Robin Cook - ADN

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En el hospital más grande de Nueva York tiene lugar una serie de muertes, ante los ojos de la doctora encargada de las autopsias, inexplicables. El único punto en común entre los pacientes muertos -todos gozaban de muy buena salud- es que pertenecían al mismo seguro médico. Es la primera pista de una terrible historia en la que medicina, adelantos científicos y negocios se enfrentan en una trama de gran suspense…

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Cuando el camarero se hubo marchado, Jack miró a Laurie a los ojos. Ella tenía la vista en el plato y los cubiertos, que colocaba y recolocaba cuando ya estaban perfectamente colocados. Jack se dio cuenta de que se sentía tensa. Pasaron unos minutos. Lo que había parecido una simple pausa en la conversación, le pareció que se convertía en un incómodo silencio. Se movió en el duro asiento y, tras lanzar una rápida ojeada para asegurarse de que nadie les prestaba atención, rompió el silencio.

– ¿Cuándo te gustaría hablar de ese «algo» tan importante que nos afecta a ti y a mí? ¿Es un asunto para los entrantes, el plato principal o para el postre?

Laurie alzó la mirada. Jack intentó leer en sus ojos, verde-azulados, pero no supo averiguar si estaba triste o angustiada. Sus especulaciones acerca de lo que ocurría iban desde que Laurie quería arreglar las cosas entre los dos, tal como Lou había dicho, hasta que iba a anunciarle su compromiso con su amiguito de apellido francés. El hecho de que ella mantuviera el misterio estaba empezando a ponerlo nervioso.

– Si no es mucho pedir te agradecería que evitaras los comentarios sarcásticos. Estoy segura de que salta a la vista que estoy pasando un mal momento, de modo que podrías mostrar un poco de respeto.

Jack respiró hondo. Que le ordenaran abandonar su arma de defensa psicológica más poderosa justo en la situación en que más creía necesitarla no era cosa fácil.

– Lo intentaré -convino-. Pero se me han agotado las ideas intentando adivinar de qué va todo esto.

– Primero, deja que te diga que ayer me comunicaron que soy portadora del marcador del gen BRCA-1.

Jack contempló a su antigua amante mientras una miríada de pensamientos se agolpaba en su cerebro. Junto a sentimientos de preocupación y simpatía figuraba uno menos noble: el alivio. Egoístamente sabía que era más capaz de enfrentarse al problema del BRCA-1 que a la idea de que Laurie fuera a casarse.

– ¿No vas a decir nada? -preguntó ella al cabo de un rato.

– ¡Lo siento! La noticia me ha pillado desprevenido. No sabes cuánto lamento que tengas el gen; pero, viéndolo por el lado positivo, sigo creyendo que es mejor que lo sepas.

– En estos instantes no estoy tan convencida.

– Yo sí. No tengo la menor duda. Por el momento, simplemente significa que tendrás que hacerte más controles, por ejemplo mamografías todos los años. Recuerda que, aunque el marcador dice que tienes más riesgo de desarrollar cáncer antes de los ochenta años, tu madre, cuya mutación sin duda compartes, no lo ha desarrollado hasta poco antes de esa edad.

– Eso es cierto -repuso Laurie reconociendo que Jack tenía razón. Su rostro se había iluminado-. Mi abuela materna, que también tuvo un cáncer de pecho, no lo desarrolló hasta los ochenta; y ninguna de mis tías lo ha tenido, al menos por el momento.

– Bien, ahí lo tienes -dijo Jack-. Me parece que está bastante claro que la mutación de la que tu familia es portadora determina un desarrollo octogenario de la enfermedad.

– Puede ser -contestó Laurie refrenando su optimismo-, pero no hay prueba que confirme esa afirmación, que no tiene en cuenta el aumento del riesgo de tener un cáncer de ovarios.

– En tu familia, ¿se ha dado algún caso de cáncer de ovarios?

– No que yo sepa.

– Pues me parece una estupenda información.

– Puede -repuso Laurie jugando nuevamente con los cubiertos.

Jack tomó otro trago de su helada cerveza. Se sentía acalorado y se preguntó si su rostro lo reflejaría. Metió un dedo por el cuello de la camisa y se lo apartó del sudoroso cuello. Se moría de ganas de quitarse la corbata, pero con lo elegante que iba Laurie no se atrevió. Lo que lo inquietaba era la forma en que ella había planteado el asunto del BRCA-1. Había dicho «primero» y eso le hacía temer que hubiera un «segundo».

En ese momento llegaron la ensalada y los calamares. El camarero sirvió la comida, arregló la mesa y la limpió rápidamente de migas antes de alejarse. El hombre no había protestado por lo exiguo del pedido, lo cual recordó a Jack que una de las cosas que le gustaba de Elios era que nadie le metía prisas para que acabara y poner un nuevo cliente a la mesa, como sucedía a menudo en los restaurantes de moda.

Tras saborear algunos calamares y tomar un poco más de cerveza, Jack se aclaró la garganta. Por superstición no deseaba formular la pregunta, pero la intriga lo estaba matando.

– ¿Había algo más que querías contarme esta noche o era solo el problema del BRCA-1?

Laurie soltó el tenedor y lo miró a los ojos.

– Hay algo más. Quería decirte que estoy embarazada.

Jack tragó saliva, ladeó ligeramente la cabeza como si algo acabara de rozarle el cuero cabelludo y dejó la cerveza en la mesa sin dejar de mirar a Laurie. Que ella estuviera embarazada era lo último que había esperado oír. Su mente era un torbellino de confusión. Volvió a carraspear.

– ¿Quién es el padre?

El rostro de Laurie se ensombreció con la velocidad de una tormenta de verano, y se puso en pie tan bruscamente que tiró la silla hacia atrás. El estruendo hizo que las conversaciones del restaurante cesaran de golpe. Arrojó la servilleta en el plato de la ensalada y dio media vuelta dispuesta a tomar el camino de la puerta. Jack, que inicialmente había retrocedido ante aquella demostración de furia, recobró la iniciativa lo suficiente para coger a Laurie del brazo. Ella dio un tirón, pero él no la soltó.

– ¡Lo…! ¡Lo siento! -balbuceó y añadió apresuradamente-: ¡No te vayas! Tenemos que hablar, y sin duda mi primera pregunta no ha sido la más diplomática.

Laurie dio un nuevo tirón para liberar el brazo, pero con menos energía que antes.

– ¡Por favor, siéntate! -dijo Jack en el tono más calmado y firme del que fue capaz.

Como si de repente tomara conciencia de dónde se hallaba, Laurie miró a su alrededor y vio que los clientes del restaurante estaban inmóviles, con los ojos fijos en ella. Se volvió hacia Jack y asintió. Como si le hubieran hecho una señal, el camarero pareció surgir de la nada, le colocó la silla y se llevó el plato de ensalada con la servilleta. Laurie tomó asiento. Tan pronto como lo hubo hecho, las conversaciones en la sala se reanudaron como si nada hubiera ocurrido. Los neoyorquinos eran gente acostumbrada a los imprevistos y los tomaban tal como llegaban.

– ¿Desde cuándo lo sabes? -preguntó Jack.

– Lo sospeché ayer, pero no he tenido la confirmación hasta esta mañana.

– ¿Estás preocupada por ello?

– ¡Claro que lo estoy! ¿No lo estás tú?

Jack asintió y se produjo una pausa mientras reflexionaba.

– ¿Qué piensas hacer?

– ¿Te refieres a si pienso tener el niño? ¿Es eso lo que estás planteando con tu maldita pregunta?

– Laurie, solo estamos hablando. No tienes por qué enfadarte.

– Tu primera pregunta, tal como la llamas, dio en el blanco equivocado.

– Es evidente que sí; pero, si tenemos en cuenta que has estado teniendo lo que desde fuera parece un apasionado romance, mi pregunta no resulta tan inapropiada.

– Pues teniendo en cuenta que no he tenido relaciones con Roger Rousseau, a mí me parece de lo más grosera.

– ¿Y cómo quieres que lo sepa? Durante las últimas semanas he intentado varias veces llamarte por la noche. Una noche estuve insistiendo hasta tarde y sin éxito, lo cual me hizo pensar que no estabas en casa.

– Me he quedado en casa de Roger en un par de ocasiones -reconoció Laurie-, pero nunca hubo sexo de por medio.

– Eso suena a curiosa distinción, pero sigamos con el asunto.

El camarero reapareció con un nuevo plato de ensalada y una servilleta limpia. En un alarde de perspicacia, lo dejó todo y se marchó.

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