Robin Cook - ADN

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En el hospital más grande de Nueva York tiene lugar una serie de muertes, ante los ojos de la doctora encargada de las autopsias, inexplicables. El único punto en común entre los pacientes muertos -todos gozaban de muy buena salud- es que pertenecían al mismo seguro médico. Es la primera pista de una terrible historia en la que medicina, adelantos científicos y negocios se enfrentan en una trama de gran suspense…

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Unas diez personas se hallaban sentadas dentro, todas vestidas con la misma ropa verde unisex de trabajo. Algunos llevaban gorros o mascarillas colgando, otros no. A pesar de que el ambiente parecía igualitario, Roger sabía que no era así y que resultaba el lugar más jerarquizado del hospital. La mayoría de los presentes comía algo o tomaba café mientras los demás charlaban.

Roger se dirigió a la cafetera y dudó en servirse una taza, no tanto para mantenerse despierto, como para tener un gesto sociable y para justificar su presencia. No había reconocido a nadie. Convencido de que no necesitaba más cafeína, abrió la nevera y sacó un zumo de naranja.

Con la bebida en la mano, Roger miró a su alrededor para estudiar mejor a la gente. Nadie le había prestado atención al entrar, pero una mujer lo miró entonces y sonrió. Roger se acercó y se presentó.

– Yo lo conozco -dijo la mujer-. Nos presentaron en la fiesta de Navidad. Me llamo Cindy Delgado. Soy una de las enfermeras. Por aquí no recibimos muchas vistas de Administración. ¿Qué le trae en plena noche?

Roger hizo un gesto despreocupado.

– No sé, me he quedado trabajando hasta tarde y pensé en darme una vuelta en busca de un poco de contacto humano y para ver el hospital en funcionamiento.

En el rostro de Cindy apareció una irónica sonrisa.

– No es que tengamos mucha diversión con este grupo de soñolientos. Si lo que busca es entretenimiento, le recomiendo la sala de urgencias.

Roger rió para mostrarse educado.

– ¿No hay casos esta noche?

– ¡Oh, sí! -repuso Cindy-. Hemos tenido dos, y el tercero va a empezar en la sala seis. Además, dentro de una hora nos ocuparemos de otro que nos van a enviar de Urgencias.

– ¿Conoce usted al doctor José Cabero?

– Claro -dijo Cindy señalando a un hombre fornido y de tez pálida sentado en una silla al lado de la ventana-. El doctor Cabero está justo ahí.

Al oír su nombre, Cabero bajó el diario y miró a Roger. Tenía un tupido bigote que le ocultaba casi toda la boca. Sus cejas se arquearon bajo su gorro de quirófano.

Roger se sintió obligado a aproximarse. No había planeado hablar con ninguno de los dos anestesistas. Su improvisado plan consistía en entablar conversación con el personal sobre ambos especialistas para ver si podía hacerse una idea de sus personalidades. De todos modos, no se engañaba: no era psiquiatra y sabía que era incapaz de reconocer a un asesino múltiple a menos que la persona se lo confesara abiertamente. De todas maneras, había confiado en que sería capaz de hacerse una vaga idea sobre si alguno de ellos podía ser potencialmente sospechoso.

– Hola -saludó con cierta reserva porque no sabía qué decir mientras se maldecía por no haber previsto la posibilidad de semejante encuentro.

– ¿Qué puedo hacer por usted? -preguntó José.

– Bueno… -empezó Roger, intentando que su voz no dejara traslucir su confusión-. Soy el jefe del personal médico.

– Sé quién es usted -repuso José. En su tono había cierta tensión, como si recelara de las intenciones de su interlocutor.

– Ah, ¿sí? ¿Y cómo es eso? -José era uno de los muchos miembros de la plantilla al que no le habían presentado, lo cual incluía a casi todos los miembros del turno de noche.

José señaló la tarjeta de identificación de Roger.

– ¡Oh, claro! -exclamó este llevándose la mano a la frente-. Me olvidé de que la llevaba.

Se produjo una incómoda pausa. El resto de la habitación estaba en silencio salvo por el televisor, cuyo volumen estaba muy bajo. Roger tuvo la sensación de que los demás estaban escuchando.

– ¿Qué quiere? -preguntó José.

– Quería asegurarme de que está satisfecho y no hay problemas.

– ¿A qué se refiere cuando habla de «problemas»? -exigió saber José-. No me gusta como suena.

– No hay razón para molestarse -contestó Roger con ánimo apaciguador-. Solamente pretendo ser previsor y conocer al personal. No habíamos tenido el placer. -Roger tendió la mano hacia José.

El rostro del anestesista se había encendido. El hombre miró la mano tendida pero no hizo ademán de devolver el saludo, y tampoco se puso en pie. Lentamente, alzó la vista y miró a Roger a los ojos.

– Tiene usted mucha cara dura viniendo aquí como si tal cosa para hablarme de problemas -dijo acalorado y señalándolo con un dedo amenazador-. Será mejor que esto no tenga nada que ver con historias pasadas como el sacar a la luz los anestésicos que necesitaba para mi espalda o los casos de negligencia ya cerrados, porque si es por eso, usted y el resto de Administración tendrán noticias de mis abogados.

– Tranquilícese -le rogó Roger suavemente-. No tenía intención de hablar de nada de eso. -Estaba sorprendido por la beligerancia del anestesista y su defensiva actitud; a pesar de todo, se esforzó por mantener la calma. Si aquel hombre podía enfadarse tanto por tan mínima provocación, puede que fuera un tipo inestable capaz de cualquier barbaridad. Para quitar hierro a la situación, añadió-: Mi intención al venir aquí era ver cómo le van las cosas al doctor Najah. Usted lleva tiempo en el hospital, pero el doctor Najah es un recién llegado. Siendo usted el más veterano, me interesaba su opinión.

Parte de la hostilidad se desvaneció del rostro de José, que hizo un gesto a Roger indicándole que se sentara. Tan pronto como este lo hubo hecho, el médico se le acercó y bajó la voz.

– ¿Por qué no lo dijo usted desde el principio? Motilal es con quien debería estar hablando usted si lo que le preocupan son los problemas.

– ¿Y cómo es eso?

Los ojos de José Cabero tenían un destello conspirativo, y Roger pensó que, aunque aquel individuo no fuera un asesino múltiple, era la última persona por quien se dejaría anestesiar.

– Ese hombre es un solitario. Quiero decir que en el turno de noche formamos una especie de equipo. Y se lo aseguro, él no se relaciona con nadie si no es en el plano profesional. Come por su cuenta y nunca viene por aquí para alternar. Y cuando digo «nunca» quiero decir ¡«nunca»!

– Cuando lo entrevisté me pareció un tipo amigable -comentó Roger, que recordaba haberse sentido impresionado por las educadas maneras y la franqueza de Motilal. Sin embargo, lo que estaba escuchando de boca de José sugería que Najah presentaba ciertos rasgos antisociales; y si eso era cierto, debía entrar en la lista de sospechosos.

– Entonces es que lo engañó -dijo José, que se echó hacia atrás e hizo un gesto abarcando la estancia-. Si no me cree, pregunte a cualquiera de los de aquí.

Los ojos de Roger recorrieron la sala. La gente había reanudado sus lecturas y conversaciones. Miró de nuevo a José y empezó a sentirse pesimista respecto a sacar algo en limpio de su lista de sospechosos después de lo que estaba oyendo sobre Motilal y viendo el comportamiento de Cabero.

– ¿Y qué hay de sus aptitudes profesionales? -preguntó-. ¿Es buen anestesista?

– Supongo, pero cualquiera de las enfermeras anestesistas se lo explicaría mejor que yo, porque son ellas las que trabajan directamente con ese holgazán perezoso. El problema que tengo con él es que nunca está aquí. Siempre anda dando vueltas por el hospital.

– ¿Y qué hace paseándose por ahí?

– ¿Cómo voy a saberlo? De lo que estoy seguro es de que siempre acabo haciendo todo el trabajo. Es como hace diez minutos: tuve que hacerlo llamar para que moviera el culo hasta aquí porque era su turno de ocuparse de un caso. ¡Demonios! ¡Esta noche ya he hecho dos!

– ¿Dónde estaba cuando lo hizo llamar?

– En la planta de ginecología y obstetricia. Al menos eso fue lo que dijo cuando se lo pregunté; aunque podría haber estado en uno de los bares locales.

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