Robin Cook - ADN

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En el hospital más grande de Nueva York tiene lugar una serie de muertes, ante los ojos de la doctora encargada de las autopsias, inexplicables. El único punto en común entre los pacientes muertos -todos gozaban de muy buena salud- es que pertenecían al mismo seguro médico. Es la primera pista de una terrible historia en la que medicina, adelantos científicos y negocios se enfrentan en una trama de gran suspense…

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– ¿Por qué? Hay que reducir el número para averiguar quién es realmente sospechoso. De otro modo, no sería más que simple conjetura.

– ¡Dios mío, Laurie! ¡No me gusta oírte hablar así! Supongamos por un segundo que, tras tu serie de muertes, se oculta realmente un asesino múltiple. Si es así y no está rematadamente loco, será sumamente peligroso. ¡El más mínimo contacto podría parecerle una provocación suficiente!

Marvin y Sal entraron en la sala de autopsias. Mientras retiraban las camillas con los restos de los adolescentes, Lou y Laurie se mantuvieron en silencio. Ambos eran conscientes de la repentina vehemencia del detective. Cuando la puerta se cerró tras los dos ayudantes, Lou carraspeó.

– Lo siento -dijo-, no era mi intención parecer brusco. Es que los detectives aficionados me dan más miedo que el demonio. Lo último que me gustaría es que fueras por ahí jugándote la vida como con aquel caso de Paul Cerino y la cocaína. Tratar con psicópatas no es para novatos.

– Creo que te entiendo.

– Hablando de algo más agradable -dijo Lou, deseoso de cambiar de asunto-, tenía ganas de preguntarte sobre la cena con Jack. ¿Cómo te fue? ¿Vais a enterrar el hacha de guerra de una vez?

Laurie se tomó tiempo para contestar y, cuando lo hizo, fue para decir únicamente que el jurado seguía deliberando. Lou no quedó satisfecho con la respuesta, pero su intuición le aconsejó que lo dejara correr.

Marvin y Sal regresaron empujando una única camilla. Cuando Marvin hubo dejado las radiografías que llevaba bajo el brazo, los dos ayudantes trasladaron expertamente a la mesa de autopsias el cuerpo del hombre sin manos ni cabeza.

– Ahora veo lo que querías decir -dijo Laurie tras echar un vistazo al cuerpo-. Está notablemente limpio.

A diferencia de los destrozados cuerpos de los adolescentes, allí no había sangre, ni siquiera en el cuello y las muñecas, donde los cortes habían sido tan limpios que parecían salidos de las ilustraciones de un libro de anatomía. Sal sacó la camilla, y Marvin dispuso las radiografías en el iluminador.

Las dos balas destacaban igual que dos manchas blancas en medio de una masa grisácea. Una estaba aplastada y tenía forma irregular, la otra era normal. Laurie señaló la deformada cápsula en medio del torso.

– Mi opinión es que esta dio en la columna -dijo indicando un defecto en una de las vértebras-. Yo diría que acabó en el hígado. La otra se halla en el mediastino, el centro del pecho, y no me sorprendería si descubrimos que ha penetrado en el arco aórtico. Ese ha sido el disparo fatal.

– Parece un nueve milímetros -dijo Lou.

– Enseguida lo veremos -repuso Laurie volviendo junto al cuerpo para iniciar el examen externo.

Se situó a la derecha del cadáver, con Marvin al otro lado, y le pidió que hiciera rodar el cuerpo hacia él. Quería ver las entradas de bala y fotografiarlas; pero, cuando Marvin hizo lo que le pedían, Laurie descubrió un pequeño y trabajado tatuaje en forma de pulpo en la base de la espalda del cadáver.

Trastabilló, jadeó pesadamente y tuvo que aferrarse al borde la mesa para no desplomarse. Tenía la mirada fija en el tatuaje.

– Doctora, ¿estás bien? -preguntó Marvin.

Laurie no se movió. Aunque le habían flaqueado las piernas, en eso momento parecía petrificada.

– ¡Laurie! ¿Qué ocurre? -exclamó Lou acercándose para mirar.

Laurie meneó la cabeza para salir del momentáneo trance y dio un paso atrás.

– Necesito hacer una pausa -dijo con apenas un hilo de voz-. Esta autopsia va a tener que esperar. -Dio media vuelta y se dirigió hacia la puerta.

Marvin y Lou la siguieron con la mirada. El policía la llamó, pero ella no contestó. Cuando la puerta se hubo cerrado, Lou miró a Marvin.

– ¿Qué ocurre?

– Ni idea -repuso Marvin poniendo el cuerpo nuevamente boca arriba y soltando una risa desprovista de humor-. Es la primera vez que pasa algo así. Quizá se encuentra mal.

– Creo que iré a comprobarlo.

Esperando encontrar a Laurie en el pasillo, Lou se sorprendió al no ver a nadie. Desde donde se encontraba, podía ver todo el camino hasta la oficina de seguridad, y allí tampoco parecía que hubiera nadie. Confundido por lo que estuviera ocurriendo, pasó ante la fila de compartimientos refrigerados donde se guardaban los cuerpos antes de proceder a su autopsia. Cuando llegó al final, a su izquierda había una gran zona refrigerada donde se podía entrar y a su derecha el cuarto de suministros donde se almacenaban los trajes lunares. A pesar de que se hallaba parcialmente fuera de su campo de visión, alcanzó a distinguir a Laurie quitándose el traje protector. Cuando se asomó, ella estaba conectando la batería al cargador.

– ¿Qué pasa? -inquirió Lou-. ¿Te encuentras bien? ¿No vas a realizar la autopsia?

Laurie se dio la vuelta y miró a su amigo. Tenía los ojos llenos de lágrimas.

– ¡Eh! -exclamó el detective-. ¿Qué ocurre?

Se quitó la mascarilla, el gorro y la bata que llevaba encima de su ropa de calle y envolvió a Laurie en un largo abrazo. Ella no se resistió.

Tras unos minutos, Lou se apartó un poco para mirar el rostro de Laurie sin dejar de abrazarla. Ella levantó una mano, se apartó las lágrimas de la cara y se secó los dedos en la ropa.

– ¿Estás lista para hablar? -preguntó él en voz baja.

Laurie asintió, pero no hizo ademán de querer deshacer el abrazo. Respiró hondo, intentó decir algo, pero se detuvo para enjugarse los ojos de nuevo.

– Tómate tiempo -dijo Lou.

– Me… Me temo que conozco la identidad de ese cuerpo descabezado -dijo finalmente Laurie con voz entrecortada-. Es Roger Rousseau, mi amigo del Manhattan General.

– ¡Santo Dios! -exclamó el policía tanto por compasión como por enfado-. Ahora ves por qué es tan peligroso hacer de detective aficionado.

– No necesito que me sermonees -dijo Laurie apartándose.

– Lo sé. Lo lamento, pero esto es un desastre.

– Dímelo a mí -lo retó Laurie-. Esta persona era alguien importante en mi vida, y fui yo quien lo empujó hasta donde está ahora. ¡Dios mío, qué horror! -sollozó hundiendo en rostro entre las manos.

– Perdóname, doctora, pero eso no fue lo que pasó. Tú le sugeriste que buscara algunos nombres. Si no estoy equivocado, no le pediste que fuera por ahí hablando con presuntos sospechosos. Eso fue idea suya.

– En estos momentos, me parece una diferencia puramente académica -dijo Laurie dejando caer los brazos.

– ¿Vas a ocuparte del caso?

– No. No voy a ocuparme de ese caso -espetó Laurie.

– Vale, vale. No hace falta que te enfades conmigo. Estoy de tu parte.

– Lo siento -repuso ella meneando la cabeza.

Robert Harper, el jefe de seguridad del departamento, cruzó el campo de visión de Laurie cerca de los refrigeradores y desapareció en dirección a la sala de autopsias. A continuación dio media vuelta y reapareció ante los ojos de Laurie.

– Los tipos de la prensa se están poniendo nerviosos -informó-. Se han enterado de lo del cuerpo sin cabeza e insisten en conocer los detalles.

– ¿Cómo lo han sabido? -preguntó Laurie.

Robert hizo gesto de no saberlo.

– Ni idea. Marlene me acaba de llamar para que suba a calmar las aguas.

Laurie miró a Lou, y este alzó las manos en señal de inocencia.

– Yo no les dije nada.

Laurie meneó la cabeza, disgustada.

– Esto es un maldito circo.

– ¿Qué quiere que les diga? -preguntó Harper.

– Dígales que voy a llamar al director.

– Dudo que se contenten con eso.

– Pues no tendrán más remedio -declaró Laurie abriéndose paso entre los dos hombres y regresando a la sala de autopsias.

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