Robin Cook - ADN
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Respiró hondo e intentó poner en orden sus pensamientos. Su corazón latía a todo galope por culpa del café, pero su mente funcionaba a paso de tortuga. Le resultaba difícil concentrarse. Con Laurie en una situación tan delicada, no le gustaba estar alejado del Manhattan General; aun así, se habría vuelto loco si hubiera tenido que quedarse en la sala de descanso de los médicos sin hacer nada. Tal como le había dicho ella, se llevaría el material del escritorio al hospital; pero antes se le ocurrió que quizá tuviera tiempo para hallar la respuesta a las preguntas de los post-it. Con varios hospitales cerca, solo le llevaría un momento, y podía ser importante.
Poniéndose en pie, buscó entre los historiales hasta que encontró el de Sobczyk. Le fue fácil encontrar la tira de ECG porque Laurie la había marcado con una regla. La estudió una y otra vez hasta que no tuvo más remedio que reconocer que carecía de sentido para él. En su opinión, dudaba que nadie pudiera hallárselo. Básicamente era el registro de unas células cardíacas al borde de la extinción. Con cuidado sacó la página con la tira, la cogió junto con los dos post-it, salió del despacho dejando la luz encendida y se encaminó hacia el ascensor. La puerta se abrió nada más apretar el botón, cosa que nunca sucedía durante el día: era la única persona en el edificio.
Mientras bajaba planificó su estrategia a pesar de que su mente divagaba. Pensaba dirigirse al centro médico NYU Bellevue, entrar en Urgencias y hablar con el cardiólogo de guardia. Jack no creía que le llevara demasiado tiempo porque era más que probable que el cardiólogo estuviera trabajando; a continuación planeaba pasar por el laboratorio para ver si podía encontrar al supervisor nocturno. Si alguien podía decirle qué tipo de análisis era el MFUPN y qué significaba dar positivo en MEF2A, ese era el supervisor. Se preguntó si ambas incógnitas estarían relacionadas.
Fuera seguía lloviznando, de manera que Jack corrió literalmente hacia la Primera Avenida con la hoja del historial de Sobczyk protegida bajo la chaqueta. La sala de urgencias del Bellevue tenía el mismo aspecto que la del General cuando había ido a ver a Laurie. La afluencia de gente no solía disminuir hasta las tres de la madrugada. Jack se dirigió a recepción y consiguió la atención de un enfermero que por su planta bien podría haber sido portero de discoteca; su nombre era Salvador, y llevaba una docena de cadenas de oro sobre su velludo pecho.
– Soy el doctor Stapleton -se identificó Jack-. ¿Podría decirme quién es el cardiólogo de guardia?
– No lo sé, pero lo averiguaré -contestó antes de preguntar a voces a un colega que se hallaba en la zona de tratamiento que se abría al otro lado del mostrador. Se llevó la mano a la oreja para oír mejor la respuesta. El otro sujeto se hallaba fuera de la línea de visión de Jack.
– Es la doctora Shirley Mayrand -repuso el enfermero volviéndose hacia Jack.
– ¿Sabe usted si la doctora se encuentra aquí en estos momentos?
– Ni idea -contestó el enfermero encogiéndose de hombros.
– ¿Cómo puedo localizarla?
– Yo puedo hacerlo por usted -propuso Salvador, que cogió el teléfono y marcó el número de la centralita-. ¿Quiere que la llame a Urgencias?
Jack asintió.
– La esperaré aquí mismo.
Jack se dio la vuelta y contempló la escena, que en cualquier caso resultaba visualmente animada. Repartida ante él, e instalada en las sillas de vinilo de la sala de espera, había una amplia muestra de la vida de Nueva York que abarcaba desde lo más alto a lo más bajo: de bebés que lloraban a viejos babeantes; de mendigos sin hogar a tipos vestidos a la última moda; de borrachos a perturbados; de heridos a enfermos. Todos aguardaban turno para que se ocuparan de ellos.
– ¡Un momento! -chilló Thea por teléfono mientras intentaba llenar un impreso. Al no conseguir hacer ambas cosas a la vez, lo dejó estar y reanudó la conversación. Se trataba de la supervisora del turno de noche, Helen Garvey.
– ¿Cuál es el recuento de camas? -preguntó Helen sin más preámbulos.
– ¿Ocupadas o vacías? -quiso saber Thea.
– Es la pregunta más tonta que he escuchado esta noche.
– Estás de mal humor.
– Estoy en mi derecho. Según me acaban de avisar de Urgencias, nos va a llegar una avalancha de casos con todo tipo de traumatismos. La primera oleada ya está en camino. Se ha producido un choque frontal entre un autobús y una furgoneta, y el autobús ha saltado por encima del guardarraíl. Según tengo entendido, han repartido a los heridos, pero a nosotros nos ha tocado la parte del león. He llamado a todo el personal de guardia para poner en marcha los veinte quirófanos. Va a ser una larga noche.
– Aquí tenemos trece pacientes y solo tres camas libres.
– Malo. ¿Qué situación tienen esos pacientes?
Thea recorrió sus dominios con la vista mientras repasaba mentalmente la situación de cada caso.
– Todos están más o menos bien salvo uno que tiene un aneurisma que le vuelve a sangrar. No se pude mover de aquí porque es posible que vuelvan a abrirlo. Sigue perdiendo sangre por el drenaje.
– ¿Y los demás están estables?
– Por el momento.
– Pues ya puedes hacer sitio porque se avecina una gorda.
Thea colgó. Se sentía como una moto. Desafíos como aquel eran su punto fuerte.
– ¡Escuchad! -llamó a sus tropas-. Vamos a pasar a situación de desastre, ¡y no se trata de ningún ejercicio!
El desbloqueo de las ruedas de la cama sacó a Laurie de su anestesiada somnolencia y la medio despertó. Parpadeó ante la intensa claridad de los fluorescentes del techo y por un momento no supo dónde ni en qué momento estaba. Hubo otra sacudida cuando la cama empezó a moverse, y aquella brusquedad le recordó que acababa de sufrir una operación abdominal. De golpe, Laurie supo dónde se encontraba, y el gran reloj que había en la puerta de la UCPA, hacia donde se dirigía, le dijo la hora: las dos y veinticinco.
Volviendo la cabeza en respuesta al parloteo de unas voces, Laurie captó un atisbo de la frenética actividad del mostrador central. Luego, echó la cabeza hacia atrás y miró al ayudante que se la llevaba. Era un afroamericano delgado como una espiga y de tez clara, con un bigote muy fino y pelo entrecano. Los músculos del cuello se le tensaban mientras se esforzaba por alinear la cama con las puertas batientes.
– ¿Qué ocurre? -preguntó Laurie.
El celador no respondió, sino que se concentró en frenar la cama antes de hacerla retroceder unos pasos. Las puertas de la UCPA se abrieron de golpe. Una nueva cama entraba a toda prisa llevando a un paciente recién salido del quirófano. Había alguien en la cabecera, empujando, y otra persona en los pies, tirando. Los acompañaba un anestesista que mantenía abiertas las vías respiratorias del paciente sosteniéndole la mandíbula. Los tres hablaban al mismo tiempo.
Laurie repitió la pregunta al ayudante que la llevaba. Notaba una difusa angustia en la boca del estómago. Algo sucedía. Según le habían dicho, no iban a trasladarla hasta que su doctora fuera a verla por la mañana.
– Va usted a su habitación -dijo el celador, ocupado en maniobrar la cama de Laurie para dejar pasar la que llegaba.
– Pero se suponía que iba a quedarme aquí -repuso Laurie con creciente alarma.
– Allá vamos -dijo el hombre como si no la hubiera oído, soltando un gruñido al conseguir poner en movimiento la cama.
– ¡Espere! -gritó Laurie. El esfuerzo le provocó una mueca de dolor de la cicatriz.
Sorprendido por la súbita reacción de Laurie, el ayudante detuvo la cama y la miró con aire preocupado.
– ¿Qué pasa?
– Se supone que no debo salir de aquí -aseguró Laurie.
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