Brad Meltzer - Los Pasadizos Del Poder

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Sombra es el nombre en clave que el Servicio Secreto ha dado a Nora Hartson, la hija del Presidente de Estados Unidos, una de las mujeres más vigiladas del mundo. Michael Garrick, un joven abogado del Departamento de Presidencia, empieza a salir con Nora sin tener en cuenta que ella también es Sombra y que mil ojos se posan sobre ambos. Una noche presencian algo que no deberían haber visto y quedan atrapados en una trama secreta urdida por alguien muy poderoso. Ambos jóvenes se convierten en un estorbo para quienes han hecho de la corrupción política el medio habitual para conseguir sus fines.

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Me quedo esperando alguna reacción, pero no la hay. Finalmente, pregunta:

– ¿Has terminado?

– Sí -y asiento con la cabeza.

Se inclina sobre la mesa y recoge la grabadora. Mueve a un lado y a otro el botón de pausa con el pulgar. Un tic nervioso.

– ¿Y qué? -pregunto-. ¿Qué opinas?

Se pone las gafas. No parece divertida.

– Es una historia interesante, Michael. El único problema es que, hace quince minutos, Edgar Simon estuvo en este despacho contándome exactamente la misma historia que tú. Sólo que en su versión, tú eras el del dinero. -Cruza los brazos y se echa hacia atrás en la silla-. Ahora, ¿quieres empezar otra vez?

CAPÍTULO 6

– ¿Por qué diría eso? -pregunto, asustado.

– No sé en qué clase de problema te has metido, Michael, pero hay…

– No estoy metido en ningún problema -insisto. Se me seca la boca y me invade la náusea. La noto en el estómago. Todo está a punto de derrumbarse-. Yo… no sé de qué me hablas. Era él, lo juro… Lo vimos llevar el…

– ¿Lo vimos?

– ¿Qué?

– Vimos. Acabas de decir vimos. Nosotros. ¿Quién más estaba contigo, Michael?

Me pongo muy derecho en la silla.

– No había nadie conmigo. Juro que estaba solo.

El silencio envuelve la estancia y noto el peso de su juicio.

– Realmente tienes huevos, ¿sabes? Cuando Simon vino antes, me dijo que te tratara con cuidado. Pensaba que tenías problemas. ¿Y qué haces tú? ¡Me mientes a la cara y le echas la culpa a él! ¡Precisamente a él!

– Un momento… ¿crees que me lo estoy inventando?

– No contesto esa pregunta. -Pasa la mano por una pila de carpetas rojas-. Ya he visto la respuesta.

En el mundo de los vetos y las investigaciones de antecedentes, una carpeta roja equivale a un expediente del FBI. Instintivamente, busco el nombre en la pestaña de la carpeta de arriba. Michael Garrick. Aprieto los puños.

– ¿Has sacado mi expediente?

– ¿Por qué no me hablas de tu trabajo sobre las nuevas revisiones de Medicaid, lo de mantener el Medicaid para los delincuentes? Parece que te lo tomas como una auténtica cruzada.

En su voz hay un tono que pincha como un palo en el ojo.

– No sé de qué me hablas.

– No me insultes, Michael. Ya hemos pasado por esto antes. Sé todo lo de él. Sigue siendo un papá realmente orgulloso de ti, ¿verdad?

Salto de mi asiento, apenas soy capaz de controlarme. Está apretando el botón equivocado.

– ¡A él déjalo en paz! -rujo-. No tiene nada que ver con esto.

– ¿De veras? A mí me parece un claro conflicto de intereses.

– La única razón por la que estoy con ese tema es porque Simon me puso la nota de referencia en mi mesa.

– ¿Así que nunca se te ocurrió pensar que tu padre se beneficia del programa?

– Él no recibe el dinero, va directamente a la institución.

– ¡Se beneficia, Michael! Puedes darle todas las vueltas que quieras, pero sabes que es verdad. Es tu padre, es un delincuente, y si se suprime el programa perderá los beneficios.

– ¡No es un delincuente!

– Tendrías que haber rechazado este tema en el mismo momento en que te lo ofrecieron. Eso es lo que exigen las Normas de Conducta. Y eso es lo que tú dejaste de hacer. ¡Igual que la última vez!

– ¡Eso era distinto!

– La única cosa distinta es que te concedí el beneficio de la duda. Pero ahora ya no me engaño.

– ¿Así que ahora piensas que estoy mintiendo en lo de Simon y el dinero?

– Ya conoces el dicho: de tal palo, tal astilla.

– ¡No vuelvas a decir eso! ¡No sabes nada sobre mi padre!

– ¿Para eso era el dinero? ¿Era un soborno para ponerlo a salvo?

– Yo no era el del dinero.

– No te creo, Michael.

– Era Simon el que…

– Ya he dicho que no te creo.

– ¿Por qué demonios no quieres escuchar? -grito, y mi voz retumba por toda la habitación.

Su respuesta es bien simple:-Porque sé que estás mintiendo.

Ya estamos. Necesito ayuda. Me doy la vuelta y me dirijo a la puerta.

– ¿Adonde te crees que vas?

No digo ni una palabra.

– ¡No te marches! -grita.

Me paro y me doy la vuelta.

– ¿Eso quiere decir que vas a escuchar mi versión de la historia?

Junta las manos y las deja caer sobre la mesa.

– Me parece que ya he oído todo lo que necesitaba oír.

Llego hasta la puerta y la abro.

– Si sales de aquí, Michael, te prometo que lo lamentarás.

Pero eso no me detiene.

– ¡Vuelve aquí! ¡Ahora mismo!

Salgo al pasillo y todo mi mundo se pone rojo.

– ¡Muérete! -digo sin volverme.

Diez minutos más tarde estoy sentado en mi despacho, mirando el pequeño televisor que está en el estante situado al lado de la ventana. Todas las oficinas del EAOE están conectadas al cable, pero yo mantengo fijo el canal 25 en el que el menú del comedor de la Casa Blanca pasa constantemente todo el día.

Sopa del día: cebolla francesa.

Yogur del día: oreo.

Selección de sandwiches: pavo, rosbif, ensalada de atún.

Uno tras otro van subiendo pantalla arriba; letras blancas sobre un aburrido fondo azul real. En este momento es todo lo que puedo aguantar.

Al tercer pase del yogur del día, ya he reunido trece razones irrebatibles para abrirle la cabeza a Caroline. Desde tenderme una trampa hasta lanzar esos estacazos a mi padre… ¿qué demonios le pasa? Sabía lo que iba a hacer desde el mismo momento en que entré. Lentamente, firmemente, sin embargo, mi adrenalina se va disolviendo y deja paso a una calma tranquila. Y con la calma llega el entendimiento de que a no ser que tengamos otra conversación, Caroline aceptará la versión de Simon de esa historia y a mí me enterrará con ella. Por cuarta vez en diez minutos, controlo la tostadora y marco el número de Nora. Ahí dice que está en la residencia, pero nadie contesta. Cuelgo y marco otras dos extensiones. Trey y Pam son igual de difíciles de encontrar. Los llamé a los dos tan pronto como volví, pero ninguno me ha contestado.

Repaso una vez más la lista de llamadas recibidas, sólo para asegurarme de que no han llamado mientras yo ocupaba la línea. Nada. No está nadie. Nadie más que yo. En esto se resume todo. Un mundo de uno. En la Casa Blanca, los sistemas de calefacción, ventilación y aire acondicionado mantienen la presión del aire en la mansión más alta de lo normal por una sencilla razón: si alguien ataca con una arma biológica o con gas nervioso, el aire envenenado es expulsado hacia afuera, alejándolo del Presidente. Naturalmente, la broma entre el personal es que por definición esto convierte a la Casa Blanca en el lugar de trabajo con mayor presión. Pero ahora mismo, aquí sentado en mi despacho, esto no tiene nada que ver con los sistemas de aire.

Cuando noto que el instinto de supervivencia supera a la rabia, me levanto y voy a la antesala. Al abrir la puerta oigo a alguien junto a la máquina de café. Si tengo suerte, será Pam. Pero es Julian.

– Sabe como si alguien se hubiera meado dentro -dice, acercándome la taza de café a la cara.

– Bueno, pues no fui yo.

– No te echo la culpa a ti, Garrick, sólo lo hago constar. Nuestro café es un asco.

– Lamento saberlo -digo. No es momento para peleas.

– ¿Qué te pasa? Tienes un aspecto horrible.

– Nada, cosas del trabajo.

– ¿Como qué? ¿Darles más coba a los delincuentes? Esta mañana te llevaste dos de dos.

Paso junto a él y abro la puerta. Pese a que solemos no estar de acuerdo prácticamente en nada, tengo que admitir que nuestro tercer compañero de oficina no es mala persona, simplemente es un poco demasiado intenso para el populacho en general.

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