Robin Cook - ADN
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Laurie no se movió. El pánico que se había apoderado de ella al ser trasladada de la UCPA había aumentado varios enteros al ver el nombre de Jazz en la placa. Estaba paralizada de miedo. Por lo que sabía, Jazz bien podía ser la asesina múltiple.
– Vamos, encanto -dijo Jazz volviendo al lado de Laurie y mirándola desde lo alto-. Mueva esa trasero suyo hasta la cama.
Laurie la contempló con la mayor expresión de desafío de la que fue capaz. Era lo único que se le ocurrió.
– Si no quiere cooperar tendré que llamar a Elizabeth y la cambiaremos de sitio quiera o no quiera -amenazó Jazz-. Esto no es ninguna negociación.
– Quiero hablar con la enfermera jefe -espetó Laurie.
– Pues mire qué bien -rió Jazz-, porque ya está hablando con ella. La enfermera jefe soy yo. Al menos temporalmente, lo cual viene a ser lo mismo.
El desespero de Laurie subió un punto más. Se sentía cada vez más atrapada en una traicionera red de terroríficas circunstancias.
– A ver, ¿por qué no se quiere mover? -preguntó Jazz con evidente irritación mientras hacía un gesto con la mano mostrándole todas las comodidades de la habitación-. Mire esta estupenda cama con todos sus mandos. Puede ponerla en la posición que más cómoda le parezca. Tiene usted televisión, una jarra de agua, aunque sin agua porque todavía no le permiten tomar nada, y un botón para llamarnos a nosotras, sus esclavas. ¿Qué más puede pedir?
Los ojos de Laurie recorrieron involuntariamente lo que Jazz le indicaba. ¡En la mesita de noche había un teléfono! Se preguntó cómo era posible que no hubiera caído en la cuenta antes. El celador incluso se lo había mencionado. Era su salvación. Apretando los dientes, se incorporó sobre los codos y empezó a moverse hacia la cama. A continuación hizo lo mismo hasta pasar las piernas.
– Muy bien -comentó Jazz-. Veo que ha decidido cooperar. Me alegro por las dos.
Tan pronto como Laurie estuvo en la cama, Jazz pasó al otro lado el aparato succionador del drenaje, subió los cobertores que estaban a los pies del colchón y arropó a Laurie hasta el pecho. Luego, le tomó la presión y el pulso. Mientras lo hacía, Laurie no dejó de mirarla fijamente, pero Jazz evitó cualquier contacto visual.
– De acuerdo -dijo finalmente, mirándola y subiendo la barandilla con una sacudida-. Todo parece en orden, aunque su pulso está ligeramente alto. Ahora volveré al mostrador de enfermeras y revisaré lo que le han prescrito. Estoy segura de que le habrán recetado para el dolor algo que pueda tomar según lo requiera. ¿Se encuentra bien ahora o cree que lo necesita?
Laurie se espantó ante la falta de calor humano en la actitud y las palabras de Jazz. Estaba claro que, objetivamente, no tenía nada de qué quejarse, aparte del hecho de que no atendieran sus peticiones; sin embargo, notaba un preocupante desinterés que le parecía del todo impropio de una enfermera y que se sumaba a su ya considerable angustia. Había algo decididamente extraño en Jasmine Rakoczi.
– ¿Se le ha comido la lengua el gato? -preguntó Jazz con una aviesa sonrisa y las manos en jarras-. Por mí está bien. No tiene por qué hablar si no quiere. La verdad es que si está callada me facilita el trabajo. De todas maneras, si cambia de opinión, apriete el botón; aunque claro, cuando lo haga es posible que yo ya esté ocupada con alguien un poco más comunicativo.
Con una sonrisa final que a Laurie se le antojó descaradamente indiferente, Jazz salió de la habitación.
Con cuidado de no moverse demasiado deprisa, Laurie se acercó a la barandilla de la cama y levantó el auricular. El esfuerzo que le supuso tensar los músculos abdominales le causó agudas molestias. Apretando los dientes ante el dolor, consiguió trasladar el aparato desde la mesilla a la cama y dejarlo cerca de ella. Entonces, a causa de la angustia y los calmantes, tuvo que concentrarse para recordar el número del móvil de Jack. Tardó un momento, pero al final acudió a su memoria. Contempló el auricular y por fin se lo llevó al oído.
El corazón le dio un brinco.
¡No había línea!
Presionó frenéticamente la palanca de conexión confiando en escuchar el familiar pitido. Nada. La línea estaba cortada. Entonces, con igual frenesí, apretó el timbre de las enfermeras; no una, sino varias veces seguidas.
A pesar de que a Jack le había parecido buena idea contar con una segunda opinión sobre el ECG, no había tenido en cuenta la disponibilidad del especialista. Cuando entró con Shirley en la sala de cateterismo encontró al doctor en pleno trabajo y tuvo que resignarse a salir y a caminar nerviosamente por el pasillo sin dejar de mirar el reloj. Shirley aguantó estoicamente; si reparó en la inquieta agitación de Jack, no hizo comentario alguno.
Hasta las tres de la madrugada Henry Wo no salió y se quitó los guantes de látex y la mascarilla. Era un fornido asiático de tersa piel y negros cabellos cortados muy cortos. Cuando Shirley se lo presentó, estrechó la mano de Jack con fuerza y entusiasmo. La joven le mencionó el problema del ECG y Jack le entregó la página del expediente de Sobczyk con la gráfica.
– Ya veo, ya veo -dijo Henry asintiendo y sonriendo mientras la estudiaba-. Muy interesante. ¿No tenemos más?
– Me temo que no -repuso Jack, que a continuación explicó resumidamente la historia del intento de reanimación tal como la conocía añadiendo la razón que le llevaba a creer que una segunda opinión podía serle útil.
– Es comprometido dar una opinión con tan poca base -contestó el doctor Wo contemplando el papel. Luego, miró a Shirley-. Doctora Mayrand, quizá le gustaría decirnos qué piensa.
Shirley repitió lo que ya había dicho a Jack acerca de ondas en intervalos mientras Wo seguía asintiendo. Cuando hubo acabado, este le preguntó si tenía alguna idea de lo que podía haber causado aquellas alteraciones.
– El sistema de conducción cardíaco parece estar desmoronándose -dijo Shirley-. Quizá signifique que el bombeo de sodio dentro de las células del racimo de His no se está produciendo o quizá está saturado, con lo cual acarrea una alteración perjudicial del potencial de la membrana.
Jack apretó los dientes de nuevo con ganas de protestar. La breve parrafada de Shirley le recordaba las que había tenido que soportar en la universidad. Con la cafeína corriéndole por las venas, se sentía poco predispuesto a tolerar tanta palabrería y estaba a punto de expresar su impaciencia cuando el doctor Wo le quitó las palabras de la boca.
– Creo que lo que le interesa al doctor Stapleton es saber qué agente pudo haber sido el responsable de lo que estamos viendo en este pequeño fragmento de ECG. ¿Estoy en lo cierto, doctor?
Jack asintió enérgicamente.
– Bien -dijo Shirley, visiblemente incómoda por haber sido puesta en evidencia-, estoy segura de que hay toda una serie de sustancias capaces de provocar semejante situación, incluyendo los niveles tóxicos de cualquier sustancia capaz de producir arritmia; sin embargo, creo que pudo ser causada por un repentino desequilibrio electrolítico, especialmente de potasio o calcio. Eso es todo lo que puedo decir.
– Bien dicho -la felicitó el doctor Wo devolviendo a Jack la hoja de Sobczyk con el ECG.
Jack la cogió mientras meditaba lo que Shirley acababa de decir. No había añadido nada nuevo, pero las palabras «repentino desequilibrio electrolítico» le dieron una idea. La razón de que él y los demás hubieran descartado el posible papel desempeñado por el potasio se debía a que el laboratorio había asegurado que los niveles de potasio post mórtem eran normales. Como todo el mundo sabía, los niveles de potasio ascendían tras la muerte porque las vastas reservas de potasio del cuerpo eran intracelulares y se mantenían por un sistema de transporte activo. Tras el fallecimiento, el sistema de transporte se detenía y el potasio era inmediatamente liberado. Cualquier aumento repentino de potasio en un individuo debido a la inyección de una dosis antes de la muerte quedaría disimulado. Jack debía admitir que si alguien deseaba matar a un paciente, esa era una forma especialmente astuta e insidiosa de lograrlo.
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