El rostro de su esposa se alteró tan levemente que se habría atribuido a un cambio de luz, de no haber sido porque el cielo que se podía contemplar al otro lado de las ventanas era de un azul uniforme y sin nubes. De pronto pareció cansada.
– Sé que para Joscelin las cuestiones financieras a veces resultaban difíciles -respondió ella con voz tranquila-. Pero no conozco detalles e ignoro también si debía dinero a alguien.
– Resulta difícil imaginar que tratara de estos asuntos con mi esposa -dijo Lovel volviéndose con viveza-. De haber necesitado un préstamo habría acudido a mí… pero era lo bastante sensato como para no intentarlo. Dicho sea de paso, su asignación era cuantiosa.
Monk observó con gran interés la espléndida estancia, las enguirnaldadas cortinas de terciopelo, por no hablar del jardín y el parque que se extendían hasta la lejanía, y se abstuvo de hacer ninguna observación relativa a la generosidad. Volvió a mirar a Rosamond.
– ¿Usted no lo ayudó nunca, señora?
Rosamond vaciló.
– ¿De qué modo? -preguntó Lovel levantando las cejas.
– ¿Tal vez… con algún regalo? -apuntó Monk procurando hacer la pregunta con el máximo tacto-. ¿Tal vez un pequeño préstamo para cubrir algún apuro momentáneo?
– Me veo en la necesidad de interpretar que usted sólo busca nuestro perjuicio -intervino Lovel con aspereza-, lo que no deja de ser deplorable, y como persista en su actitud haré que lo retiren del caso.
Monk se quedó estupefacto; no había querido ofender a nadie, lo único que pretendía era descubrir la verdad. Pero semejantes muestras de susceptibilidad no dejaban de ser anecdóticas y en aquel preciso momento sólo le inspiraron una ligera indulgencia.
Lovel advirtió su irritación y la tomó por incapacidad de comprensión.
– Señor Monk, una mujer casada no posee nada de lo que pueda deshacerse para ayudar, ni a un cuñado ni a nadie.
Monk se sonrojó por su desliz y por los aires de condescendencia que le demostraba Lovel. Desde luego que conocía las leyes, si se las mentaban. Por ley, ni las alhajas personales de Rosamond eran suyas. Si Lovel le impedía desprenderse de ellas, no tenía más remedio que obedecerle. Pero desde luego que no le cabía ninguna duda, viéndola hablar de aquella manera y observando aquel brillo de sus ojos, de que lo había hecho.
Monk no sentía ningún deseo de traicionarla, la certeza era lo único que quería. Por este motivo se abstuvo de responden como habría querido.
– No quise referirme a nada que la señora pudiera haber hecho sin el permiso de usted, señor, sino simplemente a un gesto de amabilidad por parte de lady Shelburne.
Lovel se disponía a replicar, pero cambió de parecer y volvió a mirar por la ventana con las facciones tensas y la espalda erguida y envarada.
– ¿Afectó mucho la guerra al comandante Grey? -Monk volvió a dirigirse a Rosamond.
– ¡Oh, sí!
Por un momento su rostro reflejó una gran emoción; después, recordando las circunstancias en que se encontraba, luchó por dominarse. De no haber sido educada en los privilegios y deberes que corresponden a una señora, se habría echado a llorar allí mismo.
– Sí -dijo de nuevo-, sí, aunque supo dominarse gracias a su gran coraje. No hacía muchos meses que volvía a ser el de siempre, al menos en la mayoría de las ocasiones. Incluso a veces tocaba el piano y cantaba para deleite nuestro. -Sus ojos abandonaron a Monk para perderse en algún recoveco de sus pensamientos-. Nos contaba historias divertidas y nos hacía reír, aunque en algunas ocasiones se acordaba de los hombres que habían muerto y supongo que también de sus propios sufrimientos.
Monk estaba formándose un cuadro cada vez más preciso de Joscelin Grey: un oficial joven y gallardo, de trato amable, tal vez un tanto bisoño; después, tras las experiencias de la guerra, con todo su dolor y su sangre, y en su caso con una responsabilidad de un tipo completamente nuevo, la vuelta a casa debió de suponer reanudar hasta cierto punto la vida de antes: la del hijo más joven, con poco dinero pero con un gran encanto y una gran dosis de valentía.
No era hombre capaz de hacerse enemigos perjudicando a nadie, pero no hacía falta poseer gran imaginación para deducir que podía haber despertado celos lo suficientemente poderosos como para provocar un asesinato. Todo lo que se necesitaba para que esto sucediera podía muy bien estar encerrado en aquella encantadora estancia con sus tapicerías y su vista al parque.
– Gracias, lady Shelburne -dijo con gran cortesía-, me ha proporcionado un retrato mucho más exacto que el que tenía hasta ahora y le estoy muy reconocido. -Se volvió a Lovel-. Gracias, señor. Si fuera posible, querría hablar ahora con el señor Menard Grey…
– No está en casa -respondió Lovel, tajante-. Ha ido a ver a uno de los arrendatarios de nuestras tierras y como no sé a cuál, es inútil que vaya usted por aquí merodeando. A fin de cuentas, usted busca al asesino de Joscelin, no material para escribir una nota necrológica.
– La nota necrológica quedará terminada cuando incluya la solución -replicó Monk, clavando directamente en Lovel sus ojos desafiantes.
– ¡Entonces, adelante! -le devolvió Lovel-. No se quede usted al sol… váyase y haga algo de provecho.
Monk salió sin decir palabra y cerró la puerta del salón tras él. En el vestíbulo había un criado que esperaba discretamente para indicarle la salida… o quizá para asegurarse de que no se llevaba la bandeja de plata donde se dejaban las tarjetas de visita o el abrecartas con mango de marfil, que estaban dispuestos sobre la mesa del recibidor.
El tiempo había experimentado un cambio espectacular y habían aparecido unos imprevistos nubarrones que habían traído consigo una borrasca y, en el momento en que salía, las primeras gotas de un chaparrón.
Ya estaba fuera, caminando bajo la lluvia a través del camino de entrada de la casa, cuando por pura causalidad encontró al último miembro de la familia. Vio que la mujer se acercaba a él con gran presteza, recogiéndose las faldas para que no se le enredaran en unas zarzas que, desbordando los arriates, se extendían por el sendero más estrecho. Aquella señora recordaba a Fabia Shelburne tanto por la edad como por la indumentaria, aunque no poseía el frágil encanto de ésta. Tenía, además, la nariz más larga, llevaba el cabello más descuidado y era evidente que no había sido nunca una belleza, ni siquiera cuarenta años atrás.
– Buenas tardes -dijo Monk levantándose el sombrero en un discreto gesto de cortesía.
La mujer detuvo sus rápidos pasos y lo miró llena de curiosidad.
– Buenas tardes. Usted no es de la casa. ¿Qué hace por aquí? ¿Se ha perdido quizá?
– No, gracias, señora. Pertenezco a la Policía Metropolitana y he venido a informar de la evolución de las pesquisas en el caso del comandante Grey.
Los ojos de la mujer se fruncieron, gesto que Monk no habría podido asegurar si obedecía al deseo de expresar su satisfacción o a qué otro motivo.
– Pues lo veo a usted muy hecho y derecho para hacer de mensajero. ¿No habrá venido a ver a Fabia?
Como no sabía con quién hablaba, Monk se que do sorprendido un momento como buscando una respuesta cortés.
Pero ella comprendió su actitud al momento.
– Soy Callandra Daviot; el difunto lord Shelburne era mi hermano.
– Debo entonces colegir que el comandante Grey era sobrino suyo, ¿no es así, lady Callandra?
Le había dado el título correcto sin pararse a pensar, de lo que se percató sólo después de dicho, lo cual hizo que se preguntara qué conocimientos o qué interés podían haberlo inducido a hacerlo. Lo único que le importaba en aquel momento era recoger otra opinión más sobre Joscelin Grey.
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