Anne Perry - El Rostro De Un Extraño

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Su nombre es William Monk, su profesión, detective de la policía. Eso, al menos, es lo que le dicen cuando despierta en un hospital londinense, ya que él no recuerda nada. Al parecer, el carruaje en que viajaba volcó y como consecuencia de este accidente el cochero murió y él quedó malherido. Tras pasar tres semanas inconsciente y otras tantas de convalecencia, Monk recupera la salud, pero no la memoria. Su primer caso cuando se reincorpora en el cuerpo de policía es el brutal asesinato de Joscelin Grey, un héroe de la guerra de Crimea que fue golpeado hasta morir en sus aposentos. Se trata de un asunto delicado, pues la familia de la víctima no está dispuesta a que un simple plebeyo hurgue en sus intimidades. Sin embargo, Monk no se deja amilanar y, mientras busca una clave que ilumine su propio pasado, empieza a investigar entre las amistades de Grey.

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– Sí, lady Fabia. He venido para informarle de la verdad sobre la tragedia de mi familia… y de la suya.

– Ya le di mi más sentido pésame, señorita Latterly -dijo Fabia mirándola con una mezcla de lástima y desdén-, pero debo decirle que no me interesa conocer los detalles de las pérdidas humanas de su familia, de la misma manera que tampoco tengo intención de pasar revista con ustedes a las desgracias que a mí me afligen. Por algo son cuestiones de índole personal. Supongo que han venido guiados por las mejores intenciones, pero su actitud está totalmente fuera de lugar. De manera que tengan muy buenos días. El lacayo los acompañará hasta la puerta.

Monk sintió el primer síntoma de indignación pese a saber que aquella mujer tardaría muy poco en ser víctima de una espantosa decepción. Sufría de una voluntaria y monumental ceguera y su capacidad para ignorar al resto de la humanidad era absoluta. La expresión del rostro de Hester se endureció y se hizo tan granítica como la de Fabia.

– Se trata de la misma tragedia, lady Fabia. Aquí no cuentan las buenas intenciones, sino el hecho de que todos estamos obligados a afrontar la verdad. A pesar de que no me resulte agradable, no pienso rehuirla…

Fabia levantó la barbilla y los finos músculos del cuello se le tensaron, parecía esquelética, como si la vejez se hubiera abatido sobre ella de pronto, en el breve espacio que ellos llevaban en la habitación.

– Nunca en la vida he rehuido la verdad, señorita Latterly. Prefiero ignorar su impertinencia. Usted ha olvidado sus modales.

– Preferiría olvidarme de todo y volver a casa -dijo Hester mientras por su rostro pasaba la sombra de un sonrisa que se desvanecía al momento-, pero no puedo. Creo que sería mejor contar con la presencia de lord Shelburne y del señor Menard Grey para así evitarnos tener que repetir más tarde nuestra conversación. Quizá quieran hacer preguntas y, por otra parte, el comandante Grey era hermano de ellos y tienen derecho a conocer cómo y por qué murió.

Fabia estaba sentada e inmóvil, los rasgos de su cara rígidos, las manos a medio camino de la cuerda de la campanilla. No les había invitado a sentarse, y de hecho estaba a punto de volverles a ordenar que se retirasen, pero de pronto, al oír la mención del asesinato de Joscelin, todo cambió para ella. En la habitación no se oía el más mínimo ruido, salvo el tictac del reloj de bronce sobre la repisa de la chimenea.

– ¿Sabe quién mató a Joscelin? -Lady Fabia miró a Monk e ignoró a Hester.

– Sí, señora, lo sabemos. -Monk se notó la boca seca y sintió el latido furioso de su corazón en las sienes. No sabía si la reacción obedecía al miedo o a la piedad. Cuando no a ambos sentimientos.

Fabia lo miró fijamente y le ordenó que se lo explicara todo, aunque lentamente fue apagándose en ella su actitud desafiante. Algo debió de ver en el rostro de Monk que no pudo afrontar, algo definitivo y concluyente que llegó a ella junto con la primera oleada de un estremecimiento, un miedo oscuro. Inmediatamente tiró de la cuerda y, tan pronto como acudió la camarera, le dijo que rogara a Menard y a Lovel que vinieran sin pérdida de tiempo. No habló de Rosamond. Ella no llevaba la sangre de los Grey y, al parecer, Fabia la consideraba ajena a la revelación.

Esperaron en silencio, cada uno encerrado en su propio mundo de desdichas y aprensiones. El primero en llegar fue Lovel, que miró con semblante irritado primero a Fabia y después a Monk, y finalmente a Hester con aire de sorpresa. Era evidente que acababa de dejar interrumpida una actividad mucho más perentoria para él.

– ¿Qué pasa? -preguntó a su madre con el ceño fruncido-. ¿Se ha descubierto alguna cosa?

– El señor Monk dice que por fin sabe quién mató a Joscelin -respondió ella con un rostro tan imperturbable como una máscara.

– ¿Quién fue?

– No me lo ha dicho. Está esperando a Menard. Lovel se volvió a Hester con una mirada que reflejaba su extrañeza.

– ¿Señorita Latterly?

– La verdad tiene que ver también con la muerte de mi padre, lord Shelburne -le explicó Hester con voz grave-. Puedo dar cuenta de algunos aspectos de la misma, lo que les permitirá entenderla mejor.

Sobre él se cernió la primera sombra de ansiedad, pero antes de que pudiera hacer más preguntas, entró Menard, que paseó la mirada por todos los circunstantes y palideció.

– Monk sabe por fin quién mató a Joscelin -explicó Lovel-. Por el amor de Dios, le ruego que nos informe. Supongo que lo habrá detenido, ¿verdad?

– Estoy a punto de hacerlo, señor.

Monk se mostraba más cortés con todos que en anteriores ocasiones. Era una manera de poner distancias, una especie de defensa verbal.

– Entonces, ¿se puede saber qué quiere de nosotros? -preguntó Lovel.

Era como echarse de cabeza en un profundo pozo de hielo.

– El comandante Grey se ganaba la vida gracias a las experiencias que había vivido en la guerra de Crimea… -comenzó a decir Monk.

¿Por qué era tan comedido con las palabras? Vestía la realidad con repugnantes eufemismos.

– ¡Mi hijo no «se ganaba la vida» como usted dice! -saltó Fabia-. Mi hijo era un señor, no tenía ninguna necesidad de ganarse la vida. Vivía de las rentas del patrimonio familiar…

– Que no le alcanzaban ni remotamente para costearse el tren de vida que llevaba -interrumpió Menard con violencia-. Si te hubieras dignado observarlo un poco, aunque sólo hubiera sido una vez, habrías podido darte cuenta.

– Yo ya lo sabía -intervino Lovel mirando a su hermano-, pero suponía que era afortunado en el juego.

– Sí… a veces. Pero otras veces perdía sumas enormes, más de lo que podía permitirse. Entonces seguía jugando por ver si se rehacía e ignoraba las deudas hasta que… yo se las pagaba, para mantener a salvo el honor familiar.

– ¡Embustero! -exclamó Fabia con fulminante desdén-. Siempre estuviste celoso de él, desde niño. Era más valiente, más afable e infinitamente más atractivo que tú. -Por un momento brilló en su cara el efímero fulgor del recuerdo, se impuso al presente y borró todas las arrugas que había inscrito en ella la indignación… pero enseguida ésta se sobrepuso con más fuerza aún que antes-. Tú esto no se lo podías perdonar.

El rostro de Menard se tiñó de un color ceniciento y vaciló como si aquellas palabras lo hubieran fulminado. Pero no se tomó el desquite. Con todo, sus ojos y la forma en que torció los labios revelaron la gran lástima que le inspiraba su madre, lo que ya era una manera de esconder la amarga verdad.

Monk odiaba aquella situación. Era inútil seguir tratando de evitar que Menard quedara al descubierto.

Entonces se abrió la puerta y entró Callandra Daviot. Miró primero a Hester, en cuyos ojos leyó una profunda sensación de alivio, después miró los de Fabia, que reflejaban un gran desdén y, finalmente, vio la angustia que sentía Menard.

– Se trata de un asunto familiar -dijo Fabia como dándola por despedida-. No hace falta que te molestes.

Callandra pasó por delante de Hester y tomó asiento.

– Por si lo has olvidado, Fabia, soy una Grey de nacimiento, cosa que no puedes decir de ti misma. Veo que ha venido la policía, por lo que deduzco que será porque se sabe algo más sobre la muerte de Joscelin… tal vez incluso quién es el responsable. ¿Qué hace usted aquí, Hester?

Hester volvió a tomar la iniciativa. Aunque estaba desolada, mantenía los hombros muy erguidos, como preparándose a hacer frente a la adversidad.

– He venido porque sé bastantes cosas acerca de la muerte de Joscelin que a lo mejor ninguno de ustedes creería si las conocieran de labios de otra persona.

– Entonces, ¿por qué las ha escondido hasta ahora? -le dijo Fabia poniendo en tela de juicio sus palabras-. A mí me parece que se está usted entrometiendo en un asunto que no le concierne, señorita Latterly, y presumo que su actitud obedece a esa misma naturaleza díscola que la llevó nada menos que a Crimea. No me extraña que no se haya casado.

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