nunca con los médicos. Es más, puedo contar con los dedos de una mano las veces que me topé con un doctor estando en el turno de noche. Seguro que estaban todos en sus casas follándose a sus mujeres.

– Ya veo -contestó Roger, que prefirió no hacer comentarios sobre la última observación de Jazz, sino centrarse en la primera-. ¿O sea que opinaba que su enfermera jefe en el St. Francis tampoco era tan competente como a usted le habría gustado?

Una maliciosa sonrisa apareció en el rostro de Jazz.

– Lo ha adivinado, pero no es para sorprenderse. El turno de noche atrae a la gente más rara.

Roger asintió. Después de su primer contacto con el turno de noche del Manhattan General, no podía estar más de acuerdo.

– Y por curiosidad, ¿nunca se le ha ocurrido pensar que usted pudiera ser en parte responsable de no llevarse bien con ninguna de sus enfermeras jefe?

Cualquier resto de sonrisa desapareció del rostro de Jazz.

– ¡Claro! ¡La culpa de que esas dos gordas fueran tan estúpidas debe ser mía! ¡Por favor, deme un respiro!

– Entonces, ¿por qué se trasladó de hospital?

– Quería un cambio de aires y venir al centro.

– ¿Y por qué prefiere el turno de noche?

– Porque hay muchos menos problemas. Reconozco que los sigue habiendo, pero mucho menos que durante el día o la tarde. Cuando me alisté como enfermera en el ejército, me destinaron con los marines como independiente. Me gusta más trabajar por libre.

– Así que estuvo en el ejército…

– ¡Joder, y tanto! Con los marines, en la primera guerra del Golfo.

– Interesante. Dígame, ¿de dónde viene el apellido Rakoczi?

– Es húngaro. Mi abuelo fue un luchador por la libertad.

– Una pregunta más, si no le importa -dijo Roger como si le restara importancia-. ¿Sabía usted que en la época en que estuvo en el St. Francis se produjeron allí unas cuantas muertes iguales a las de aquí?

– Le digo lo mismo que antes: habría sido difícil que no me enterara.

– Gracias por su tiempo -dijo finalmente Roger, apartándose del mostrador-. Creo que seguiré su consejo y subiré a Obstetricia. De todas maneras, es posible que tenga alguna pregunta más que formularle. ¿Le importaría si vuelvo por aquí si se da el caso?

– Haga lo que le plazca.

Roger intentó sonreír confiadamente a Jazz antes de salir de la salita y dirigirse hacia los ascensores. Mientras caminaba, meneó la cabeza imperceptiblemente. No podía creerlo. Había hablado con dos personas de su lista y se había enterado sobre una tercera, y estaba convencido de que cualquiera de ellas podía estar lo bastante loca para haber hecho lo impensable.

Jazz se asomó lo suficiente para ver a Roger ir hacia los ascensores. Apenas podía creerlo. Los problemas aparecían por todas partes. La «sanción» de los pacientes había funcionado perfectamente hasta Lewis, y a partir de ahí, todo se había ido al cuerno. Y por si fuera poco, justo cuando creía haber eliminado uno de los peligros potenciales, aparecía otro.

– ¡Menudo hijoputa! -murmuró para sí. Por su forma de vestir y ademanes sabía que era otro de aquellos señoritos «universidad de lujo».

Después de llegar a los ascensores y presionar el botón de llamada, Roger se dio la vuelta y miró hacia el mostrador de enfermeras. Jazz retiró la cabeza porque no quería que él la viera observándolo como si le preocupara. Meneó la cabeza y dio un fuerte golpe en la mesa con la mano. Algunos papeles salieron volando y cayeron al suelo.

– ¿Qué demonios voy a hacer? -se preguntó en voz baja meneando nuevamente la cabeza. Se le ocurrió la posibilidad de llamar al señor Bob, pero enseguida lo descartó. Tenía la intuición de que si se quejaba de lo que fuera no volvería a recibir más nombres, de que la excluirían de la Operación Aventar. Era tan sencillo como eso.

Se encogió de hombros. No se le ocurría nada. Aunque la preocupación la atenazaba, no sabía qué hacer; pero al mismo tiempo era consciente de que tenía que ir con cuidado porque aquella cucaracha de Administración, por lo que le había dicho, podía convertirse en algo más que una simple onda en la superficie.

Las puertas del ascensor se abrieron, y Roger salió a la sexta planta. A la izquierda, más allá de las dobles puertas, se hallaba el ala médica; y a la derecha, tras unas puertas iguales, estaba Obstetricia y Ginecología. Entró allí. A diferencia del piso de abajo, había mucha gente a la vista, tanto en el mostrador de enfermeras como en el pasillo. Incluso vio a un celador empujando una camilla con un cuerpo envuelto en una mortaja camino del ascensor de pacientes. Roger supuso que se trataba del caso por el que había ido a interesarse.

Al acercarse al mostrador de enfermeras, Roger se detuvo un momento y simplemente observó. Imaginó que debía de tratarse del equipo de reanimación junto con algunas de las enfermeras de planta. El carrito de reanimación, junto con su desfibrilador, se hallaba arrimado a la pared del pasillo. Los presentes charlaban en pequeños grupos y seguramente intercambiaban opiniones acerca del fallido intento de rescate.

– Disculpe -dijo Roger directamente a la mujer que tenía delante. Ella estaba ocupada rellenando unos formularios, pero alzó la vista. Al igual que Jazz en el piso de abajo, iba vestida de uniforme, pero a diferencia de ella parecía educada y respetuosa; también estaba ligeramente gorda y tenía el puente de la nariz salpicado de pecas-. ¿Podría decirme quién es la enfermera jefe?

– Soy yo. Me llamo Meryl Lanigan. ¿En qué puedo atenderlo?

Roger se presentó y le dijo que estaba interesado en un fallecimiento reciente.

– El nombre de la paciente era Patricia Pruit. Este es su historial, ¿quiere verlo?

– Sí, me gustaría. Gracias. -Roger lo cogió y le echó una rápida ojeada. El perfil resultó como había temido. Patricia Pruit había sido una sana mujer de treinta y siete años, madre de tres hijos. La mañana anterior le habían practicado una histerectomía sin complicaciones a causa de unos fibromas. Su evolución postoperatoria no había presentado nada destacable, y ya había empezado a recibir alimento líquido vía bucal. Entonces sobrevino el desastre.

Roger miró a la enfermera, que estaba esperando a que le devolviera el informe.

– Desde luego es una tragedia -dijo-. Sobre todo por lo inesperado teniendo en cuenta su edad y su estado de salud.

– Sí. Le parte el corazón a una -dijo Meryl abriendo el historial por la página de las anotaciones de las enfermeras.

– En los últimos meses ha habido más casos parecidos en otras plantas -comentó Roger.

– Eso he oído. Por suerte, es el primero para nosotros. La verdad es que, estando acostumbrados a desenlaces más felices, resulta más difícil de asimilar.

– Si no le importa, tengo unas cuantas preguntas que me gustaría hacerle. ¿Ha visto al doctor Najah por aquí esta noche?

– Pues sí, como casi todas las noches.

– ¿Y al doctor Cabero?

– También lo hemos visto, pero solo después de que avisáramos del Código Rojo.

– ¿Y qué hay de una enfermera llamada Rakoczi que responde al nombre de «Jazz»?

– Tiene gracia que lo pregunte.

– ¿Por qué?

– Porque la vemos bastante a menudo. Yo diría que demasiado. Incluso he llegado a quejarme a Susan Chapman, que era su superiora, para decirle que no la quería por aquí. Ahora que Susan ya no está con nosotros, voy a tener que acudir a otras instancias.

– ¿Qué hace la señorita Rakoczi cuando viene por aquí?

– Intenta hacerse la simpática con las ayudantes. Aparte de eso, se dedica a husmear en los historiales, que no son materia de su incumbencia.

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