Lovel lo miró sin responder; Monk seguía esperando.
– Sí, supongo que es así -dijo Lovel finalmente-. Cuatrocientas libras al año… y por supuesto, su pensión del ejército.
La cantidad sonó importante a oídos de Monk. Se podía llevar un excelente tren de vida, mantener a una esposa, a una familia y a dos criadas por menos de mil libras. Era posible, sin embargo, que Joscelin Grey tuviera unos gustos más mundanos: trajes, clubs, caballos, juego, tal vez mujeres o, en todo caso, regalos destinados a mujeres. Hasta el momento no habían indagado en su círculo social, suponiendo que el asesino era un intruso anónimo y Grey una víctima del infortunio, sin que se les hubiera ocurrido que pudiera ser un conocido suyo.
– Gracias -respondió a lord Shelburne-. ¿No le consta que tuviera más ingresos?
– Mi hermano no me hablaba de sus asuntos financieros.
– ¿Me ha dicho que su esposa le tenía una gran simpatía? ¿No podría hablar con lady Shelbourne? Quizás él le hiciera alguna confidencia en su última visita que podría sernos de ayuda.
– Me extrañaría mucho, porque ella me lo habría comentado y, como es natural, yo se lo habría comentado a usted o a alguien con autoridad suficiente.
– Puede haber algo que a ojos de lady Shelburne no tenga ninguna importancia y en cambio la tenga a los míos -señaló Monk-. De todos modos, nada se pierde con intentarlo.
Lovel se desplazó hasta el centro de la habitación como si con aquel movimiento quisiera indicar la puerta a Monk.
– No creo. Ya ha sufrido una impresión bastante fuerte para que, encima, la perturbemos todavía más con detalles sórdidos.
– Yo sólo tenía intención de interrogarla acerca de la personalidad del comandante Grey, señor-dijo Monk no sin un rastro de ironía en la voz-, hablar de sus amigos y de sus intereses. Nada más. ¿O quizás estaba tan unida al comandante Grey que incluso esto podría perturbarla?
– Su impertinencia no me afecta en absoluto-dijo Lovel con viveza-. Por supuesto no es el caso. Sencillamente, no quiero hurgar más en este asunto. ¡No es muy agradable que apaleen a un miembro de tu familia hasta matarlo!
Monk se enfrentó abiertamente con él. Sólo los separaba un metro de distancia.
– Ya me lo imagino, pero es una razón más para empeñarse en encontrar al asesino.
– Si insiste…
De mala gana ordenó a Monk que lo siguiera y ambos salieron de aquella salita tan femenina y, a través de un corto pasillo, accedieron al vestíbulo principal. Monk echó una mirada a su alrededor en el breve espacio de tiempo en que Shelburne, precediéndole, se dirigía hacia una de las numerosas y elegantes puertas. Las paredes estaban recubiertas de paneles de madera hasta la altura del hombro y el pavimento de parquet. En él estaban distribuidas varias alfombras chinas de pelo corto y de bellísimos tonos pastel. Todo el conjunto estaba dominado por una magnífica escalinata que se bifurcaba hacia la mitad a uno y otro lado al llegar a un rellano rodeado por una barandilla. De las paredes de ambos lados colgaban cuadros con marcos dorados, pero Monk no pudo detenerse a observarlos.
Shelburne abrió la puerta de la antealcoba y esperó, impaciente, a que Monk lo alcanzase y después la cerró. La sala era larga y estaba orientada hacia el sur, rodeada de puertas ventanas que daban a un prado rematado por macizos de flores silvestres de vivos colores. Rosamond Shelburne estaba sentada en un diván tapizado de brocado y tenía en las manos un tambor de bordar. Levantó la vista de la labor al oírlos entrar. A primera vista no se diferenciaba demasiado de su suegra en su porte: los mismos cabellos rubios y la amplia frente, la misma forma de ojos, aunque los suyos eran de color castaño oscuro; en los rasgos de su rostro había un equilibrio diferente y el conjunto no reflejaba dureza, sino afabilidad y una amplia imaginación que no esperaba otra cosa que una ocasión para emprender el vuelo. Iba sobriamente vestida, como correspondía a una persona que acababa de perder a un cuñado, pero la amplia falda que llevaba era del color del vino y lo único negro en ella eran las cuentas de su collar.
– Lo siento, cariño. -Shelburne dirigió una mirada a Monk-. Mira, este hombre es policía y cree que tú podrías facilitarle alguna información acerca de Joscelin que podría serle de utilidad.
Pasó frente a ella y se detuvo ante la primera ventana, desde la cual contempló el sol más allá del prado.
La tez clara de Rosamond se coloreó ligeramente y ella evitó los ojos de Monk.
– ¿Ah, sí? -respondió cortésmente-. El hecho es que sé muy poco acerca de la vida que Joscelin llevaba en Londres, señor…
– Monk, señora -respondió él-, pero tengo entendido que el comandante Grey sentía gran afecto por usted y he pensado que quizá le hablara en alguna ocasión de algún amigo o conocido suyo que, ¿quién sabe?, a lo mejor nos conduce a otro y así sucesivamente.
– ¡Oh! -Dejó a un lado la aguja y el tambor de bordar; estaba bordando un dibujo de unas rosas que enmarcaban un texto-. Ya comprendo, pero lamento no recordar nada en este sentido. De todos modos, tenga la amabilidad de sentarse e intentaré ayudarle.
Monk aceptó la invitación y comenzó a hacerle preguntas en tono cortés, no porque esperase llegar a obtener alguna información directa hablando con ella, sino por observarla no directamente, y escuchar el sonido de su voz y ver cómo hacía girar los dedos mientras dejaba descansar las manos en su regazo.
Lentamente le fue trazando un retrato de Joscelin Grey.
– Era muy joven cuando me instalé en esta casa después de mi boda -dijo Rosamond con una sonrisa, apartando los ojos de Monk y dejándolos vagar a través de la ventana-. Por supuesto que esto era antes de que Joscelin fuera a Crimea. En aquel entonces era oficial, acababa de obtener la graduación y era muy… -Buscó la palabra apropiada-. Muy agraciado. Recuerdo la primera vez que llegó con su uniforme, su guerrera escarlata, los galones de oro, las botas relucientes… ¡Alegraba la vista verlo! -La voz se le quebró-. Entonces todo era una aventura.
– ¿Y después? -la instó Monk, observando las delicadas sombras de su cara, la búsqueda de algo que se entreveía pero que no llegaba a entenderse más que a través del instinto.
– Recibió una herida, esto usted ya lo sabe. -Ella lo miró con el ceño fruncido.
– Sí-dijo Monk.
– Dos veces… y también estuvo enfermo. -Escudriñó los ojos de Monk como para averiguar si él sabía más cosas que ella, pero él no recordaba nada que pudiera servirle de asidero-. Sufrió muchísimo-prosiguió ella-. Fue derribado del caballo en la carga de Balaclava y recibió una herida de espada en la pierna en Sebastopol. No hablaba mucho del periodo en que estuvo ingresado en el hospital en Shkodér; decía que era demasiado terrible como para hablar de ello y que no quería angustiarnos.
La labor de bordado resbaló sobre la suavidad de su regazo y rodó por tierra. No intentó recogerla.
– ¿Había cambiado? -le preguntó Monk con gran interés.
Ella sonrió apenas. Tenía una bellísima boca, más dulce y expresiva que la de su suegra.
– Sí… pero no había perdido su buen humor, todavía sabía reírse y gozar de las cosas bellas. El día de mi cumpleaños me regaló una caja de música. -Sonrió al recordarlo-. Tenía la tapadera esmaltada con el dibujo de una rosa. La música que sonaba era Für Elise… Beethoven, ¿sabe usted?
– ¡Francamente, cariño! -La voz de Lovel la interrumpió al tiempo que éste se volvía bruscamente de la ventana junto a la cual se encontraba-. Este hombre ha venido por trabajo y ni sabe ni le interesa en absoluto lo referente a Beethoven ni a la caja de música de Joscelin. Procura limitarte a hablar de las cosas que tengan relación con la cuestión que nos ocupa, suponiendo que exista la remota posibilidad de que tal relación exista. Lo que quiere saber es si Joscelin pudo haber ofendido a alguien, si debía dinero ¡yo qué sé!
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