Robin Cook - ADN

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En el hospital más grande de Nueva York tiene lugar una serie de muertes, ante los ojos de la doctora encargada de las autopsias, inexplicables. El único punto en común entre los pacientes muertos -todos gozaban de muy buena salud- es que pertenecían al mismo seguro médico. Es la primera pista de una terrible historia en la que medicina, adelantos científicos y negocios se enfrentan en una trama de gran suspense…

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Mientras la reanimación proseguía sin esperanzas, Jazz salió de la habitación y volvió al cuarto de las enfermeras. Entró en la salita y se sentó con la cabeza entre las manos. Necesitaba unos minutos para recobrarse. Se había puesto muy nerviosa con el incidente de Stephen, y que además las cosas se le hubieran torcido también con Rowena había sido demasiado. No lo podía creer. Nunca había tenido problemas en los casos anteriores. No podía evitar preguntarse si se asustaría en su próxima misión.

Por el rabillo del ojo vio a Susan acercándose al mostrador de enfermeras. Jazz no la había oído, pero imaginó que había preguntado a la auxiliar encargada, porque esta señalaba en su dirección. Cuando Susan fue hacia ella, Jazz comprendió que iba a tener que capear un nuevo enfrentamiento.

Susan entró y cerró la puerta. No dijo nada, ni siquiera después de haberse sentado. Simplemente se quedó mirándola fijamente.

– ¿Siguen intentando resucitar a la paciente? -preguntó Jazz, incómoda por el silencio. Si iban a discutir, que se acabara cuanto antes.

– Sí -respondió la enfermera jefe secamente antes de hacer una nueva pausa. A Jazz le dio la impresión de que era una especie de extraño concurso de miradas. Por fin, Susan dijo-: Quiero preguntarte otra vez qué hacías en el cuarto de Rowena Sobczyk. Me has dicho que la paciente te llamó. ¿Qué te dijo?

– No recuerdo si fueron palabras. Solo la oí, así que fui a ver, ¿vale?

– ¿Hablaste con ella?

– No. Estaba dormida, así que di media vuelta y salí.

– O sea, que no viste que la intravenosa estaba abierta.

– Así es. No miré la intravenosa.

– ¿Y ella te pareció normal?

– ¡Pues claro! Por eso salía cuando casi tropezamos.

– ¿Qué son esos arañazos del brazo?

Por la forma en que Jazz estaba sentada, las mangas de la bata se le habían subido dejando al descubierto las tres raspaduras y un poco de sangre seca.

– Ah, ¿esto? -preguntó cambiando las manos y bajándose las mangas-. Me las hice en el coche, cuando venía hacia aquí. No es nada.

– Pero han sangrado.

– Puede que un poco, pero no hay problema.

Jazz se vio de nuevo en ese extraño duelo de miradas, como si la estuvieran sometiendo a un tercer grado. Susan no decía nada y apenas parpadeaba. Al final, Jazz se levantó.

– Bueno, tengo que volver al trabajo -dijo sorteando a la enfermera jefe.

– Me parece una extraña coincidencia que estuvieras en esa habitación -dijo Susan volviéndose para encararse con ella.

– Está claro que cuando la paciente llamó debía hallarse al comienzo de lo que fuera que le ha causado la crisis. Lo que ocurre es que yo no vi nada cuando entré. Puede que hubiera debido comprobarlo mejor; pero ¿qué pretendes, hacer que me sienta peor de lo que ya me siento?

– No, la verdad es que no -admitió la enfermera jefe y miró hacia otra parte.

– Bueno, pues lo pretendas o no, lo estás consiguiendo -replicó Jazz antes de salir en busca de la auxiliar que le había sido asignada para aquella noche.

Al principio, creyó que con sus palabras había conseguido librarse de una situación peligrosa con Susan; pero, a medida que fue transcurriendo el resto de su turno, se fue preocupando más. Tenía la impresión de que cada vez que se daba la vuelta, Susan la estaba mirando. Cuando llegó la hora del relevo y las enfermeras de día estaban siendo informadas de los incidentes de la noche, incluyendo el de Rowena Sobczyk, el problema había adquirido proporciones ridículas. Teniendo en cuenta la conducta de Susan, a Jazz no le cabía la menor duda de que ella sospechaba. En su mente solo había sitio para el comentario del señor Bob de que no debían verse ondas sobre la superficie. En lo que a ella hacía referencia, la situación con Susan no amenazaba con crear ondas en la superficie, sino un verdadero maremoto.

Su mayor temor era que, tras el informe, Susan fuera a ver directamente a la supervisora, Clarice Hamilton, una gigantesca afroamericana a quien Jazz consideraba tan estúpida como Susan para trasladarle sus sospechas. Si eso llegaba a ocurrir, sin duda se organizaría un buen follón y a ella no le quedaría más remedio que recurrir al número de emergencia para llamar al señor Bob. En cualquier caso, lo que el señor Bob podía hacer en ese momento era francamente poco.

En cuanto la presentación de informes hubo concluido, Jazz se quedó donde estaba y fingió tener cosas que hacer. Susan pasó cinco minutos más despachando algunos asuntos con la jefa de día. Por lo cerca que se encontraba, Jazz pudo escuchar la mayor parte de la conversación. Por suerte, Susan no dijo nada relacionado con ella. Cuando hubo acabado, la enfermera jefe cogió su abrigo y, charlando y riendo junto con June, se dirigió al ascensor. Entonces Jazz recuperó su abrigo y tomó de paso un par de guantes de látex del mostrador.

A aquella hora de la mañana, con el cambio de turno, la zona de ascensores estaba abarrotada. Jazz se aseguró de mantenerse en la periferia, tan lejos de Susan y June como le fuera posible, y cuando llegó el ascensor se metió tan al fondo como pudo. Desde allí podía distinguir a la enfermera jefe por su ridículo moño.

Cuando la cabina se detuvo en el primer piso, Jazz se abrió camino y salió junto con una docena de personas, incluyendo a Susan. Sabía que la enfermera, al igual que ella, llegaba al trabajo en coche. Como una bandada de gallinas, el grupo salió por la puerta que daba a la pasarela hasta el aparcamiento. Jazz se quedó atrás para cerrar la marcha y, entretanto, se puso los guantes de látex.

Una vez en el aparcamiento, el grupo se dividió hacia sus respectivos vehículos. Jazz avivó entonces el paso. Tenía las manos en los bolsillos, y con la derecha aferraba la Glock. Redujo la distancia que la separaba de Susan, de modo que, cuando la enfermera rodeó el lado del conductor de su Ford Explorer, ella hizo lo mismo por la parte del pasajero. En cuanto oyó que se abrían los cerrojos, abrió la puerta y se deslizó en el asiento delantero.

Jazz lo había calculado a la perfección. Fue como si ella ya hubiera estado sentada cuando Susan se puso al volante. En otras circunstancias, la expresión de sobresalto de su superiora le habría parecido graciosa. El problema era que a Jazz nada de aquello le parecía divertido ya.

– ¿Qué demonios…? -protestó la enfermera jefe.

– Pensé que podríamos hablar un momento en privado y limar asperezas -dijo Jazz. Tema ambas manos en los bolsillos, con los brazos rectos y los hombros subidos.

– No tengo nada de qué hablar contigo -le espetó Susan, que introdujo la llave de contacto y puso en marcha el motor-. Ahora sal de mi coche. Me voy a casa.

– Yo creo que tenemos mucho de qué hablar. No has dejado de mirarme en toda la noche y quiero saber el motivo.

– Pues porque eres un bicho raro.

Jazz rió con desprecio.

– Lo que dices tiene gracia viniendo de ti.

– Esa es la clase de comentario que confirma mi impresión -replicó Susan-. Para serte sincera, nunca me he fiado de ti. No sé por qué te has hecho enfermera. No te llevas bien con nadie y careces de compasión. Todas las noches tengo que asignarte los casos más fáciles.

– ¡Y una mierda! -saltó Jazz-. ¡Siempre me das los más complicados!

Durante un segundo, Susan contempló a Jazz del mismo modo que lo había hecho durante el turno de noche.

– No pienso discutir contigo. La verdad es que si no sales de mi coche ahora mismo pienso llamar a Seguridad y hacer que se encarguen de ti.

– Todavía no me has dicho por qué no me has quitado el ojo de encima. Quiero saber si tiene algo que ver con Rowena Sobczyk.

– ¡Claro que tiene que ver! Es demasiada coincidencia que salieras de su habitación cuando no eras su enfermera. Además, resulta que me acuerdo de que te vieron saliendo del cuarto de Sean McGillin, y él tampoco era tu paciente. Pero no me corresponde a mí hablar contigo de esto. Es cosa de la supervisora de enfermeras, y yo pienso asegurarme de que habla contigo.

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