Robin Cook - ADN

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En el hospital más grande de Nueva York tiene lugar una serie de muertes, ante los ojos de la doctora encargada de las autopsias, inexplicables. El único punto en común entre los pacientes muertos -todos gozaban de muy buena salud- es que pertenecían al mismo seguro médico. Es la primera pista de una terrible historia en la que medicina, adelantos científicos y negocios se enfrentan en una trama de gran suspense…

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– Creo que será mejor que me pongas en antecedentes.

– Esta mañana me llamaron de madrugada. Según parece, el tipo que se ocupa de los cadáveres en el General llegó a trabajar a la hora de costumbre y se encontró con un cuerpo que en principio no tenía que estar allí. -Lou se echó a reír-. No sé, eso de encontrarse con un cuerpo de más en el depósito tiene su gracia. He oído de cuerpos que se han perdido o que no estaban donde debían, pero encontrarse con uno de más resulta poco corriente.

– ¿Y por qué te llamaron a ti? ¿No se podía hacer cargo la policía del distrito?

– Mi capitán se enteró justo después de que allí asesinaran a su cuñada. Prácticamente tiene línea abierta con el hospital. Así que me ha llamado a primera hora y me ha ordenado que moviera mi culo hasta aquí. El problema es que no hemos hecho ningún progreso con el caso de su cuñada, de modo que me toca joderme. De todos modos, este caso presenta algunas similitudes porque el cuerpo tiene lo que parecen ser dos agujeros de bala, igual que la cuñada.

– ¿No hay identificación?

– No. Ni idea. Y en el hospital no falta nadie, ya sea entre los pacientes o entre el personal.

– ¿Y qué hay de las manos y la cabeza?

– Han desaparecido. No se han encontrado en ninguna parte.

– ¿Y me dices que tu capitán cree que este cadáver está relacionado en algún sentido con el caso de su cuñada?

– Bueno, no lo dijo con estas mismas palabras, pero eso era lo que estaba pensando sin duda. Esto es de lo más raro. Este cuerpo estaba limpio como una patena cuando el tío del depósito lo encontró en el fondo de la vieja nevera de Anatomía. Nada de sangre ni tripas. Nada, como si el tío acabara de salir de la ducha. Si quieres saberlo, este asunto me parece de lo más raro; y mira que en mi carrera he visto la tira de casos raros.

– ¿Cómo habían cortado las manos y la cabeza?

– ¿A qué te refieres?

– A si eran cortes limpios o si las habían seccionado a hachazos.

– No. Limpios, muy limpios.

– ¿Quizá como solo un médico sabría hacerlo?

– Supongo. No se me había ocurrido, pero sí, de ese modo.

– Suena a caso intrigante.

– ¿Te ocuparás de él ahora mismo? El capitán me ha dicho que quiere noticias lo antes posible.

– Estaré encantada de hacerlo, pero no antes de haber acabado con estos dos chicos.

Lou miró a Laurie y echó otro vistazo a los restos.

– ¿Qué ha pasado aquí?

– Dos chicos arrollados por un tren.

Lou hizo una mueca.

– ¿Y esto es lo que ha atraído a los tipos de la prensa que hay en el vestíbulo?

– Eso me temo. La simple idea de ser atropellado por un tren ya es bastante macabra, pero lo que realmente interesa a esa prensa sensacionalista es si se trata de un doble asesinato o de un doble suicidio.

– Sí -dijo Marvin interviniendo por primera vez-, me iban a aclarar el misterio justo cuando ha irrumpido usted.

– ¿De verdad? -preguntó Lou, que venció su renuencia y se acercó un poco más-. Parece como si a estos chicos los hubieran metido en una picadora de carne. ¿Qué fue, suicidio o asesinato?

– Ninguna de las dos cosas. Fue un accidente.

Tanto Marvin como Lou miraron a Laurie con evidente sorpresa.

– ¿Cómo puedes estar tan segura? -preguntó el detective.

– Estoy segura de que cuando les haga los post mórtem hallaré pruebas de que ambos muchachos estaban muertos cuando el tren los golpeó. Mirad estas pequeñas quemaduras en las plantas de los pies -Laurie levantó los pies de los cadáveres y les mostró las zonas requemadas.

– ¿Qué estoy mirando? -preguntó Lou.

– Quemaduras -repuso Laurie, que a continuación señaló los penes de las víctimas-, igual que estas de la punta de sus glandes.

– ¿Qué coño son «glandes»?

– Es el plural de «glande», la cabeza del pene.

– ¡Ay! -exclamó Lou fingiendo una mueca de dolor.

– Creo que estos dos chicos cometieron el error fatal de orinar juntos en el tercer raíl mientras estaban de pie en el borde de hierro del andén o sobre las vías mismas. Debieron establecer tan buen contacto que la electricidad subió por los chorros de orina y los electrocutó a los dos al mismo tiempo.

– ¡Dios mío! -exclamó Lou-, ¡recuérdame que nunca haga semejante cosa!

El detective se quedó durante la autopsia de los muchachos, que transcurrió rápidamente. Tal como Laurie había predicho, encontraron pruebas visibles de que los brutales traumatismos recibidos habían tenido lugar después de que sus corazones hubieran dejado de latir. Mientras trabajaba, Laurie puso a Lou al corriente del primer caso que había hecho, el de Patricia Pruit, y le contó que su serie de muertes misteriosas en el Manhattan General ascendía ya a ocho.

– Caramba -contestó el detective-, Jack me dijo ayer que tenías siete y que empezaba a estar convencido de tu idea de un asesino múltiple, pero que nuestro departamento todavía no la respaldaba. ¿Cuál va a ser la postura de Calvin ahora? ¿Va a tomar partido oficialmente?

– Calvin no sabe nada de la paciente de hoy -dijo Laurie-. Ignoro cuál puede ser su reacción, pero no soy optimista. Me temo que hará falta que ocurra algo gordo para que abra los ojos, sobre todo porque no hemos sacado nada en claro de Toxicología. Cuando se trata del Manhattan General es como si llevara anteojeras; lo sigue viendo como el viejo y venerable centro académico donde hizo sus prácticas. Lo último que Calvin desearía es manchar el buen nombre de ese centro.

– Lo que de verdad dañará el buen nombre es que los pacientes sanos se les sigan muriendo. De todas maneras, hazme saber si cambia de opinión. Tal como le dije a Jack, con todo lo que está ocurriendo, me veo con las manos atadas, al menos oficialmente. Todo mi esfuerzo se lo dedico al caso Chapman, y si no consigo dar con un sospechoso voy a acabar vendiendo enciclopedias de puerta en puerta.

– La verdad es que estoy trabajando con el doctor Rousseau para encontrar algún posible sospechoso. Anoche me dejó un mensaje en el contestador diciéndome que estaba haciendo progresos.

– Por razones que conoces bien, no me gusta escuchar que estás trabajando con ese tío, pero si me das unos cuantos nombres quizá pueda hacer algo, aunque no sea de manera oficial.

– De hecho, creo que ya tenemos uno -dijo Laurie, que acabó de suturar al último de los chicos y le entregó el instrumental a Marvin-. Bueno, vayamos a ver a nuestro caballero sin cabeza antes de ocuparnos de nuestro turista.

El turista era el cuarto caso que tenían previsto, y se trataba de un estudiante universitario que había sido descubierto a primera hora en Central Park por un corredor y que presumiblemente había fallecido a causa de una intoxicación etílica. Su nivel de alcohol en la sangre se salía de las tablas.

Mientras Marvin iba a buscar a Sal para que lo ayudara a retirar los cuerpos de los dos chicos, Laurie siguió hablándole a Lou sobre su serie; le explicó su idea de que el potencial asesino parecía haberse trasladado del St. Francis al Manhattan General, que Roger iba a comprobar quiénes habían sido transferidos y que era posible que hubiera hablado ya con alguno de ellos, entre los que estaba un anestesista llamado Najah.

– Espera un segundo -la interrumpió Lou alzando la mano-. No sigas. ¿Me estás diciendo que este amiguito tuyo planea acercarse en persona al tal Najah y a otros posibles sospechosos?

– Eso creo, sí -respondió Laurie, sorprendida porque no había esperado una reacción tan negativa por parte del detective.

– ¡Eso es una locura! -dijo Lou-. Ya sabes qué opino de hacer de detective aficionado. Una cosa es conseguir una lista de nombres como resultado de haberse estrujado los sesos y otra muy distinta abordar a alguien concreto.

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