Robin Cook - ADN

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En el hospital más grande de Nueva York tiene lugar una serie de muertes, ante los ojos de la doctora encargada de las autopsias, inexplicables. El único punto en común entre los pacientes muertos -todos gozaban de muy buena salud- es que pertenecían al mismo seguro médico. Es la primera pista de una terrible historia en la que medicina, adelantos científicos y negocios se enfrentan en una trama de gran suspense…

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Tras la extracción de sangre, que resultó ser un procedimiento engañosamente sencillo, Laurie regresó a la planta baja y esperó en la cola del mostrador de información porque no tenía ni idea de dónde se encontraba la cafetería. Cuando le llegó el turno, una voluntaria de bata rosa le preguntó si quería la cafetería principal o la de personal. Por un instante dubitativa, Laurie contestó que la de personal, y le indicaron el camino.

Las indicaciones eran complicadas, pero la última indicación de la voluntaria -que siguiera la línea púrpura del suelo- le facilitó las cosas. Cinco minutos después, Laurie entraba en la cafetería de personal. Dado que pasaban de las doce, el local estaba abarrotado. Laurie no imaginaba que el personal del Manhattan General pudiera ser tan numeroso, especialmente si tenía en cuenta que toda aquella gente solo representaba una parte de uno de los tres turnos.

Laurie buscó entre los rostros de los que estaban sentados y de los que hacían cola ante la comida. El eco del parloteo le recordó el ruido de los santuarios de aves en las noches de verano. Entre semejante multitud, Laurie no pudo evitar sentirse pesimista ante la posibilidad de encontrar a Sue. La situación era igual que intentar dar con un amigo en Times Square en plena Nochevieja.

Justo cuando se disponía a volver al mostrador para pedir que llamaran a Sue, una mano le dio un toquecito en el hombro. Para su alegría, se trataba de su amiga, que la envolvió en un fuerte abrazo. Sue era una mujer negra, atlética y corpulenta, que había destacado jugando al fútbol y al softball en la universidad. Laurie se sintió empequeñecida en el achuchón. Sue tenía su atractivo aspecto de costumbre. A diferencia de muchos de sus colegas, iba vestida con un elegante conjunto de seda sobre el que se había puesto una inmaculada bata blanca. Al igual que a Laurie, le gustaba cuidar su lado femenino con su forma de vestir.

– Espero que no te hayas traído también el apetito -bromeó Sue señalando la cola ante el mostrador de la comida-. No me hagas caso. Bromas aparte, la comida no es tan mala.

Mientras pasaban ante los platos del bufet y escogían el almuerzo conversaron superficialmente acerca de sus distintos papeles profesionales; y, al llegar a la caja, Laurie le preguntó sobre sus dos hijos. Sue se había casado después de haber concluido las prácticas y tenía un chico de quince años y una niña de doce. Laurie no podía evitar sentir cierta envidia.

– Salvo por el tormento que supone el período de la adolescencia, todo va sobre ruedas -repuso Sue-. ¿Qué me cuentas de ti y de Jack? ¿Alguna luz al final del túnel? Me da la impresión que vosotros dos tenéis que poneros las pilas. Sé que dentro de poco cumplirás los cuarenta y tres porque yo no te ando lejos.

Laurie notó que se ruborizaba y sintió una punzada de irritación por no saber ocultar sus sentimientos. Sabía que Sue había tomado nota de su reacción; y, puesto que llevaban siendo amigas más de veinticinco años, le había confiado su deseo de tener hijos y de consolidar su relación con Jack, especialmente a lo largo de los últimos dos años.

– Lo de Jack y yo ha pasado a la historia -contestó optando por mostrarse más tajante de lo que en realidad sentía-. Al menos en lo que a relación íntima se refiere.

– ¡Oh, no! Pero ¿qué le pasa a ese chico?

Laurie frunció el entrecejo y se encogió de hombros para declarar que no lo sabía. En su estado emocional, no quería verse arrastrada a una larga y fatigosa conversación.

– Bueno, pues, ¿sabes qué te digo?, que has hecho bien librándote de él. Has tenido más que paciencia con ese tonto indeciso. Deberían darte una medalla, porque él no va a cambiar.

Laurie asintió y se abstuvo de defender a Jack porque sabía que su amiga estaba en lo cierto.

Sue insistió en invitarla a comer y pidió que le cargaran la comida en su cuenta. Con las bandejas en la mano, consiguieron sentarse a una mesa para dos al lado de los ventanales. La vista daba a un patio interior con una fuente vacía. En verano estaba lleno de flores y el agua brotaba de los múltiples surtidores.

Charlaron durante un rato más acerca de la situación con Jack, y Sue llevó la voz cantante. Luego, insistió en buscarle alguien más adecuado, y Laurie bromeó contestándole que se atreviera a intentarlo. Más tarde, la conversación derivó al análisis del BRCA-1 de Laurie. Ella le contó el caso de su madre y el hecho de que, como de costumbre, esta le había ocultado la información. El único comentario de Sue fue decir que le concertaría una cita con un oncólogo de primera si el resultado salía positivo.

– ¿Y no tienes médico de cabecera? -le preguntó Sue tras una breve pausa-. Ahora que estás apuntada a AmeriCare, vas a necesitar uno.

– ¿Qué te parecería serlo tú? -le propuso Laurie-. ¿Admites nuevos pacientes?

– Me halagas -repuso Sue-, pero ¿estás segura de que estarás cómoda teniéndome como médico?

– Desde luego -contestó Laurie-. También tendré que cambiar de ginecólogo.

– También te puedo ayudar con eso. Por aquí tenemos gente muy buena, incluyendo a una chica que se ocupa de mí. Es rápida, amable y conoce su trabajo.

– Suena a buena recomendación, pero no tengo prisa. Todavía me faltan seis meses para mi revisión anual.

– Puede que eso sea verdad, pero creo que de todas maneras deberíamos ponernos manos a la obra. Esa chica está muy solicitada. Por lo que sé, tiene una lista de espera de seis meses de tan buena que es.

– Entonces, no hablemos más.

Durante unos minutos se concentraron en sus respectivos platos. Al final fue Laurie quien rompió el silencio.

– Hay otro asunto importante del que te quería hablar.

– Ah, ¿sí? -dijo Sue dejando su taza de té-. Adelante.

– Quería preguntarte sobre el SMAR.

Sue puso cara de completo despiste.

– ¿Qué demonios es el SMAR?

Laurie se echó a reír.

– Me lo acabo de inventar. ¿Has oído hablar del Síndrome de Muerte Infantil Repentina?

– Claro. ¿Y quién no?

– De acuerdo. Yo he acuñado el SMAR para describir el Síndrome de Muerte Adulta Repentina, y me parece que es un buen nombre para un problema que ha venido produciéndose aquí, en el Manhattan General.

– ¿Cómo dices? -preguntó Sue-. Será mejor que te expliques.

Laurie se le acercó.

– Antes de que lo haga, debo advertirte de que el hecho de que la información proceda de mí ha de quedar estrictamente entre tú y yo. Dije a mi jefe que era conveniente avisar a alguien del hospital, pero se puso hecho una furia diciendo que lo mío no era más que simple especulación sin pruebas y que podía resultar dañino para la reputación del Manhattan General. Sin embargo, me siento como el científico que ha conseguido descubrir una cura para una enfermedad grave y que debe darla a conocer a pesar de que las autoridades no quieran aprobar el tratamiento antes de tener todos los resultados. -Laurie se echó hacia atrás en su asiento-. ¡Vaya, sí que me estoy poniendo melodramática! De todas maneras, es cierto que no dispongo de pruebas concluyentes sobre lo que voy a contarte, principalmente porque todavía no he acabado de estudiar los casos. Me faltan las copias de sus historiales clínicos. Lo que ocurre es que tengo un terrible presentimiento y creo que alguien debe saberlo, y es mejor que sea más pronto que tarde. En fin, la politiquería en medicina es algo que me pone de los nervios. Es lo peor de mi trabajo.

– Ahora sí que me has picado la curiosidad. ¡Venga, desembucha!

Inclinándose de nuevo hacia delante, Laurie le contó la historia tal como se había desarrollado en orden cronológico, empezando por el caso McGillin, pasando después a las autopsias practicadas por Kevin y George y finalizando por el caso de aquella mañana. Le habló de las fibrilaciones ventriculares y de que las autopsias no habían arrojado resultado alguno. Después le comentó que, sin patología evidente o microscópica, las posibilidades de que se presentaran cuatro casos por casualidad eran tan remotas como la de que al día siguiente no amaneciera.

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