Robin Cook - ADN

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En el hospital más grande de Nueva York tiene lugar una serie de muertes, ante los ojos de la doctora encargada de las autopsias, inexplicables. El único punto en común entre los pacientes muertos -todos gozaban de muy buena salud- es que pertenecían al mismo seguro médico. Es la primera pista de una terrible historia en la que medicina, adelantos científicos y negocios se enfrentan en una trama de gran suspense…

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Jack rechinó los dientes. En cierto sentido le parecía injusto que aquella menuda y joven mujer lo hiciera sentir viejo y estúpido a la vez.

– Disculpe, pero quizá sería mejor si usted limitara sus comentarios a algo que yo pudiera entender. Por ejemplo, podría decirme qué le sugiere lo que ve sin entrar necesariamente en los detalles de cómo ha llegado a esa conclusión.

– Bueno, pues sí me sugiere algo -repuso Shirley mirándolo a los ojos-, pero se me ocurre otra cosa.

– De acuerdo. ¿Qué?

– Ocurre que el doctor Henry Wo, uno de los mejores cardiólogos, está aquí en estos momentos porque tiene que hacer un angiograma en un caso de posible infarto de miocardio. ¿Por qué no se lo enseñamos a él?

A Jack le pareció bien. No había pensado en la posibilidad de contar con una segunda opinión a aquellas horas de la madrugada.

– Pase a la sala de urgencias -dijo Shirley asomándose por encima del mostrador para indicarle el camino-. Le esperaré dentro y lo acompañaré a la sala de cateterismo, donde él está trabajando.

Las puertas del ascensor se abrieron, y el celador sacó la cama de Laurie al vestíbulo de la quinta planta con un gruñido. Dado que había un ligero desnivel entre el suelo y el del ascensor, se produjo una leve sacudida, y Laurie hizo una mueca por el dolor que le causó. Estaba claro que fuera lo que fuese lo que le habían administrado, sus efectos se habían desvanecido.

A pesar de que se sentía tan temerosa como cuando se la habían llevado de la UCPA, al menos se había reconciliado con el hecho de que poco podía hacer hasta que consiguiera un teléfono. Con la idea de poder recuperar su móvil, le había preguntado al celador dónde habían dejado sus cosas; pero él le contestó que no lo sabía.

El hombre la condujo por el corto pasillo que iba desde los ascensores hasta la zona de enfermeras, que destacaba igual que un faro en la penumbra del dormido hospital. Las luces de noche, con sus cristales esmerilados, se hallaban espaciadas a lo largo de las paredes, por encima del rodapié.

Tras haber empujado la cama hasta ponerla a la velocidad del paso, el celador tuvo que esforzarse para detenerse ante la sala de las enfermeras. Acto seguido, bloqueó las ruedas con el freno antes de dejar a Laurie y acercarse al mostrador. Desde su posición, Laurie pudo distinguir dos cabezas femeninas, una con el cabello corto y la otra con una cola de caballo. Ambas levantaron la mirada cuando el celador dejó la tablilla metálica con el historial clínico de Laurie.

– Tengo una paciente para vosotras -anunció el hombre.

Laurie vio que la mujer de pelo corto cogía la tablilla, leía el nombre inscrito en ella e inmediatamente se ponía en pie.

– ¡Vaya, vaya, pero si es la señorita Montgomery! Debo decirle que hace rato que nos preguntamos dónde se había metido usted.

Las dos enfermeras salieron mientras el celador regresaba a los ascensores.

Laurie las observó acercarse, cada una por un lado distinto. Ambas iban vestidas con la ropa de trabajo del hospital. La del cabello corto era de tez morena, tenía los ojos almendrados y una nariz estrecha y aguileña. La otra era más pálida y de facciones más anchas que denotaban ciertos orígenes orientales. Dado que estaban iluminados desde abajo por las luces de noche, de ambos rostros solo resultaban visibles las prominencias óseas, mientras que el resto de sus caras se perdían en una relativa penumbra. A Laurie, que ya estaba bastante asustada, se le antojaron claramente terroríficos.

– Escuchen, tengo que llamar por teléfono -dijo mirando a una y a otra, dudando de cuál de ellas sería la jefa.

– Yo la llevaré a su habitación y la dejaré instalada -dijo la de aspecto asiático haciendo caso omiso de la petición de Laurie.

– Te lo agradezco, Elizabeth -repuso Jazz-, pero creo que me ocuparé personalmente de la señorita Montgomery.

– ¿En serio? -preguntó Elizabeth que parecía realmente sorprendida.

– ¿Alguien me escucha? -dijo Laurie, irritada-. Necesito un teléfono.

– Lo que tú digas -contestó Elizabeth a su compañera y volvió tras el mostrador.

Jazz dejó la tablilla a los pies de la cama y fue hasta la cabecera para empujar.

– ¡Disculpe! -exclamó Laurie volviendo la cabeza para no perder de vista a la enfermera-. ¡Es muy importante que pueda llamar por teléfono! -Hizo una mueca de dolor cuando Jazz desbloqueó las ruedas de la cama y otra más cuando la empujó por el largo y oscuro pasillo.

– Ya la he oído cuando lo ha dicho la primera vez -contestó Jazz, cuya voz reflejaba el esfuerzo de empujar-. Creo que debo recordarle que son las dos y media de la madrugada.

– Mire, ya sé qué hora es -replicó Laurie-, pero debo llamar a mi médico. Se supone que no debo estar aquí. Se supone que me he de quedar en la UCPA hasta que ella venga a hacer su ronda por la mañana.

– Lamento darle la noticia, pero su médico, al igual que todos los médicos, duerme profundamente y no quiere que se la moleste por algún problema logístico.

– ¡Detenga esta cama ahora mismo! -ordenó Laurie-. ¡No pienso entrar en esa habitación!

– Ah, ¿no? -preguntó Jazz, que sin vacilar lo más mínimo siguió adelante, a mayor velocidad incluso que el celador.

Jazz estaba impaciente por llevar a Laurie a su habitación. Cuando había llegado aquella noche al hospital le había costado localizarla. Al principio llegó a creer que el señor Bob se había equivocado con el nombre, pero al final resultó que todo se había debido al retraso con el que habían introducido el nombre de Laurie en el ordenador. Jazz lo averiguó cuando miró el listado de Urgencias al ir a buscar la ampolla de potasio.

– ¡Le exijo que se detenga! -chilló Laurie al ver que Jazz no le hacía caso, pero tuvo que sujetarse el vientre para controlar el dolor. Gritar le resultaba un tormento.

– Ya veo que va a ser una de esas pacientes conflictivas -contestó Jazz con una breve risa.

En realidad pensaba lo contrario: gracias a que la planta de Ginecología y Obstetricia estaba a rebosar, Laurie iba a ser una de sus «sanciones» más fáciles: el hecho de tenerla en su misma planta estando ella de enfermera jefe se lo iba a poner en bandeja.

Una vez ante la habitación 509, Jazz hizo girar rápidamente la cama ciento ochenta grados para meterla de cabeza. Nada más cruzar el umbral, encendió la luz del techo y ambas mujeres parpadearon; a continuación, acercó a Laurie a la cama de hospital, que era más amplia que la semicamilla que ocupaba.

Laurie miró fijamente a la enfermera sin poder adivinar sus intenciones y palideció al leer su nombre en la placa de identificación: «Jasmine Rakoczi». A pesar de los efectos de la anestesia y los calmantes, recordó al instante haberlo visto en las listas de Roger del personal que había pasado del turno de noche del St. Francis al turno de noche del Manhattan General.

– ¿Qué pasa? -preguntó Jazz que había reparado en la asustada expresión de Laurie mientras bajaba la barandilla del lado correspondiente de la cama-. ¿Ocurre algo?

Sin esperar respuesta, Jazz situó a Laurie junto a la cama de hospital. Acto seguido, agarró una esquina de la sábana y la apartó con un brusco quiebro de muñeca, cogiendo a Laurie por sorpresa y dejándola expuesta a los ojos del mundo. Laurie iba vestida únicamente con un camisón de la clínica que dejaba al descubierto sus desnudas rodillas, pantorrillas y pies. El bulto en su bajo vientre señalaba el apósito de la incisión, de donde surgía un drenaje quirúrgico que le salía por debajo del camisón hasta llegar a un artefacto de plástico que mantenía una presión negativa. El interior del tubo se veía manchado de sangre.

– De acuerdo -dijo Jazz en tono impersonal-, arrástrese hasta aquí y yo la pondré cómoda. -Fue a la cabecera de la cama y pasó la botella del gota a gota al soporte de la cama.

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