Robin Cook - ADN
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Cinco semanas más tarde
Jasmine Rakoczi estaba segura de que había como mínimo dos francotiradores apostados en la azotea del destrozado edificio de su derecha. Justo delante de ella, se abría un espacio que conducía a otra construcción de mayor altura. Su plan era sencillo: cruzar a toda prisa la explanada, meterse en el edificio y dirigirse al tejado. Desde allí podría dar buena cuenta de los francotiradores y adentrarse en la devastada ciudad para cumplir su misión.
Frotándose las manos de expectación ante su inminente carrera por el terreno despejado, se preparó lo mejor que pudo. El corazón le latía aceleradamente y su respiración era rápida y superficial; pero, echando mano de su entrenamiento militar, se tranquilizó, respiró hondo y finalmente se lanzó.
Por desgracia, las cosas no le salieron como había planeado. A medio camino de la explanada, y justo cuando se encontraba totalmente al descubierto, algo atrajo la atención de su mirada periférica y la hizo vacilar. El resultado fue el previsible: los disparos la alcanzaron; o habiendo sido alcanzada, sin duda no iban a ascenderla.
Mascullando algunas imprecaciones escogidas de entre las que había aprendido con los marines, apartó las manos del teclado y se frotó vigorosamente el rostro. Llevaba varias horas concentrada jugando como recluta del Ejército Rojo en la batalla de Stalingrado del videojuego Call of Duty. Hasta ese momento lo había estado haciendo estupendamente, pero su fracaso significaba que tenía que empezar de nuevo. El objetivo consistía en completar una serie de misiones de dificultad progresiva y ser ascendida hasta llegar al grado de comandante de carros de combate. Sin embargo, no lo iba a conseguir. Al menos aquella noche.
Descansando las manos en el regazo, contempló el lado de la pantalla del ordenador para ver lo que la había distraído. Se trataba de una ventanita que se había abierto y parpadeaba para avisarle de que acababa de recibir un correo electrónico. Dando por hecho que se iba a enfadar aún más cuando descubriera que se trataba de un anuncio de Viagra o alguna estúpida oferta de pornografía, Jazz hizo «clic» en el recuadro. Para su agrado, ¡se trataba de un mensaje del señor Bob!
Un escalofrío le recorrió la espalda igual que una descarga eléctrica. Hacía más de un mes que no tenía noticias del señor Bob y había empezado a pensar que la Operación Aventar había sido cancelada. A lo largo de la última semana había llegado a deprimirse tanto como para sentir la tentación de recurrir al número de teléfono de emergencia que el señor Bob le había facilitado, únicamente para cuando ella, y solo ella, estuviera en un apuro. Puesto que no era el caso, se había resistido; pero al pasar los días y aumentar su descontento empezó acariciar la idea. Al fin y al cabo, estaba llegando el momento en que quizá tuviera que abandonar el Manhattan General, el hospital donde el señor Bob le había indicado concretamente que debía colocarse.
La razón de que Jazz estuviera pensando en marcharse se debía a que su relación con la enfermera encargada del turno de noche, Susan Chapman, se había deteriorado hasta un punto que rozaba lo ridículo. Aunque por otra parte lo mismo le había ocurrido con el resto de sus compañeras de turno. Jazz había llegado a la conclusión de que el turno de noche era el lugar donde las enfermeras más incompetentes se ocultaban del mundo. Ignoraba de qué modo había logrado Susan encaramarse hasta una posición de mando, especialmente en la quinta planta del Manhattan General. No solo era una gorda fofa, sino que no tenía idea de nada y siempre andaba dándole órdenes para que se encargara de eso o aquello y encontrando defectos en todo lo que ella hacía; cosa nada difícil teniendo en cuenta que las demás enfermeras no dejaban de fastidiarla, especialmente cuando se refugiaba en el cuarto trasero para descansar unos minutos y leer una revista.
Lo peor de todo era que Susan siempre le asignaba los casos peores -como si ella no tuviera nada más que hacer que tocarse las narices toda la noche- y dejaba que las demás se llevaran los más fáciles. Susan incluso había tenido la cara dura de llamarle la atención por husmear en los historiales médicos de los casos que no le correspondían y de preguntarle por qué bajaba con tanta frecuencia a la planta de obstetricia cuando se suponía que era su hora de almorzar. Susan le había dicho que la enfermera de Obstetricia se le había quejado.
En aquella ocasión, Jazz se había mordido la lengua y resistido la tentación de responderle como se merecía; o aún mejor, de seguirla hasta su casa y echar mano de la Glock para deshacerse de ella de una vez por todas. Sin embargo, se había inventado una excusa haciendo referencia a su necesidad de ampliar conocimientos. Fue todo mentira, pero pareció funcionar, al menos durante un tiempo. El problema estaba en que necesitaba pasar por Obstetricia y Neurocirugía casi cada noche para mantenerse al tanto de lo que ocurría en aquellos departamentos. Aunque no tenía pacientes que «sancionar», había seguido informando de los casos que terminaban mal, que en Obstetricia eran la mayoría, relacionados con el uso de medicamentos que daban lugar a que nacieran niños con malformaciones. Desgraciadamente, informar de aquello no resultaba divertido ni estimulante, y el dinero parecía calderilla comparado con lo que le pagaban por lo otro.
Conteniendo el aliento, Jazz abrió el correo del señor Bob.
– ¡Sí! -gritó mientras golpeaba el aire con ambos puños, como si fuera una ciclista profesional que acabara de ganar una etapa. El correo contenía un único nombre: «Stephen Lewis», ¡lo cual significaba que Jazz tenía una nueva misión! De repente, acudir al trabajo había dejado de ser la desagradable tarea en que se había convertido. Tener que soportar a Susan Chapman y al resto de idiotas no iba a resultarle más fácil, pero al menos tendría una motivación.
Presa de una gran agitación, Jazz comprobó rápidamente en internet el saldo de su cuenta en el extranjero y se dedicó a contemplarlo durante unos instantes de placer. Ascendía a treinta y ocho mil novecientos sesenta y cuatro dólares más unos pocos céntimos. Pero lo mejor era que al día siguiente sumaría cinco mil dólares más.
Para ella, la idea de tener dinero en el banco equivalía a poder. Aunque no fuera a emplearlo en nada concreto, sabía que podía. El dinero le brindaba opciones. Nunca había tenido dinero en un banco; el dinero que había ganado se lo había gastado en lo que le había apetecido en cada momento en un vano intento de ocultar la realidad de su vida. En el colegio y el instituto había sido en drogas.
Jazz había crecido en un entorno de casi miseria, en un diminuto apartamento del Bronx de una sola habitación. Su padre, Geza Rakoczi, el único hijo de un opositor a la dictadura húngaro que había emigrado a Estados Unidos en 1957, la había engendrado a la edad de quince años. Su madre, Mariana, tenía la misma edad y provenía de una numerosa familia portorriqueña. Por motivos religiosos, los dos jóvenes habían sido obligados por sus respectivas familias a abandonar los estudios y a casarse. Jasmine nació en 1972.
Para ella, la vida fue una lucha constante desde el principio. Sus padres dejaron de ir a la iglesia, a la que culpaban de sus desgracias; se convirtieron en alcohólicos y en consumidores de droga y se peleaban continuamente cuando estaban lo bastante sobrios. Su padre trabajaba de modo esporádico en ocupaciones manuales, desaparecía de casa durante semanas y estuvo en la cárcel por varios delitos menores, incluyendo violencia doméstica. Su madre tuvo diversos empleos, pero la despedían continuamente por absentismo o por deficiencias en el trabajo a causa del alcohol. Al final se convirtió en obesa, circunstancia que aún limitó más sus posibilidades.
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