Anne Perry - El Rostro De Un Extraño

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El Rostro De Un Extraño: краткое содержание, описание и аннотация

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Su nombre es William Monk, su profesión, detective de la policía. Eso, al menos, es lo que le dicen cuando despierta en un hospital londinense, ya que él no recuerda nada. Al parecer, el carruaje en que viajaba volcó y como consecuencia de este accidente el cochero murió y él quedó malherido. Tras pasar tres semanas inconsciente y otras tantas de convalecencia, Monk recupera la salud, pero no la memoria. Su primer caso cuando se reincorpora en el cuerpo de policía es el brutal asesinato de Joscelin Grey, un héroe de la guerra de Crimea que fue golpeado hasta morir en sus aposentos. Se trata de un asunto delicado, pues la familia de la víctima no está dispuesta a que un simple plebeyo hurgue en sus intimidades. Sin embargo, Monk no se deja amilanar y, mientras busca una clave que ilumine su propio pasado, empieza a investigar entre las amistades de Grey.

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Runcorn refunfuñó.

– Supongo que le habrá hecho preguntas sobre el difunto, ¿verdad? ¿Le habrá preguntado qué clase de hombre era?

– Sí, pero como es natural las opiniones de ella son sesgadas…

– Por supuesto -admitió Runcorn con acritud, levantando las cejas-, aunque usted habrá sido lo bastante perspicaz para ver más allá de sus palabras.

Monk ignoró la pulla.

– Parece que era su hijo favorito -replicó-, el que ella tenía en mayor estima. En esto coincide la opinión de todos, incluso de la gente del pueblo. Aun descartando aquellos que no hablarían contra el difunto, ni contra el hijo mayor de la casa, aun así, parece que era un hombre con un encanto fuera de lo común, que poseía un excelente historial como militar y no tenía especiales vicios ni debilidades, salvo el de no ser muy diestro en el manejo de sus haberes. Tenía algún acceso de cólera de cuando en cuando y poseía un gran sentido del humor si le daba por demostrarlo. De todos modos, era generoso, recordaba los cumpleaños y los nombres de los criados y sabía divertirse. Empieza a dar la impresión de que uno de los motivos del asesinato podrían ser los celos.

Runcorn soltó un suspiro.

– Está todo muy liado -dictaminó al tiempo que empequeñecía el ojo izquierdo hasta dejarlo convertido en una rendija-. No me ha gustado nunca tener que escarbar en las relaciones familiares, y cuanto más alto subes, peor parado sales. -Se ajustó instintivamente la chaqueta pero ni así consiguió que le sentara mejor-. Así se porta la sociedad con uno; cuando se empeña, disimula las pistas mejor que cualquier criminal. Esta clase de gente no suele cometer errores pero por Dios bendito que el día que se equivoca la hace gorda. -Agitó el dedo en el aire en dirección a Monk-. Escuche bien lo que le digo, como aquí haya alguna cosa fea, será peor de lo que nos figuramos. No sé si usted tiene debilidad por las clases altas, amigo, pero le aseguro que cuando se trata de proteger a los suyos juegan sucio como el primero, se lo digo yo.

Monk no supo qué contestar. No recordaba haber dicho ni hecho nada que pudiera provocar en Runcorn tales resabios, semejantes notas de reconvención. ¿Sería él un descarado arribista? La sola idea le resultaba repulsiva, patética incluso si bien se miraba: ¡querer impresionar a los demás aparentando lo que no se es, aunque a los demás les tenga completamente sin cuidado, es más, cuando es casi seguro que pueden detectar sus orígenes antes de que abras la boca!

Con todo, ¿acaso la mayoría no aspira a promocionarse así que se le presenta ocasión? ¿Se había mostrado quizás excesivamente ambicioso cometiendo además la necedad de demostrarlo?

Lo que más le turbaba era aquella idea insistente que persistía en el fondo de sus pensamientos: ¿por qué había estado ocho años sin ir a ver a Beth? Por lo visto, era el único familiar que le quedaba, pese a lo cual prácticamente había ignorado su existencia. ¿Por qué?

Runcorn lo miraba fijamente.

– ¿Y bien? ¿Qué me dice? -preguntó.

– Sí, señor -dijo volviendo a la realidad-. Estoy perfectamente de acuerdo con usted, señor. Soy de la opinión de que puede tratarse de algo muy desagradable. Hay que odiar mucho a una persona para matarla de la manera que mataron a Grey. Imagino que, si el asunto tiene algo que ver con la familia, harán lo posible para taparlo. De hecho, el hijo mayor, el actual lord Shelburne, no parecía demasiado interesado en que indagara en esa dirección. Hizo lo posible para convencerme de que reconsiderara la idea de que el autor era un ladrón circunstancial o un loco.

– ¿Y Su Señoría?

– Ella está empeñada en que prosiga las pesquisas.

– Pues en ese caso está de suerte, ¿verdad? -dijo Runcorn asintiendo con la cabeza y plegando sus labios en una mueca-, porque esto es ni más ni menos lo que va usted a hacer.

Monk advirtió el punto final a la entrevista.

– Sí, señor, empezaré con Yeats.

Se excusó y se dirigió a su despacho.

Evan estaba sentado a la mesa, ocupado escribiendo. Levantó la cabeza con una sonrisa furtiva cuando entró Monk. Éste experimentó una alegría inusitada al verlo; se daba cuenta de que ya veía en Evan más a un amigo que un colega.

– ¿Qué tal Shelburne? -preguntó Evan.

– ¡De lo más delicioso! -replicó Monk-. Y de lo más formal. ¿Qué me dice del señor Yeats?

– De lo más respetable -la boca de Evan se torció en un gesto de momentánea y contenida satisfacción- y de lo más ordinario. Nadie tiene nada contra él. De hecho, nadie dice mucho de él, incluso hay a quien le cuesta recordar de quién se trata.

Monk desterró a Yeats de sus pensamientos y habló de lo que más le importaba en aquel momento.

– Runcorn es de la opinión de que las cosas se complicarán bastante y espera mucho de nosotros…

– Naturalmente. -Evan lo miró de manera absolutamente franca-. Por eso se dio tanta prisa en meterlo a usted en el caso, pese a que apenas se ha repuesto del accidente. Siempre que uno tiene que habérselas con la aristocracia las cosas se ponen feas. Y reconozcámoslo, por lo general a los policías se nos trata como si estuviéramos al mismo nivel social que los criados. Somos como las alcantarillas: cuanto más lejos, mejor. Somos necesarios en una sociedad imperfecta, pero no resultamos lo bastante dignos como para hacernos pasar al salón.

En otro momento Monk hubiera soltado una carcajada, pero ahora no sólo estaba preocupado sino que se sentía acuciado.

– ¿Por qué me ha elegido a mí? -quiso saber de pronto.

Evan se sintió francamente confundido y quiso disimular lo que parecía turbación con un formalismo.

– ¿Cómo dice?

– ¿Que por qué me ha elegido a mí? -repitió Monk con más acritud.

Aunque había notado que su voz subía de tono, no se sintió capaz de dominarla.

Evan bajó torpemente los ojos.

– ¿Quiere una respuesta sincera, señor? Aunque a buen seguro que usted la conoce tan bien como yo.

– Sí, quiero sinceridad. Se lo pido por favor. Evan lo miró directamente a los ojos, estaba nervioso y cohibido a un tiempo.

– Pues porque usted es el mejor detective de la comisaría y también el más ambicioso. Porque usted sabe vestir bien y hablar bien, porque si aquí hay alguien que pueda equipararse a los Shelburne, esa persona es usted. -Vaciló, se mordió los labios y continuó-: Y si usted fracasa, ya sea porque lo lía todo y no es capaz de encontrar al asesino o porque se enfrenta con lady Shelburne y ella presenta quejas a quien sea, hay algunos a quienes no les importaría que usted fuera degradado. Y lo que es peor, si resulta que el culpable es uno de la familia… y usted tiene que detenerlo…

Monk lo miró fijamente pero Evan no apartó los ojos. Monk sintió un estremecimiento de sorpresa.

– ¿Incluido Runcorn? -dijo con voz muy tranquila.

– Eso creo.

– ¿Y usted?

La sorpresa de Evans era más que evidente.

– No, yo no -dijo con toda sencillez y, aunque no protestó con vehemencia, Monk le creyó.

– Muy bien -dijo suspirando profundamente-. Mañana iremos a ver al señor Yeats.

– Sí, señor. -Evan sonrió, contento de haber dejado atrás aquel mal momento-. Estaré aquí a las ocho.

Monk protestó en su fuero interno por la hora, pero tuvo que aceptar. Le dio las buenas noches y se fue a su casa.

Ya en la calle, sin siquiera advertirlo, echó a andar en dirección contraria, hacia la iglesia de St. Marylebone. Estaba a más de dos millas de distancia y se sentía cansado. Había caminado mucho en Shelburne; le dolían las piernas, y tenía llagados los pies. Paró un coche, y a la pregunta del cochero Monk respondió dándole la dirección de la iglesia.

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