Anne Perry - El Rostro De Un Extraño

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Su nombre es William Monk, su profesión, detective de la policía. Eso, al menos, es lo que le dicen cuando despierta en un hospital londinense, ya que él no recuerda nada. Al parecer, el carruaje en que viajaba volcó y como consecuencia de este accidente el cochero murió y él quedó malherido. Tras pasar tres semanas inconsciente y otras tantas de convalecencia, Monk recupera la salud, pero no la memoria. Su primer caso cuando se reincorpora en el cuerpo de policía es el brutal asesinato de Joscelin Grey, un héroe de la guerra de Crimea que fue golpeado hasta morir en sus aposentos. Se trata de un asunto delicado, pues la familia de la víctima no está dispuesta a que un simple plebeyo hurgue en sus intimidades. Sin embargo, Monk no se deja amilanar y, mientras busca una clave que ilumine su propio pasado, empieza a investigar entre las amistades de Grey.

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Menard se tambaleó como si Callandra acabara de asestarle un golpe y durante un breve instante Monk pensó que iba a desmayarse. Después se irguió y se puso frente a ella como delante de un pelotón de fusilamiento que hubiera estado esperando desde hacía tiempo. El miedo peor no era ahora el de morir.

– ¿Fue por Edward Dawlish? -Ahora la voz de Callandra era poco más que un murmullo-. Recuerdo cómo os queríais cuando erais niños, la pena que sentiste cuando lo mataron. ¿Por qué se peleó su padre contigo?

Menard no eludió la verdad, aunque no se la dijo a Callandra sino a su madre. Se la dijo con voz contrita pero dura, toda una vida de anhelos y rechazos quedaba por fin al descubierto.

– Porque Joscelin le dijo que yo lo había empujado a jugar por encima de sus posibilidades y que en Crimea había jugado fuerte con otros oficiales, y que había perdido y que habría muerto endeudado… a no ser porque Joscelin se había encargado de pagar sus deudas.

Le terrible ironía que encerraban sus palabras no le pasó a nadie por alto. Hasta la misma Fabia se echó atrás al advertir lo que tenía de cruelmente absurdo la situación.

– En nombre de su familia -prosiguió Menard con voz ronca, y con los ojos clavados en Callandra-, puesto que yo era el que lo había llevado a la ruina.

Tragó saliva.

– Por supuesto no había deuda alguna. Joscelin ni siquiera estuvo en la misma zona que Edward, lo descubrí más tarde. Una más de sus mentiras para conseguir dinero. -Miró a Hester-. No fue tan terrible como lo que usted sufrió. Por lo menos Dawlish no se quitó la vida. Pero lo siento mucho por su familia.

– No perdió dinero -habló Monk por fin- porque no tuvo tiempo. Usted mató a Joscelin antes de que su hermano pudiera hacerse con él. Pero ya lo había pedido.

Se hizo un profundo silencio. Callandra se llevó las manos a la cara; Lovel estaba anonadado, no comprendía nada. Fabia era una mujer destrozada, ya nada le importaba. Lo que pudiera ocurrirle a Menard contaba muy poco. Joscelin, su amado Joscelin, acababa de ser asesinado de nuevo ante sus ojos de una manera infinitamente más ignominiosa. No sólo le habían arrebatado el presente y el futuro sino que, además, la habían despojado de su cálido, dulce y precioso pasado. Todo acababa de esfumarse. No quedaba nada, sólo un puñado de tristes cenizas.

Todos estaban a la espera, cada cual en su propio mundo suspendidos entre la esperanza y la desesperación irrevocables. Fabia era la única que ya había recibido el golpe definitivo.

Monk tenía las uñas clavadas en las palmas de las manos, tan fuertemente apretaba los puños. Todavía podían escapársele todos. Menard podía negarlo y entonces no habría pruebas suficientes. Runcorn se quedaría únicamente con los hechos y se lanzaría contra Monk. ¿Qué lo protegería?

Aquel silencio era como un dolor lento que iba creciendo segundo tras segundo.

Menard miró a su madre, vio que movía la cabeza y volvía la cara a un lado de forma lenta y deliberada.

– Sí -dijo Menard finalmente-, fui yo. Joscelin era despreciable. No se trataba sólo de lo que le había hecho a Edward Dawlish ni de lo que me había hecho a mí, sino de lo que pensaba seguir haciendo. Había que pararle los pies antes de que el escándalo se hiciera público y el nombre Grey pasara a convertirse en sinónimo del que estafa a las familias de sus compañeros de armas muertos, una versión más sutil y más lamentable de aquellos soldados que a la mañana siguiente de la batalla recorren a rastras el campo para despojar a los cadáveres de los objetos de valor que llevan encima.

Callandra se le acercó y le cogió el brazo.

– Te procuraremos la mejor defensa que podamos encontrar -le dijo con voz tranquila-. La provocación era muy fuerte, no creo que te encuentren culpable de asesinato.

– No haremos nada por ti. -La voz de Fabia fue como un graznido roto por un sollozo, después clavó sus ojos en Menard con un odio terrible.

– Yo sí -la corrigió Callandra-, dispongo de medios suficientes. -Se volvió de nuevo hacia Menard-. Yo no te abandonaré, querido mío. Supongo que ahora tendrás que salir de esta casa en compañía del señor Monk, pero te prometo que haré todo cuanto sea necesario.

Menard le tomó la mano un momento y la retuvo. En sus labios aleteó una especie de sonrisa. Después se volvió hacia Monk.

– Estoy preparado.

Evan estaba junto a la puerta con las esposas en el bolsillo, pero Monk movió negativamente la cabeza y Menard salió lentamente entre los dos. Lo último que oyó Monk fue la voz de Hester junto a Callandra.

– Declararé en su favor. Cuando el jurado sepa todo lo que Joscelin le hizo a mi familia, es muy posible que lo comprendan…,

Monk sorprendió la mirada de Evan y sintió una débil esperanza. Si Hester Latterly declaraba a favor de Menard, difícilmente podía perderse la batalla. Monk sujetó a Menard por el brazo, con suavidad.

Anne Perry

El Rostro De Un Extraño - фото 2
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