Robin Cook - ADN

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En el hospital más grande de Nueva York tiene lugar una serie de muertes, ante los ojos de la doctora encargada de las autopsias, inexplicables. El único punto en común entre los pacientes muertos -todos gozaban de muy buena salud- es que pertenecían al mismo seguro médico. Es la primera pista de una terrible historia en la que medicina, adelantos científicos y negocios se enfrentan en una trama de gran suspense…

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Tenía que hablar en voz muy alta para hacerse oír por encima del barullo de la sala, y para reducir en lo posible las molestias de la operación se apretaba con la mano la parte superior del abdomen evitando que las sacudidas movieran la zona intervenida. Cuando Jack había ido a verla, no sentía ningún tipo de molestia, pero desgraciadamente ya no era así.

– Tengo órdenes estrictas de llevarla a su habitación -dijo el asistente con expresión medio confundida y medio desafiante. Sacó una hoja de papel de su bolsillo y la miró-. Usted es Laurie Montgomery, ¿verdad?

Haciendo caso omiso, Laurie levantó la cabeza de la almohada y miró hacia el mostrador central, que era un hervidero de actividad. Las puertas batientes se abrieron de nuevo y metieron a toda velocidad en la UCPA a otro paciente recién operado. De nuevo, el ayudante tuvo que apartar la cama de Laurie para dejarlo entrar.

– Quiero hablar con la enfermera jefe -exigió Laurie.

El celador miró a Laurie y el mostrador central con obvia indecisión y meneó la cabeza.

– Usted no me va a llevar a ninguna parte -afirmó Laurie-. Se supone que debo quedarme aquí. Necesito hablar con el supervisor, con quien sea que esté al cargo.

Haciendo un gesto de resignación, el celador fue al mostrador dejando la cama de Laurie en medio de la sala y sujetando en la mano el papel que había sacado del bolsillo. Laurie lo observó mientras el hombre intentaba que alguien le prestara atención. La persona que lo hizo le indicó a una maciza mujer con un casco de cabello rubio. Laurie observó mientras el celador mostraba la hoja a Thea y señalaba en su dirección.

Thea se llevó la mano a la frente como si ocuparse de aquel problema fuera lo último que necesitara. Salió de detrás del mostrador y fue directamente hacia Laurie con el celador siguiéndola de cerca.

– ¿Qué problema tiene? -preguntó con las manos en la cintura.

– Se supone que tengo que quedarme en la UCPA hasta que la doctora Riley me vea -dijo Laurie mientras se esforzaba para que se le ocurriera algo más que decir. El hecho de que acabaran de despertarla sumado al efecto de la anestesia hacían que su mente funcionara lentamente.

– Deje que le asegure que no solo evoluciona usted favorablemente, sino que su condición es más estable que el peñón de Gibraltar. Usted no necesita la UCPA, y por desgracia tenemos un montón de pacientes que sí. Nos encantaría agasajarla toda la noche, pero tenemos trabajo que hacer. Por lo tanto, ¡que lo pase usted bien! -Dando un último apretón en el brazo del celador para tranquilizarlo, la enfermera regresó al mostrador central para seguir ladrando órdenes a otra enfermera sobre otro paciente.

– Perdón -la llamó inútilmente Laurie-. ¿Podría usted avisar a mi médico o simplemente llamar a alguien?

Thea ni siquiera se dio la vuelta. Estaba inmersa en un nuevo problema.

El celador volvió a situarse tras la cabecera de la cama y la empujó hacia delante. Apuntó a las puertas de la UCPA y la cama chocó contra ellas, abriéndolas. Una vez fuera, la situó paralelamente al pasillo antes de seguir empujando. Laurie se fijó en que había varias camillas aparcadas junto a la pared con pacientes que esperaban para ser llevados a quirófano.

– Tengo que hacer una llamada -dijo Laurie cuando pasaron ante el mostrador de quirófanos.

– Tendrá que esperar a llegar a su habitación -respondió el ordenanza encaminándose hacia la salida.

Cuando llegaron a los ascensores, una sensación de desespero se apoderó de Laurie. La estaban alejando rudamente de su prometido santuario para abandonarla a su suerte, y no podía hacer nada para evitarlo. Víctima de la debilidad causada por la pérdida de sangre y limitados sus movimientos por el dolor de la intervención, no podía imaginarse más vulnerable, y, acordándose del perfil de los pacientes de su serie comprendió que encajaba en él: tenía la edad adecuada, gozaba de buena salud, llevaba un gota a gota, la acababan de operar y era abonada reciente de AmeriCare. Su único consuelo eran las estadísticas y el hecho de que Najah había sido detenido.

– ¿Adónde me lleva? -preguntó Laurie intentando hallar un rayo de esperanza-. ¿No será a Obstetricia y Ginecología?

El ordenanza consultó su hoja de papel.

– No. Allí están completos. Va usted a la habitación 509, en la quinta planta.

22

– ¡Doctor Stapleton! ¡Eh, doctor Stapleton!

Al oír que lo llamaban por encima del llanto de los niños y del rumor de las conversaciones, Jack miró hacia el mostrador. Con toda la cafeína que llevaba encima, había estado paseando de un lado a otro, desde el mostrador a la puerta de entrada, contemplando de vez en cuando la lluvia que seguía cayendo en el exterior, sobre la rampa de cemento para sillas de ruedas. A medida que el tiempo pasaba, había empezado a pensar en cambiar al Plan B, lo cual significaba dejar a un lado las preguntas de los post-it, volver corriendo a la OJMF, recoger los materiales del despacho de Laurie y regresar sin pérdida de tiempo al Manhattan General. Eran las dos y media de la madrugada, y ya llevaba fuera hora y media.

Vio que Salvador le hacía gestos para que se acercara. A su lado estaba una joven que no aparentaba más de quince años. Tenía el cabello de color castaño, liso y hasta los hombros, y lo llevaba peinado con raya en medio y recogido tras unas orejas de buen tamaño. Sus ojos eran grandes y estaban separados por una respingona nariz.

– Es la doctora Shirley Mayrand -dijo Salvador señalando a la residente de Cardiología mientras Jack se acercaba.

Jack se quedó momentáneamente hipnotizado por la juventud de la mujer. Por primera vez en su vida se sentía viejo. A pesar de que se acercaba a la cincuentena, el hecho de jugar al baloncesto con gente mucho más joven que él hacía que se olvidara de su verdadera edad. Como cardióloga residente, aquella joven que tenía delante debía haber pasado por la universidad y completado varios años de prácticas.

– ¿En qué puedo ayudarlo? -preguntó Shirley con una voz que Jack se le antojó más propia de una adolescente.

Después de presentarse, Jack sacó del bolsillo la hoja de Sobczyk con el ECG y la puso sobre el mostrador.

– Los dejaré solos -dijo Salvador, alejándose.

– Sé que esto no es mucho -comentó Jack señalando la gráfica-, pero me preguntaba si podría usted hacer algún comentario.

– No es mucho -se quejó Shirley inclinándose para examinarla.

– Sí. Bueno, es todo lo que tenemos -dijo Jack fijándose en que la raya que separaba los cabellos de la chica serpenteaba entre la frente y la coronilla.

– ¿Qué cable era?

– Buena pregunta. Ni idea. Es la gráfica que se obtuvo al final de un fracasado intento de reanimación cardíaca.

– Entonces, probablemente era un cable normal -observó Shirley.

– Seguramente.

La residente alzó la mirada, y Jack comprendió que una de las razones por la que sus ojos parecían tan grandes se debía a que podía verle el blanco del ojo alrededor de las córneas. Eso le daba un aire de constante e inocente sorpresa.

– No sé qué decir. Debería usted mostrarme algo más para que pudiera hacer algún comentario mínimamente fiable.

– Lo suponía -repuso Jack-, pero esta gráfica corresponde a un paciente que por desgracia ya ha muerto, cosa que usted ya sabe porque acabo de decirle que se obtuvo al final de un fallido intento de reanimación. Lo que quiero decir es que al paciente no le perjudicará lo más mínimo el que usted dé una opinión a la ligera. Si le obligaran a darla, ¿qué diría?

Shirley volvió a estudiar el trazo.

– Bueno, como ya habrá notado, sugiere un ensanchamiento del intervalo PR y de la onda QRS, mientras que la QTRS parece haberse fundido con la onda T.

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