Robin Cook - ADN

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En el hospital más grande de Nueva York tiene lugar una serie de muertes, ante los ojos de la doctora encargada de las autopsias, inexplicables. El único punto en común entre los pacientes muertos -todos gozaban de muy buena salud- es que pertenecían al mismo seguro médico. Es la primera pista de una terrible historia en la que medicina, adelantos científicos y negocios se enfrentan en una trama de gran suspense…

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Una vez sentada en el Hummer, Jazz hizo lo necesario para tranquilizarse. Había estado bien celebrarlo durante un rato, pero había llegado el momento de ponerse serios. Sabía que despachar dos pacientes resultaría el doble de difícil que hacerlo solo con uno. Por un momento pensó en repartirse la tarea en dos noches, pero descartó la idea: si el señor Bob así lo hubiera querido, le habría enviado los mensajes en días consecutivos. Era evidente que se suponía que debía «sancionar» a ambos la misma noche.

De camino al hospital, ni siquiera se molestó en incordiar a los taxistas. Estaba decidida a mantener la compostura y la concentración. Aparcó el Hummer en su plaza habitual del primer piso y entró en el hospital. Tras dejar su abrigo donde siempre, se dirigió a la planta baja y entró tranquilamente en Urgencias. Le satisfizo comprobar que reinaba el caos de siempre. Tal como había hecho en anteriores misiones, consiguió hacerse sin problemas con las dos ampollas de cloruro potásico. Con una en cada bolsillo de su bata blanca volvió al ascensor y subió a la quinta planta.

En comparación con la sala de urgencias, parecía un remanso de tranquilidad. Sin embargo, Jazz era consciente de la actividad que reinaba. Un vistazo a la lista le dijo que todas las habitaciones estaban ocupadas. El que la sala de descanso se encontrara vacía le indicó que todas las enfermeras y sus ayudantes estaban con los pacientes. En las noches tranquilas, a esa hora, las enfermeras del turno de tarde ya se habían reunido en la habitación de atrás, charlando y disponiéndose a informar y pasar el testigo al personal de noche. La única persona a la vista era la recepcionista de planta, Jane Attridge, que estaba ocupada adjuntando una serie de informes del laboratorio a los respectivos historiales médicos. Jazz echó un vistazo en la sala de medicinas para asegurarse de que Susan Chapman no rondaba todavía por allí. Siempre llegaba antes de la hora.

Jazz se sentó ante el ordenador y tecleó «Stephen Lewis». Le complació averiguar que su habitación era la 324 del Ala Goldblatt. Aunque nunca había ido por allí, le pareció un buen augurio. Sabía que al estar en la zona VIP del hospital encontraría menos actividad de enfermeras que en los pisos normales, lo cual sin duda le facilitaría la tarea. Lo único que tenía que averiguar era si al paciente le habían asignado una enfermera particular, cosa que dudaba porque solo tenía treinta y tres años y estaba ingresado para una operación de clavícula.

Una vez averiguado el caso de Stephen, Jazz tecleó el nombre de Rowena Sobczyk. De inmediato, una sonrisa se dibujó en su rostro. Rowena estaba allí mismo, en la habitación 517, justo al final del pasillo. Se le ocurrió que sería una ironía que le asignaran el caso, situación perfectamente posible. Si así sucedía, le facilitaría la «sanción» todavía más. Fuera como fuese, estaba convencida de que ocuparse de ambos la misma noche sería tan fácil como tirar al blanco.

– Has llegado prontísimo -dijo una voz en tono burlón.

Jazz volvió la cabeza, y una descarga de adrenalina le corrió por las venas. Se hallaba frente al mofletudo rostro de Susan Chapman, cuyas orondas facciones aparecían subrayadas por un ligero sarpullido seborreico. La expresión de Susan era más desafiante que amistosa cuando miró la pantalla del ordenador por encima del hombro de Jazz. Jasmine aborrecía la forma en que Susan se recogía el pelo en un tirante moño pasado de moda, y no podía evitar pensar que parecía una especie de enfermera anacrónica, especialmente si añadía los antiguos zapatos de cordones con gruesas suelas de cuero.

– ¿Qué estás haciendo, si es que puedo preguntarlo? -inquirió Susan.

– Únicamente intentando familiarizarme con nuestros casos -se las arregló para contestar Jazz, que se tragó la irritación que le provocaba aquella mujer y forzó una sonrisa-. Parece que estamos al completo.

Susan se quedó mirando a Jazz durante lo que pareció una eternidad.

– Estamos casi al completo. ¿Qué pasa con Rowena Sobczyk? ¿Acaso la conoces?

– No la he visto en mi vida -repuso Jazz. Seguía sonriendo, y su sonrisa parecía más auténtica porque ya se había repuesto del susto inicial de haber sido descubierta husmeando en la ficha de Rowena-. Estaba echando un vistazo a los nuevos pacientes que tenemos esta noche para familiarizarme.

– De eso me ocupo yo -contestó Susan.

– Lo que tú digas. -Jazz borró la pantalla y se levantó.

– Ya hemos hablado de esto en otras ocasiones -espetó Susan-. En este hospital tenemos unas normas que protegen la intimidad de nuestros pacientes. Si te vuelvo a pescar husmeando tendré que dar parte de tu conducta. ¿Me has entendido? Las fichas solo se consultan en caso de necesidad.

– Tengo que saber qué casos me han encargado.

Susan respiró hondo, como si estuviera exasperada, y miró a Jazz con los brazos en jarras, como una iracunda profesora de colegio.

– Tiene gracia -dijo Jazz rompiendo el silencio-, pero yo habría jurado que tú y los mandamases del hospital estimulabais la iniciativa individual. En fin, como veo que no es así, será mejor que me largue a la cafetería. -Arqueó las cejas interrogativamente y esperó un segundo por si había respuesta de Susan. Al ver que no, la obsequió con otra falsa sonrisa y se dirigió al ascensor. Mientras caminaba podía notar los ojos de Susan clavados en la espalda. Meneó imperceptiblemente la cabeza. Realmente, estaba aprendiendo a odiar a esa mujer.

Descendió hasta la planta baja por si acaso Susan estaba vigilando el indicador del ascensor y desde allí siguió por los pasillos hasta entrar en el vestíbulo del Ala Goldblatt. Podría haber bajado en la tercera planta o en la de pediatría y haber entrado desde allí, pero le preocupaba que Susan pudiera albergar sospechas de sus paseos por el centro.

Hasta en su planta baja el Ala Goldblatt era por completo distinta del resto del hospital. Las paredes estaban recubiertas de caoba y en ellas colgaban óleos con su respectiva iluminación; los corredores aparecían enmoquetados. Los visitantes que salían de los ascensores y se marchaban iban elegantemente vestidos, y los diamantes de las mujeres relucían.

A pesar de las complejas medidas de seguridad de la entrada, nadie puso objeciones a la llegada de Jazz por los accesos del hospital. Junto con otras enfermeras de servicio, se dirigió hasta los ascensores para esperar que llegara uno: se fijó en que todas ellas iban vestidas a la antigua, igual que Susan Chapman. Varias llevaban cofias.

Jazz fue la única persona que se apeó en la planta tercera. Igual que el vestíbulo de abajo, estaba revestida de madera, enmoquetada y decorada con obras de arte. Varios visitantes que se marchaban esperaban el ascensor, y algunos le sonrieron. Ella les devolvió el gesto.

No le parecía en absoluto hallarse en una clínica. Sus zapatillas de deporte apenas hacían ruido en la moqueta. Al asomarse a las habitaciones de los pacientes vio que estaban decoradas con el mismo refinamiento, con muebles tapizados y telas caras. Las horas de visita llegaban a su fin, y la gente se despedía. Cuando estuvo a la altura de la habitación 324 aminoró el paso. A unos veinte metros delante de ella se encontraba el mostrador de las enfermeras: un brillante centro de luz comparado con la tenue iluminación del vestíbulo.

La puerta de la habitación 324 estaba entreabierta, y Jazz miró a un lado y otro del pasillo para cerciorarse de que pasaba inadvertida. Se acercó al umbral y tuvo una vista completa del interior. Tal como esperaba, no había enfermera particular. Tampoco visitas. El paciente era un fornido afroamericano que estaba desnudo de cintura para arriba. Un aparatoso vendaje le cubría el hombro derecho, y tenía una vía intravenosa pinchada en el brazo izquierdo. Se hallaba sentado en la cama del hospital con el respaldo subido y miraba la televisión situada en lo alto de un rincón. Jazz no podía ver la pantalla, pero dedujo por el sonido que se trataba de algún acto deportivo.

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