Robin Cook - ADN

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En el hospital más grande de Nueva York tiene lugar una serie de muertes, ante los ojos de la doctora encargada de las autopsias, inexplicables. El único punto en común entre los pacientes muertos -todos gozaban de muy buena salud- es que pertenecían al mismo seguro médico. Es la primera pista de una terrible historia en la que medicina, adelantos científicos y negocios se enfrentan en una trama de gran suspense…

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El segundo grupo que tuvo en cuenta fueron los anestesistas. Tal como le había dicho a Laurie, y por las razones que ella había manifestado tan concretamente, consideraba que su dominio de ciertas áreas los convertía en los primeros sospechosos. Su intuición fue recompensada con unas cuantas posibilidades interesantes. Dos llamaron su atención de inmediato. Ambos especialistas trabajaban exclusivamente en el turno de noche, seguramente por elección propia. Uno era el doctor José Cabero, que tenía un historial como «disminuido» por el OxyContin, así como varias demandas por negligencia. El otro era el doctor Motilal Najah, una reciente incorporación a la plantilla proveniente del St. Francis. Roger había sacado copias de los historiales de ambos y marcado sus nombres con un asterisco. Esos papeles se hallaban justo ante él en la mesa. En su opinión, eran los sospechosos principales, con Najah por delante de Cabero. A pesar de que el expediente de Najah estaba limpio, la coincidencia de su traslado resultaba perfecta.

El último grupo que había examinado era el resto de empleados del hospital. Al comparar la lista de los que se habían marchado del St. Francis después de mediados de noviembre con la lista de los nuevos empleados del Manhattan General del mismo período, había obtenido un grupo de más de veinte personas. Al principio, la cantidad lo había sorprendido, pero cuando lo pensó mejor vio que tenía sentido: el Manhattan General era el buque insignia de AmeriCare, y si la compañía buscaba gente, tal como le había dicho Rosalyn, era normal que la mayoría de los profesionales y personal de apoyo prefirieran estar en él.

A pesar de sus limitaciones como detective aficionado, Roger se había dado cuenta enseguida de que veintitrés sospechosos eran demasiados. Para reducir el grupo, recurrió a la idea de Laurie de considerar solo los que habían trabajado en el turno de noche del St. Francis y se habían trasladado al mismo en el General. Con tan reducido margen no sabía si conseguiría algo, pero para su sorpresa así fue. Los siete nombres eran: Herman Epstein, de Farmacia; David Jefferson, de Seguridad; Jasmine Rakoczi, de Enfermería; Kathleen Chaudhry y Joe Linton, de Laboratorio; Brenda Ho, de Limpieza; y Warren Williams, de Mantenimiento.

Roger cogió la hoja con los siete nombres. Aunque figuraban más de los que había esperado, pensó que podría ocuparse de los siete. Al leerlos una y otra vez, no pudo evitar pensar en lo mucho que aquellos apellidos reflejaban la heterogeneidad étnica de la cultura norteamericana, y creyó poder rastrear los orígenes de todos ellos salvo de Rakoczi, aunque si se lo preguntaban habría dicho que era centroeuropeo. Miró los distintos departamentos a los que pertenecían y comprendió que todos ellos podían haber tenido contacto con los pacientes de un modo u otro, especialmente durante el turno de noche, cuando la vigilancia era mínima. Vagamente se preguntó si debía llamar a Rosalyn para que le consiguiera sus historiales del St. Francis. Puesto que había dado el primer paso de una relación con ella, quizá pudiera conseguir la información sin alarmarla, pero no tenía garantías. Sin embargo, ¿qué otra cosa podía hacer?

Dejó la lista al lado de la hoja de los anestesistas y miró el reloj. Eran las dos y cuarto de la madrugada. Meneó la cabeza; no recordaba la última vez que se había quedado trabajando hasta tan tarde, pero supuso que había sido haciendo las prácticas de residencia. Resultaba un poco deprimente pensar que casi toda la ciudad dormía, pero al menos no estaba cansado: la inyección de cafeína que se había dado en la cafetería seguía corriéndole por las venas, haciendo que se sintiera inquieto. Se dio cuenta incluso de que había estado dando golpecitos con el pie derecho. Pensó que ojalá fueran las diez de la noche en vez de las dos de la madrugada, porque con aquella lista de sospechosos podría haber llamado a Laurie y proponerle ir a verla a su piso. Por desgracia, semejante posibilidad estaba descartada. Con lo angustiada que estaba por el asunto del BRCA-1, él no estaba dispuesto a despertarla.

Al pensar en la hora, Roger se dio cuenta de que, por primera vez desde que estaba en el Manhattan General, se hallaba en el hospital durante el turno de noche, justo cuando se habían producido las extrañas muertes en las que él y Laurie estaban interesados. Con la cafeína haciendo efecto, dormir quedaba descartado; y, puesto que seguía con ánimo de sabueso, ¿por qué no subir a la quinta planta, donde se habían producido más de la mitad de las muertes, y buscar a alguno de sus «sospechosos»? Con aquella idea en la cabeza, cogió los expedientes de los dos anestesistas y la hoja con los siete nombres de los que habían pasado del turno de noche del St. Francis al turno de noche del Manhattan General. Volvió a leer los nombres y los retuvo en la memoria.

Estaba a punto de marcharse cuando pensó en algo más: dado lo embalado que estaba, sabía que estaría despierto casi toda la noche; y, puesto que necesitaba dormir, lo más probable era que no volviera al despacho hasta bien entrada la mañana. Por lo tanto, cogió el teléfono y marcó el número de la extensión de Laurie en Medicina Legal.

– Soy yo, Roger -dijo al buzón de voz-. Son más de las dos de la mañana. Tu idea sobre el St. Francis era correcta y ha dado como resultado un montón de posibles sospechosos, desde luego más de los que yo esperaba, así que tengo que concederte todo el mérito. Espero con impaciencia poder compartir mis averiguaciones contigo. Quizá podríamos quedar para cenar mañana. Por el momento, voy a seguir haciendo de detective y echaré un vistazo a la planta de cirugía, a ver si me encuentro con algunos de los que aparecen en mi lista mientras están trabajando. Como anticipo, deja que te diga que a uno de los anestesistas del turno de noche, un tal Motilal Najah, lo entrevisté personalmente cuando presentó su solicitud para venir a trabajar con nosotros. El caso es que se me había olvidado que iba a llegar del St. Francis justo después de las fiestas de Navidad. ¿Crees que será una coincidencia? Y él solo es la punta del iceberg. En fin, el caso es que aún estaré unas cuantas horas por aquí, de modo que no creo que vuelva a mi oficina antes del mediodía o la tarde. Te llamaré cuando llegue. Ciao.

Colgó y contempló la lista de las siete personas que no eran médicos y que habían pasado al Manhattan General durante el período en cuestión; se preguntó si no habría debido leérselos a Laurie. Deseaba más que cualquier otra cosa estimular su interés con la intención de que ella accediera a que se vieran. Pensó en volver a llamarla para dejarle ese mensaje, pero decidió que lo dicho ya era cebo suficiente.

Tras ponerse la bata blanca que siempre llevaba cuando se paseaba por el hospital, Roger cruzó la zona de Administración. Había estado allí alguna vez a última hora, pero nunca después de medianoche. En esos momentos era igual que una tumba.

El pasillo principal del hospital estaba desierto salvo por el operario que pasaba la máquina de pulir el suelo, a lo lejos. Mientras subía en el ascensor se sorprendió por lo despierto y lleno de energía que se sentía. También reconoció una leve euforia que desgraciadamente le recordó a la heroína. Meneó la cabeza. No quería caer en aquella trampa. Para los médicos, con las drogas al alcance de la mano, la tentación aún era más fuerte.

Roger bajó en el segundo piso, cruzó unas puertas batientes y se adentró en el complejo destinado a quirófanos. Estaba en un pasillo desierto. A su derecha, el sonido de un televisor salía de una entrada arqueada que conducía a la sala de descanso de los médicos. Confiando en encontrar a alguien del personal, entró.

El cuarto tenía unos treinta metros cuadrados, con ventanas que daban al mismo patio que las de la cafetería. Dos puertas conducían a los vestuarios. Los muebles consistían en un par de divanes de vinilo gris, así como varias sillas y pupitres. La mesa de centro aparecía llena de periódicos y revistas pasados de fecha, más una caja con restos de pizza. El televisor del rincón estaba sintonizado en la CNN, pero nadie lo miraba. Enfrente había una pequeña nevera y una cafetera colectiva.

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