Robin Cook - ADN

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En el hospital más grande de Nueva York tiene lugar una serie de muertes, ante los ojos de la doctora encargada de las autopsias, inexplicables. El único punto en común entre los pacientes muertos -todos gozaban de muy buena salud- es que pertenecían al mismo seguro médico. Es la primera pista de una terrible historia en la que medicina, adelantos científicos y negocios se enfrentan en una trama de gran suspense…

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Por un momento, lo único que Jazz fue capaz de ver en su mente fueron los quince dólares que había ganado limpiando de nieve las aceras. Recordar lo sucedido no hizo más que aumentar su furia. A pesar de la fuerza con la que sujetaba la Glock, fue lo bastante inteligente para sacar el dedo del gatillo.

– ¡Sal de aquí ahora mismo! -espetó.

Dicho lo cual, dio media vuelta y se encaminó hacia el vestuario. Oyó que Geza la llamaba y lo siguiente que notó fue que él la agarraba por los hombros y tiraba de ella.

Jazz sacó la mano del bolsillo, por suerte sin la pistola -después se preguntaría cómo había podido ocurrir, ya que su intención había sido desenfundar el arma-, y le apuntó con el dedo.

– ¡No vuelvas a tocarme nunca más! -gruñó-. ¡Y no vuelvas a molestarme! ¡Si lo haces, te mataré! ¿Te has enterado de lo que digo? ¡Es así de sencillo!

Jazz dio media vuelta y entró en los vestuarios. Oyó a su padre que la llamaba, pero no se detuvo, y él no la siguió. Volvió a su taquilla, abrió la combinación y guardó el abrigo. De regreso a la sala de máquinas, decidió reanudar las flexiones desde el principio, a pesar de que estaba a punto de acabar cuando la habían interrumpido.

Necesitaba el ejercicio para controlar su furia, y en ese momento le sirvió ampliamente. Cuando volvió al vestuario para ducharse, había recuperado el autodominio y casi podía encontrar algo de humor en la patética criatura en que su padre se había convertido. Se preguntó cuándo habría muerto su madre. Estaba sorprendida de que hubiera durado tanto, obesa como era.

Dado que se le hacía tarde después de haber doblado sus ejercicios, se duchó y se vistió a toda prisa. Al salir al vestíbulo miró a su alrededor y se sintió aliviada al ver que su padre había entendido el mensaje y se había largado.

Al acercarse a su coche no pudo menos que acordarse de la noche anterior, y lo primero que hizo después de abrir la puerta fue mirar en el asiento de atrás. No le había gustado nada que el señor Bob y el señor Dave la hubieran sorprendido de aquel modo. Le gustaba verse a sí misma como cauta y observadora.

Subió al asiento del conductor y se abrochó el cinturón, deseosa de hallar un poco de diversión camino del hospital. Desafiar a los taxistas era una buena manera de disipar los restos de ansiedad que le quedaban tras la visita de su padre. Mientras se ponía en la breve cola para salir del aparcamiento sacó la Blackberry. Habiendo recibido tres nombres las dos últimas noches, no esperaba gran cosa; aun así, prefería comprobarlo.

En el primer semáforo abrió la carpeta de mensajes. Para su deleite había uno del señor Bob. Lo abrió con expectación.

– ¡Sí! -exclamó. En la pantalla aparecía otro nombre: Patricia Pruit.

Una sonrisa se le dibujó en el rostro. Todo iba bien. Al día siguiente, a la misma hora, el saldo de su cuenta ascendería a más de sesenta mil dólares.

Cuando el semáforo cambió, Jazz se anticipó al resto de coches y taxis. Nadie parecía dispuesto a retarla. Recostándose en el asiento, pensó en cómo la había localizado su padre. A pesar de que pasaba largos ratos en los Chat-room de internet, creía haber sido cuidadosa sobre su identidad y paradero, salvo las pocas ocasiones en que se había enganchado. Decidió que en lo sucesivo tendría más cuidado porque le gustaban los Chat-room y no estaba dispuesta a renunciar a ese placer. Únicamente era en internet donde encontraba gente como ella a la que realmente podía tratar, respetar e incluso amar. Era otro mundo comparado con el de los cretinos con los que tenía que tratar en la vida real.

La velada de Roger con Rosalyn resultó un éxito rotundo. El hecho de que ella se hubiera mostrado tan distante al conocerlo quedó ampliamente compensado por su actitud durante la cena, especialmente después de haberse tomado un par de copas de vino. Concluida la noche, Roger intentó dejarla en un taxi para que la llevara a casa, pero ella insistió en que lo compartieran y, cuando llegaron a su apartamento de Kew Gardens, empleó todas sus dotes de persuasión para convencerlo de que subiera a tomar una «taza de leche», expresión que Roger no había oído desde sus tiempos de la universidad.

Al final, y a pesar de besarla apasionadamente en la acera, Roger se resistió y mantuvo la mano en la puerta abierta del taxi. A pesar de sentirse tentado de aprovechar la hospitalidad de Rosalyn y todo lo que su nueva expresión corporal sugería, se recordó el trabajo que tenía planeado realizar en su oficina. Tenía la sensación de estar lanzado, y a pesar de que esa noche ya no tendría la oportunidad de entregarle nada a Laurie, el fin de semana no había hecho más que empezar.

Tras prometer que la llamaría, Roger subió al taxi y se despidió saludando con la mano por la ventanilla mientras Rosalyn se quedaba clavada en el sitio hasta que lo vio desaparecer. La excursión a Queens había tenido su recompensa. No solo había conseguido la mayor parte de la información que deseaba, sino que además había conocido a una mujer que era firme candidata a futuros e interesantes encuentros.

Cuando llegó al Manhattan General ya eran casi las once de la noche. Lo primero que hizo fue pasar por la cafetería y tomarse una taza de café de verdad. Al entrar en su despacho se sentía lleno de energía y se puso a trabajar con prontitud. A las dos de la madrugada había desbrozado buena parte de la información. La sugerencia de Laurie unida a su idea de cómo ampliarla se había demostrado sumamente fértil. De hecho, casi demasiado. Al empezar se había preguntado si lograría hallar algún sospechoso. En esos momentos tenía demasiados.

Se repantigó en su asiento y cogió la primera hoja que había impreso: una lista de los cinco médicos con privilegios de entrada tanto en el St. Francis como en el Manhattan General y que habían hecho uso de ellos en ambas instituciones en los últimos cuatro meses. La lista original de médicos con aquel doble privilegio era demasiado larga, y había optado por reducirla.

Como jefe del personal médico, Roger tenía acceso ilimitado a los credenciales y archivos de todos los médicos vinculados con el Manhattan General. Tres de los cinco de la lista habían tenido problemas disciplinarios. Dos de ellos habían sido calificados eufemísticamente como «disminuidos» por problemas de adicción, y, tras haber pasado por rehabilitación seis meses antes, se hallaban en régimen de prueba con respecto a sus privilegios. El sexto, el doctor Pakt Tam, se había visto envuelto en varias demandas por negligencia que todavía estaban pendientes de veredicto y que habían desembocado en muertes inesperadas pero que no estaban relacionadas con las series de Laurie. El hospital había intentado quitarle sus privilegios, pero él había recurrido y estos le habían sido restablecidos por los tribunales hasta que se fallara la sentencia.

El caso del doctor Tam había llevado a Roger a examinar a los médicos cuyos privilegios habían sido eliminados o restringidos durante los seis meses anteriores, pensando en que quizá estuvieran enfadados, fueran perturbados, tuvieran ganas de vengarse o cualquier combinación de las tres cosas. Sus investigaciones arrojaron el nombre de ocho especialistas. El problema era que no tenía forma de saber si alguno de ellos había tenido relación con el St. Francis. Rápidamente escribió una nota para llamar a Rosalyn el lunes, la unió a la hoja de los ocho médicos y la dejó a un lado.

La idea de un médico con ansias de venganza le había hecho pensar en los posibles empleados disgustados con el hospital, en particular enfermeras u otros que tuvieran contacto directo con los pacientes. Si iba a considerar a los médicos, tendría que hacerlo también con el resto del personal, de modo que había tomado nota para hablar con Bruce para que le consiguiera una lista de los empleados despedidos antes de la fecha límite de noviembre y un año hacia atrás, y la había pegado en la lámpara para asegurarse de no perderla de vista. Llegado a ese punto, había empezado a desanimarse, pero había seguido.

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