Hester había tenido que oír opiniones peores y de labios de gente que le importaba bastante más que Fabia Grey.
– Si no las dije antes fue porque no sabía que pudieran tener importancia -dijo con voz monocorde-. Ahora pienso que sí la tienen. Joscelin fue a visitar a mis padres después de la muerte de mi hermano en Crimea. Les dijo que la noche antes de que ocurriera su muerte había prestado a George un reloj de oro. Les pidió que se lo devolviesen, dando por sentado que el reloj estaba entre los efectos de George. -Bajó ligeramente la voz e irguió más la espalda-. Como entre las cosas de George no se encontró ningún reloj, mi padre se sintió tan abochornado que hizo todo cuanto estaba en su mano para compensar de alguna manera a Joscelin. Le brindó hospitalidad y le ofreció dinero para que Joscelin lo invirtiese en sus negocios y no sólo puso en sus manos su dinero sino también el de amigos suyos. La empresa en cuestión fracasó y tanto el dinero de mi padre como el de sus amigos se perdió. Incapaz de soportar la vergüenza, mi padre se quitó la vida. Mi madre murió de pena poco después.
– Siento muchísimo la muerte de sus padres -la interrumpió Lovel mirando primero a Fabia y después nuevamente a Hester-. Pero ¿qué tiene que ver todo esto con el asesinato de Joscelin? A mí me parece un hecho bastante comprensible; un hombre de honor que quiere cubrir de alguna manera una deuda contraída por su hijo muerto con otro oficial.
A Hester le tembló la voz y pareció que iba a perder el dominio de sus nervios y que se desmoronaba.
– Lo del reloj no era verdad. Joscelin no había conocido a George, ni tampoco a una docena de militares más cuyos nombres extrajo de la lista de bajas, o que él vio morir en Shkodér. Yo vi cómo anotaba los nombres, aunque entonces no sabía por qué lo hacía.
Los labios de Fabia estaban lívidos.
– Esto es una abominable mentira… no merece ni desprecio. Si yo fuera un hombre ahora mismo le cruzaba la cara de un latigazo.
– ¡Mamá! -protestó Lovel, aunque ella no le hizo el más mínimo caso.
– Joscelin era un hombre guapo, valiente, dotado de gran talento y lleno de encanto e ingenio. -Fabia cedió a la emoción del momento, su voz se hizo ronca al recordar las alegrías de otros tiempos y hacérsele presente la angustia presente-. Todo el mundo le quería… salvo los que lo envidiaban. -Sus ojos se clavaron en Menard y reflejaron un sentimiento muy cercano al odio-. Esos eran hombres insignificantes que no podían soportar que otros consiguieran lo que ellos, pese a sus esfuerzos, eran incapaces de conseguir. -Los labios le temblaron-. Lovel porque Rosamond amaba a Joscelin: él sabía hacerla reír y soñar. -Su voz se endureció-. Y Menard porque no podía soportar que yo amara a Joscelin más que a nadie en el mundo y siempre fue así.
Fabia se estremeció y fue como si su cuerpo se replegara en sí mismo, se aislara de un medio detestable.
– Y ahora se presenta esta mujer con esta historia falsa y amañada y vosotros os quedáis aquí escuchando tranquilamente sus palabras. Si fuerais hombres dignos de tal nombre, la sacaríais de esta casa y la cubriríais de insultos por calumniadora. Pero parece que de esto tendré que encargarme yo. Aquí no hay nadie que sienta el honor de la familia salvo yo. -Se apoyó en los brazos del sillón como si fuera a levantarse.
– De esta casa no vas a echar a nadie hasta que lo diga yo -dijo Lovel con voz tensa pero serena, cortando la emoción de Fabia con el acero de sus palabras-. Tú no defiendes el honor de la familia, a quien defiendes es a Joscelin, tanto si lo merece como si no. El que se encargó de pagar sus deudas y de barrer el rastro de engaños y estafas que Joscelin dejó tras de sí fue Menard.
– ¡Valiente tontería! ¿Y quién dice eso? ¿Menard? -Fabia escupió el nombre-. Es el único que tacha a Joscelin de embustero. ¡Nadie más! Pero si Joscelin estuviera vivo, no se atrevería a decírselo a la cara. Si tiene la osadía de decirlo es porque cree que tú estás con él y porque aquí no hay nadie que le diga que él sí es un embustero y un desgraciado traidor.
Menard se quedó inmóvil, aquel golpe final había quedado visiblemente inscrito en el sufrimiento que reflejaba su rostro. Su madre lo había herido y él, en cambio, había defendido por ella a Joscelin una última vez.
Callandra se levantó.
– Te equivocas, Fabia, siempre te has equivocado. La señorita Latterly es una de las personas que pueden dar testimonio de que Joscelin era un estafador que hizo dinero engañando a los pobres infelices, familiares de muertos, tan desesperados y confundidos que no supieron verle tal cual era. Menard fue siempre mejor que Joscelin, pero tú eras demasiado sensible a los halagos para poder advertirlo. Quizás a quien Joscelin engañó más que a nadie fue a ti. Tú fuiste la primera y la última a la que engañó, aquella a la que engañó siempre. -Ya no podía parar, ni siquiera ante el rostro desolado de Fabia al entender, por fin, la amarga verdad-. Pero tú querías que te engañaran. Joscelin te decía lo que tú querías oír, te decía que eras guapa, simpática, alegre… todo lo que un hombre encuentra grato en una mujer. Si Joscelin aprendió ese arte fue gracias a tu credulidad, a tu deseo de que te regalaran los oídos, de reír, de ser el centro de toda la vida y de todo el amor de la casa. Si él lo decía no era porque lo creyera ni un momento, sino porque sabía que tú lo amabas cuando te decía estas cosas. Sí, tú lo amabas de una manera ciega y sin establecer distinciones, con exclusión de todos los demás. Ésta fue tu tragedia y también la suya.
Fabia se iba marchitando ante los ojos de todos.
– A ti nunca te gustó Joscelin -dijo finalmente en un último y frenético intento de defender su mundo, sus sueños, todo aquel pasado dorado que ella amaba tanto, todo lo que daba sentido a su vida pese a que estaba desmoronándose ante ella… no ya sólo lo que había sido Joscelin, sino también lo que había sido ella-. Eres una mujer mala.
– No, Fabia -replicó Callandra-, lo que soy es una mujer triste. -Se volvió a Hester-. No creo que fuera su hermano quien mató a Joscelin pues de lo contrario usted no habría venido a decírnoslo. Habríamos dado crédito a la policía y no habrían sido necesarios los detalles. -Con una tristeza inconmensurable miró a Menard-. Tú pagabas sus deudas. ¿Qué más hiciste?
En la habitación reinó de pronto un doloroso silencio.
A Monk le latía el corazón con tanta fuerza que sacudía todo su cuerpo. Estaban al borde de la verdad, pero todavía quedaba muy lejos. Un simple desliz podía enviarlo todo al traste y ellos sumirse nuevamente en un abismo de miedos, de dudas musitadas a media voz, de sospechas siempre visibles, de dobles sentidos, de pasos traicioneros y manos alevosas puestas sobre el hombro.
Aún en contra de su voluntad, miró a Hester y vio que ella también lo miraba, que en sus ojos rondaban los mismos pensamientos. Volvió rápidamente la cabeza hacia Menard y vio que estaba palidísimo.
– ¿Qué otra cosa hiciste? -repitió Callandra-. Tú sabías que Joscelin era…
– Yo pagué sus deudas. -La voz de Menard no era más que un murmullo.
– Deudas de juego -admitió ella-. Pero ¿y sus deudas de honor, Menard? ¿Y las terribles deudas con hombres como el padre y el hermano de Hester? ¿Éstas también las pagaste?
– De los Latterly yo-yo no sabía nada -dijo Menard tartamudeando.
Callandra tenía el rostro tenso por el dolor.
– No quieras engañarte, Menard. Tal vez no conocieras a los Latterly de nombre, pero sabías lo que hacía Joscelin. Sabías que sacaba dinero de donde podía, porque sabías que necesitaba mucho dinero para jugar. No me digas que no sabías de dónde lo sacaba. Te conozco mejor de lo que crees. Tú no te habrías quedado en la ignorancia, sabías lo embustero y tramposo que era Joscelin y sabías que no tenía forma de conseguir dinero más que a su manera. Menard… -Lo miró con expresión dulce, llena de piedad-. Hasta ahora siempre te has portado como un hombre de honor, no vayas a estropearlo con una mentira. No serviría de nada, no hay escapatoria posible.
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