Robin Cook - ADN

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En el hospital más grande de Nueva York tiene lugar una serie de muertes, ante los ojos de la doctora encargada de las autopsias, inexplicables. El único punto en común entre los pacientes muertos -todos gozaban de muy buena salud- es que pertenecían al mismo seguro médico. Es la primera pista de una terrible historia en la que medicina, adelantos científicos y negocios se enfrentan en una trama de gran suspense…

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Stephen apartó la vista del televisor y miró a Jazz.

– ¿Puedo hacer algo por usted? -preguntó.

– Solo estoy comprobando que todo esté en orden -dijo Jazz sin faltar a la verdad. Estaba satisfecha. Iba a ser coser y cantar.

– Las cosas estarían un poco mejor si los Nicks se decidieran a jugar como saben -contestó Stephen.

Jazz asintió, se despidió con un gesto de la mano, volvió a la planta baja y se dirigió a la cafetería. Estaba satisfecha.

La primera mitad del turno de noche transcurrió como estaba previsto. Jazz estaba a cargo de once pacientes, lo que suponía más trabajo que el asignado a sus compañeras, pero no se quejó. La habían emparejado con la mejor de las ayudantes, lo cual equilibraba la situación. Por desgracia no le tocó Rowena Sobczyk. Con lo ocupada que estaba, no tuvo ocasión de hacer nada para el señor Bob hasta la pausa del almuerzo, que acababa de empezar.

Jazz bajó en el ascensor con otras dos enfermeras y dos ayudantes con las que compartía la pausa para comer, pero se aseguró de perderlas de vista antes de llegar a la cafetería: no quería verse metida en su conversación y que se le hiciera difícil marcharse. Devoró un emparedado y se bebió medio litro de leche desnatada sin sentarse siquiera. Únicamente disponía de treinta minutos, y tenía mucho que hacer.

En el transcurso de su turno, Jazz había añadido unas cuantas jeringas a las ampollas de potasio que llevaba en los bolsillos. Salió de la cafetería y se metió en el lavabo de señoras. Una rápida ojeada bajo las puertas de los excusados le reveló que no había nadie. Para mayor discreción entró en uno de ellos y cerró. Sacó las ampollas de una en una, las destapó con cuidado y preparó las inyecciones. Una vez tapadas las agujas con sus respectivos capuchones, las devolvió a las profundidades de los bolsillos de su bata.

A continuación, salió del excusado y envolvió rápidamente los vacíos recipientes en toallas de papel. Seguía estando sola. Dejando los envoltorios en el suelo, los aplastó con la punta de la zapatilla. El vidrio hizo un débil sonido al quebrarse. Luego, Jazz arrojó los restos de papel y cristal al contenedor de basura.

Se miró en el espejo. Se pasó los dedos por el corto cabello, se ajustó la bata y se colocó bien el estetoscopio que llevaba al cuello. Satisfecha, se dirigió a la salida, armada y dispuesta para la acción. Había sido tan simple como eso. Estaba empezando a apreciar la eficiencia de ocuparse de dos casos la misma noche. Era como hallarse en una línea de montaje.

Cogió el ascensor principal hasta el tercer piso evitando el vestíbulo del Ala Goldblatt para no llamar la atención de los guardias de seguridad. La tercera planta estaba dedicada plenamente a pediatría, y mientras recorría el pasillo hacia el Ala Goldblatt, la idea de niños enfermos le despertó desagradables recuerdos del pequeño Janos. Fue ella quien lo encontró aquella fatídica mañana. La pobre criatura estaba tiesa como una tabla y ligeramente azulada, boca abajo sobre su arrugada sábana. Siendo pequeña todavía, Jazz se había dejado llevar por el pánico y, desesperada en busca de ayuda, fue corriendo a donde dormían sus padres para intentar despertarlos; sin embargo, ninguno de sus esfuerzos pudo arrancarlos de su etílico sueño. Al final, Jazz acabó llamando a la policía y dejando pasar personalmente al equipo sanitario de emergencia.

Una pesada puerta antiincendios separaba el Ala Goldblatt del resto del hospital. Era como si nunca la hubieran abierto y, tras un par de infructuosos intentos, tuvo que apoyar la pierna en la jamba y utilizar toda la fuerza de sus músculos para conseguir que se moviera. Cuando cruzó al otro lado, volvió a caer en la cuenta de lo distinta que era la decoración de la zona Goldblatt. Lo que más le llamó la atención fue la iluminación: en lugar de los habituales fluorescentes, había apliques de pared y las lámparas de los cuadros, cuya intensidad había sido reducida desde su última visita.

Volvió a empujar la puerta antiincendios con el hombro para asegurarse de que se abriría cuando volviera. Esa vez se movió con mucho menos esfuerzo que antes. Echó a andar por el pasillo con paso decidido. Era consciente por experiencia de que no había que mostrarse vacilante porque eso llamaba la atención. Sabía adónde se dirigía, y actuó en consecuencia. A pesar de echar un vistazo por el largo pasillo no vio a nadie, ni siquiera en el distante mostrador de enfermeras. A medida que iba pasando ante las habitaciones de los pacientes oyó el ocasional pitido de un monitor e incluso vio alguna enfermera atendiendo a un paciente.

Al acercarse a su objetivo, experimentó la misma emoción que había sentido en combate, en Kuwait, en 1991. Era algo que solamente los soldados que habían estado en el frente podían comprender. A veces, sentía algo parecido cuando jugaba una partida de Call of Duty, pero no era comparable. Para ella era un poco como el «speed», solo que mejor y sin la resaca. Sonrió para sus adentros: que le pagaran por lo que iba a hacer lo convertía en aún más placentero. Llegó a la habitación 324 y no lo dudó. Entró directamente.

Stephen seguía sentado en la cama, pero totalmente dormido. El televisor estaba apagado. La habitación estaba relativamente a oscuras: la única iluminación provenía de una luz de seguridad y de una luz empotrada del baño. La puerta del lavabo estaba entreabierta y proyectaba sobre el suelo y la cama una estrecha franja de luz igual que una tira de pintura fluorescente. La vía intravenosa seguía en su sitio.

Jazz comprobó la hora. Eran las tres y catorce minutos. Rápida pero silenciosamente fue hasta la cama y abrió la vía intravenosa. Dentro de la cámara Millpore, el goteo se convirtió en un flujo constante. Jazz se inclinó y observó el punto donde la aguja penetraba en el brazo de Stephen. No se apreciaba hinchazón. La intravenosa funcionaba perfectamente.

Volvió a asomarse al pasillo para asegurarse por última vez. No había nadie a la vista. Todo estaba en calma. Mientras volvía al lado de la cama se subió las mangas de la bata por encima de los codos para que no le estorbaran. A continuación, sacó una de las jeringas y le quitó el capuchón de seguridad con los dientes mientras sostenía la línea intravenosa con la mano izquierda. A pesar de su nerviosismo, se serenó antes de clavar la aguja. Se enderezó y escuchó. No oyó nada.

Jazz vació el contenido de la jeringa en el conducto con un fuerte y constante impulso. Mientras lo hacía, vio que el nivel de la cámara Millpore aumentaba, lo cual esperaba que sucediera.

La solución de cloruro potásico hacía que el fluido intravenoso se retirara. Lo que no esperaba fue el ruidoso gemido de Stephen, ni que sus ojos se abrieran de repente; pero aún más inesperado fue que la mano del paciente surgiera de repente y la aferrara por la muñeca con sorprendente fuerza. Un ahogado grito de dolor brotó de los labios de Jazz cuando unas afiladas uñas se le clavaron en la piel.

Dejó caer la jeringa a un lado de la cama e intentó desesperadamente deshacer la presa del brazo, pero no pudo. Al mismo tiempo, el gemido de Stephen se convirtió en un grito. Abandonando todo intento de soltarse, Jazz le tapó la boca con su mano libre al tiempo que apoyaba en ella todo el peso de su torso en un frenético intento de silenciarlo. Lo consiguió a pesar de que Stephen se retorció intentando liberarse.

El forcejeo se prolongó unos instantes, pero las fuerzas de Stephen menguaron rápidamente. Cuando su presa en el brazo de Jazz se debilitó, sus uñas le desgarraron la piel haciéndola gritar de nuevo.

El episodio terminó tan bruscamente como había empezado. Stephen puso los ojos en blanco, su cuerpo quedó inerte y la cabeza se le desplomó sobre el pecho.

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