Robin Cook - ADN

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En el hospital más grande de Nueva York tiene lugar una serie de muertes, ante los ojos de la doctora encargada de las autopsias, inexplicables. El único punto en común entre los pacientes muertos -todos gozaban de muy buena salud- es que pertenecían al mismo seguro médico. Es la primera pista de una terrible historia en la que medicina, adelantos científicos y negocios se enfrentan en una trama de gran suspense…

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Roger se asomó al largo pasillo en ambas direcciones. El suelo brillaba en la penumbra. En ese instante, Roger oyó el delator sonido de una silla al ser movida. Preguntándose de dónde había provenido, dio la vuelta al mostrador y se internó por un corto pasillo que conducía a una sala con un escritorio-mostrador con armarios por encima y por debajo y una nevera. Sentada ante la mesa, con los pies apoyados en ella y leyendo una revista, se encontraba una enfermera de aspecto cautivador. Sus facciones tenían un toque de exotismo asiático que a Roger le gustaba especialmente tras sus años en Oriente. Tenía los ojos apropiadamente oscuros, lo mismo que el cabello, y, bajo el uniforme, se adivinaba una esbelta figura.

– Buenas noches -dijo Roger antes de presentarse y fijándose en que la joven estaba leyendo una revista sobre armas de fuego, lo cual le pareció curiosamente inapropiado.

– ¿Qué ocurre? -preguntó la enfermera sin quitar los pies de la mesa.

Roger sonrió para sí. Recordaba una época no tan lejana, incluso en Norteamérica, en que las enfermeras solían mostrar un deferente respeto ante los médicos, casi hasta el punto de parecer intimidadas. Pero aquel no era uno de esos casos.

– Estoy comprobando cómo va todo -dijo Roger-. Tengo entendido que ayer por la mañana perdieron a su enfermera jefe en circunstancias trágicas. Lo lamento.

– No pasa nada. La verdad es que, como enfermera jefe, tampoco era tan buena.

– ¿De verdad? -inquirió Roger ante lo que le parecía una respuesta singularmente poco piadosa. Tanta franqueza con un desconocido no era lo habitual. Leyó el nombre de su placa de identificación: «Rakoczi», y recordó que figuraba en la lista de transferidos.

– No lo estoy engañando. Era una tía rara y no le caía bien casi nadie.

– Lamento oír eso, señorita Rakoczi -repuso Roger apoyándose sobre el mostrador y cruzando los brazos-. ¿Sabe si Clarice Hamilton ha nombrado ya a otra enfermera jefe para el turno de noche?

– Aún no. Por el momento, yo me he hecho cargo y he repartido los pacientes. Alguien tenía que hacerlo, y las demás estaban sentadas sin hacer nada, retorciéndose las manos. De todas maneras, todo va bien.

– Me alegro de saberlo -contestó Roger-. Señorita Rakoczi, me gustaría hacerle algunas preguntas.

– Llámeme Jazz. No contesto al tratamiento de «señorita Rakoczi».

– Supongo que estará usted enterada de las muertes de cuatro pacientes relativamente jóvenes y sanos que han fallecido a las pocas horas de ser operados durante las últimas cinco, seis o siete semanas, habiendo ocurrido la última la noche pasada.

– Pues claro, sería difícil no estar enterada.

– Claro. ¿La han afectado?

– ¿A qué se refiere?

Roger se encogió de hombros. La pregunta le parecía de lo más obvio.

– A si la han afectado desde el punto de vista psicológico.

– No. En realidad, no. Este es un hospital muy grande y con mucho trabajo. La gente muere. Una no puede dejar que estas cosas la afecten, de lo contrario se volvería loca y los demás pacientes serían los que pagarían las consecuencias. Ustedes, los jefes, no salen de sus magníficos despachos y se olvidan de cómo es el trabajo en las trincheras. ¿Entiende lo que quiero decir?

– Supongo que sí -repuso Roger detectando un cambio nada sutil en la actitud de la enfermera, que había empezado siendo desenfada pero que se había vuelto cautelosa y tensa hasta rozar el enfado.

– ¿Y usted me lo está preguntando porque las muertes ocurrieron en esta planta?

– Desde luego.

– Pues ha habido más en otros pisos.

– Sí. Estoy enterado.

– La verdad es que han tenido una esta misma noche, hace menos de media hora, en la planta de Obstetricia y Ginecología. ¿Por qué no va allí a darles la lata?

Una desagradable y tensa sensación se apoderó del estómago de Roger, que él atribuyó a los efectos de la cafeína. Una vez pasada la euforia, se sentía como si tuviera todos los nervios de punta. El enterarse de que se había producido otro fallecimiento mientras estaba en el hospital buscando supuestos sospechosos, le hizo sentirse desagradablemente cómplice, como si su deber hubiera sido evitarlo.

– ¿Y ha sido un caso parecido? -preguntó esperando en vano una respuesta negativa.

– Eso creo -repuso Jazz-. El rumor dice que se trataba de una mujer de unos treinta años a la que acababan de practicar una sencilla histerectomía. En serio, ¿por qué no va a preguntar a esas enfermeras si les ha afectado?

Por un momento, Roger se quedó contemplando a aquella exótica enfermera, que inicialmente le había parecido atractiva y sexy, mientras ella le devolvía la mirada con descaro. En ese instante, se le antojaba un personaje extraño que le recordaba a su reacción ante el doctor Cabero y sus historias sobre Motilal Najah. No pudo evitar acordarse del comentario de Cindy acerca de que la gente que trabajaba en el turno de noche tenía sus manías, aunque la palabra «manías» quizá no fuera lo bastante contundente en ese caso. Seguramente «neurótica» era más ajustado, y se preguntó si toda la gente de su lista sería igualmente rara. De un modo u otro, era evidente que iba a tener que trabajarse a Rosalyn para que le consiguiera los expedientes del personal transferido, al margen del riesgo que eso pudiera suponer.

– A ver, ¿de qué va esto? -se burló Jazz-. ¿Es un tratamiento silencioso especial o es que estamos en uno de esos estúpidos concursos de «a ver quién aparta la vista primero»?

– Lo siento -repuso Roger, bajando los ojos-. Ha sido la sorpresa de enterarme de que ha habido otra muerte más. Es preocupante y alarmante. Me sorprende que usted se lo tome tan a la ligera.

– Se llama «distanciamiento profesional» -contestó Jazz-. Los que tratamos con pacientes debemos mantenerlo. -Quitó los pies de la mesa y los puso en el suelo de golpe, arrojó la revista a un lado y se puso en pie-. Bueno, tengo pacientes a los que debo ir a ver. Que lo pase usted bien arriba, en la planta de Obstetricia.

– Espere un segundo -dijo Roger agarrando a Jazz del brazo cuando ella pasó ante él y sorprendiéndose ante su recia musculatura-. Tengo algo más que preguntarle.

Jazz contempló la mano que le sujetaba el antebrazo y se produjo un instante de tensión. Sin embargo, se controló y miró a Roger.

– Suélteme o lo lamentará. ¿Me ha oído?

Roger la dejó ir y volvió a cruzar los brazos en una actitud que no resultase amenazadora. No quería dar a aquella mujer una excusa para que usara una violencia física de la que la creía más que capaz. Lo cierto era que lo intimidaba.

– Tengo entendido que viene usted del St. Francis. ¿Podría decirme a qué se debió el cambio?

Esta vez fue Jazz quien lo miró antes de contestar.

– ¿Qué es esto? ¿Un interrogatorio?

– Tal como le he dicho, soy el jefe del personal médico. Ha habido una pequeña queja sobre usted por parte de uno de los doctores, y lo estoy investigando. Francamente, el doctor en cuestión tiene un historial de quejas infundadas, pero aun así estoy obligado a comprobarlo. -Roger mentía, pero había llegado a la conclusión de que debía inventar alguna excusa que justificara sus preguntas en el calor del momento. El personal de enfermería no entraba en su jurisdicción.

– ¿Y cómo se llama ese puñetero médico?

– No estoy autorizado a revelar nombres.

Jazz apartó la vista. Sus ojos recorrieron la habitación. Roger vio que tenía las aletas de la nariz hinchadas y que respiraba pesadamente. No se mostraba cautelosa, sino abiertamente irritada.

– Deje que le explique -dijo Roger-. Si le pregunto por qué se marchó del St. Francis es por la misma razón: ¿tuvo usted algún problema con los médicos de allí? Estamos obligados a preguntarlo.

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