Robin Cook - ADN

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En el hospital más grande de Nueva York tiene lugar una serie de muertes, ante los ojos de la doctora encargada de las autopsias, inexplicables. El único punto en común entre los pacientes muertos -todos gozaban de muy buena salud- es que pertenecían al mismo seguro médico. Es la primera pista de una terrible historia en la que medicina, adelantos científicos y negocios se enfrentan en una trama de gran suspense…

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– ¿De cuánto estás? -preguntó Jack.

– De seis semanas, aunque mi ginecóloga diría que de siete. No tengo la menor duda de que ocurrió la última noche que estuvimos juntos, lo cual resulta bastante irónico, ¿no te parece?

– Sorprendente es el adjetivo que mejor se me ocurre. ¿Cómo pudo pasar?

– Espero que no me estés echando la culpa. No sé si lo recuerdas, pero el día antes me preguntaste sobre mi período. Yo te dije que era seguro hacerlo, pero por poco. Cuando hicimos el amor era ya al día siguiente, y desde luego ya no era seguro.

– ¿Y por qué no pusiste un límite a nuestras relaciones?

Laurie fulminó a Jack.

– Estás consiguiendo ponerme furiosa de nuevo. Parece que me hagas responsable. Sin embargo, ¿sabes una cosa?, la decisión de hacer el amor la tomamos los dos, no solo yo; y los dos conocíamos la situación.

– Tranquilízate -dijo Jack con ánimo de apaciguar-. No te estoy culpando. De verdad. Únicamente intento entenderlo. Tu embarazo me ha pillado totalmente por sorpresa. En el pasado habíamos hecho lo necesario para evitarlo. ¿Por qué la hemos pifiado ahora?

La mirada de Laurie se suavizó. Respiró hondo y dejó escapar un largo suspiro.

– Bueno, llegados a este punto, lo mejor es que seamos completamente sinceros. Aquella mañana, cuando se me ocurrió que quizá podíamos acabar haciendo el amor, pensé que corríamos un riesgo y estaba segura de que tú también lo sabías. En mi opinión, y teniendo en cuenta que estaba en mi décimo día, las posibilidades no eran muchas, pero existían de todos modos. El riesgo me pareció aceptable por lo mucho que deseaba tener una familia contigo. En cuanto a ti, pensé que en el fondo del corazón compartías mi misma idea de que un niño te ayudaría a dejar atrás definitivamente el pasado para poder empezar una nueva vida. Puede que estuviera proyectando en exceso mis sentimientos en ti. No lo sé, pero este es el resumen de lo que sentía.

Jack meditó con aire abstraído sobre lo que Laurie había dicho. La vida le había planteado alguna que otra situación complicada, y aquella era una más. La sorpresa de ser probablemente padre de una criatura lo había pillado con la guardia baja. También le aterrorizaba, principalmente porque temía quererla demasiado y que eso le hiciera tanto daño como en el pasado. Perder a toda su familia había sido el trago más amargo de su vida, y dudaba que pudiera sobrevivir a otro. Sin embargo, por encima de aquellas angustiosas reflexiones, había un pensamiento más positivo. Si algo había aprendido en las últimas y desdichadas cinco semanas, era que amaba a Laurie más de lo que estaba dispuesto a reconocer. Cómo iba a pesar eso en aquella situación, no lo sabía; como tampoco sabía qué sentía ella acerca de su pareja de entonces.

– No sé si me gustan estos silencios tuyos -dijo Laurie-. No solamente no son propios de ti, sino que necesito una respuesta; lo que sea, aunque resulte mala. Necesito saber qué sientes. Tenemos que tomar algunas decisiones; pero, si no quieres saber nada de esto, dímelo porque entonces las tomaré yo sola.

Jack asintió.

– Claro que quiero participar, pero esto es un poco injusto. Se me hace difícil asimilar semejante noticia de golpe y tener que responder en el calor del momento. De hecho, me parece poco razonable por tu parte que lo esperes. Habría preferido que me lo dijeras cuando lo supiste, y haber tenido así la oportunidad de meditarlo los dos juntos. De ese modo, en esta cena podríamos haber compartido nuestros pensamientos.

– Tienes cierta razón -reconoció Laurie-. No es mi intención ponerte en la picota, aunque me gustaría que respondieras como espero.

– ¿Y cómo esperas que responda?

Laurie tendió la mano y cogió el antebrazo de Jack.

– No voy a poner palabras en tu boca si no es para confiar en que este acontecimiento pueda ser beneficioso y ayudarte a abandonar tu actitud doliente. Tener un hijo no supone menoscabar el recuerdo de tu anterior familia. De todas maneras, vete a casa y piénsalo. Me toca guardia este fin de semana, de modo que si no estoy en el apartamento, me encontrarás en la oficina. Esperaré tu llamada.

– Me parece bien -contestó Jack en tono cansado.

– ¡Eh!, no te deprimas por mí -lo reprendió Laurie.

– No pienso deprimirme, pero te diré una cosa: ya no tengo apetito.

– Ni yo -admitió Laurie-. Demos por concluida la noche. Estamos los dos agotados. -Levantó la mano y el camarero acudió a toda prisa.

16

Roger se echó hacia atrás y alzó los brazos hacia el techo. Los tenía rígidos después de haber pasado horas leyendo en la mesa de la sala de reuniones del Departamento de Recursos Humanos del hospital St. Francis. Agrupadas en pequeños montones por toda la mesa, había numerosas páginas salidas de la impresora y un CD recién grabado. Sentada ante él, se hallaba la jefa del departamento, Rosalyn Leonard. Era una llamativa mujer, alta, de negros cabellos y piel de porcelana, que al principio lo había intimidado mostrándose inmune a sus encantos, cosa que él se tomó como algo personal. Para Roger resultaba sumamente importante aparecer atractivo a los ojos de las mujeres que le gustaban. Sin embargo, la persistencia daba resultados y, con el paso de las horas, había acabado prevaleciendo. Al principio muy lentamente, la mujer empezó a mostrarse menos distante hasta que, durante la última media hora, por fin se había decidido a corresponder al coqueteo. A Roger no se le había escapado el hecho de que no llevaba anillo de casada y al atardecer ya le había preguntado sobre su situación. Al enterarse de que estaba soltera y sin compromiso, consideró la posibilidad de invitarla a cenar, pensando especialmente en que las cosas con Laurie pudieran salir mal.

Cuando salió del Manhattan General camino de Queens a primera hora de la tarde, el trayecto le había parecido como un regreso al hogar porque el hospital se hallaba en el lado este de Rego Park, que estaba a tiro de piedra de la zona de Forest Hills donde había crecido. Aunque hacía bastante que sus padres habían muerto, todavía tenía tías y tíos que vivían en el barrio de su infancia. Mientras miraba por la ventanilla del taxi que circulaba por Queens Boulevard, pensó incluso en pasar a visitarlos una vez que hubiera acabado con lo que tenía entre manos.

Había hecho avances significativos. Su reunión con Bruce Martin, que dirigía el Departamento de Recursos Humanos del Manhattan General, había resultado fructífera, aunque no desde el primer momento. Cuando Roger le preguntó directamente por el archivo de empleados, Bruce le contestó que había un montón de normativas federales que restringían el acceso a ese tipo de información. Aquello había obligado a Roger a ser creativo en sus peticiones asegurando que, en su condición de jefe del personal médico, estaba realizando un estudio sobre las relaciones entre los médicos y el resto del personal de apoyo y vigilancia, especialmente con los empleados más recientes, y más concretamente del turno de noche, cuando, según sus propias palabras, el hospital funcionaba con el «piloto automático». En todo momento Roger evitó mencionar el verdadero objetivo de sus averiguaciones.

Cuando salió del despacho de Bruce, este le había prometido una lista de los empleados desde mediados de noviembre, sobre todo los que trabajaban en el turno de once de la noche a nueve de la mañana. Por la mente de Roger había cruzado una sombra de inquietud al dar una fecha tan arbitraria para los nuevos empleados porque pensó que despertaría la suspicacia de Bruce, pero este simplemente tomó nota sin hacer preguntas y le prometió que tendría la lista antes de marcharse aquella tarde y que se la dejaría en su mesa.

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