– Unos asuntos de trabajo, simplemente.
– ¿Alguno personal?
– La verdad es que no. ¿Por qué?
– Sólo trataba de adivinar por qué tenía aquí su expediente__dice, observando el cartucho de Life Savers que tiene en la mano y fingiendo indiferencia.
Este Adenauer no es ningún bobo. Ésta me la tenía preparada.
– ¿Ahora quiere decirme qué es lo que pasa en realidad? -pregunta.
– Nada, se lo juro. Simplemente estábamos repasando un conflicto de intereses. Ella es la encargada de la ética, trabaja en eso. Seguro que sacó mi expediente para comprobar algo. -No muy seguro de que se tragase aquello, señalo la mesa de Caroline-. Mírelo usted mismo: tiene otros expedientes además del mío.
Antes de que pueda responder, la agente asiática de la camisa azul claro se nos acerca.
– Jefe, ¿los de uniforme le dejaron la combinación de…?
– Aquí tiene -dice Adenauer. Mete la mano en el bolsillo de la chaqueta y le tiende una hoja de papel amarillo.
La agente coge la combinación y empieza a manipular la caja fuerte que está detrás del escritorio de Caroline.
Terminada la interrupción, Adenauer se vuelve hacia mí y me observa. Me inclino hacia atrás en el canapé, tratando de no parecer preocupado. Detrás de la mesa, se oye un ruido fuerte. La mujer abre la caja.
– Michael, mire. Yo ya comprendo que usted querrá mantenerse lo más alejado posible de esto. Ya sé cómo son las cosas aquí. Pero yo no lo estoy acusando de nada. Sólo intento averiguar lo que pasó.
– Ya le he dicho todo lo que sé.
– Jefe, será mejor que vea esto -dice la mujer asiática desde detrás de la mesa.
Adenauer se endereza y se dirige a la caja fuerte. La mujer saca un sobre grande amarillo. Lo pone boca abajo y el contenido rebota sobre la mesa. Uno, dos, tres fajos de billetes. Billetes de cien dólares. Todos ellos envueltos con una faja del Banco de América.
Hago cuanto está en mi mano por parecer sorprendido, y debo decir en mi honor que creo que lo consigo de verdad. Pero, al mirar los tres fajos de billetes que Nora se dejó, sé que, en el fondo, esto no es más que el principio.
Dos horas de interrogatorio más tarde vuelvo andando a mi despacho con una migraña implacable y un dolor que me late en la base del cuello. Todavía no me puedo creer que Caroline tuviera el dinero. ¿Por qué…, quiero decir, si lo tenía… es porque ella también estaba en el bosque? ¿O simplemente lo cogió después? ¿Por eso fue a por Simon en la reunión de la mañana, porque faltaban diez de los grandes? La mente me da tumbos entre las varias explicaciones buscando las piezas de las esquinas del puzzle. Casi no puedo dar con una línea.
Los pasillos están casi completamente vacíos y al pasar voy oyendo en cada puerta el débil eco de docenas de televisores. Normalmente, en el EAOE los televisores se ponen sin sonido. Con noticias como ésta, todo el mundo escucha.
Es una reacción típica de la Casa Blanca. Como me explicó hace años un antiguo asesor de Clinton, la estructura de poder de la Casa Blanca es similar a la de un partido de fútbol entre niños de diez años. Por mucho que asignes una posición a cada uno y les pidas que permanezcan donde tienen que estar, en cuanto empieza el partido todos los que están sobre el terreno abandonan su puesto y corren tras la pelota.
Caso a observar: los pasillos vacíos del EAOE. Incluso antes de comentarlo con Trey, sé lo que está pasando. El Presidente está pidiendo información, lo que significa que el jefe de Gabinete está pidiendo información, lo que significa que los asesores principales están pidiendo información, lo que significa que la prensa está pidiendo información. A partir de ahí, todos los demás la están buscando -llamándose unos a otros y estableciendo todos los contactos que se les ocurren-, intentando ser los primeros en transmitir las respuestas. En una jerarquía en la que la mayoría de nosotros recibe un salario similar del Estado, la moneda que se valora es el contacto y las influencias. Para ambos, la información es la clave.
Cualquier crisis se desarrolla igual que los niños persiguen la pelota como unos desesperados. Y en cualquier otro diseño de circunstancias, yo estaría junto a todos. Pero hoy, sin embargo, vuelvo a mi despacho sin poder dejar de pensar que la pelota soy yo.
Cierro la puerta tras de mí, enciendo la tostadora y después voy directo a la tele, y todas las cadenas con pases de prensa están en directo desde la Casa Blanca. Como comprobación, miro por la ventana y veo la fila de reporteros que se mueven por la esquina noroeste del prado.
Me entra el pánico, cojo el teléfono y marco el número de Nora. La tostadora dice que sigue en la Residencia, pero continúa sin responder. Necesito saber lo que pasa. Necesito a Trey.
– Michael, ahora no es precisamente un buen momento -me dice al contestar el teléfono. Oigo al fondo como una sala repleta de gente y timbres incesantes de teléfono. Es un mal día para ser un encargado de prensa.
– Cuéntame sólo lo que está pasando -le suplico-. ¿Qué sabes?
– Se rumorea que ha sido un ataque al corazón, aunque el FBI no soltará prenda hasta las dos. El agente que llegó primero allí nos explicó la mayor parte: dice que no había heridas externas ni nada sospechoso. -Trey continúa sus explicaciones sin que su teléfono deje de sonar-. Tendrías que haberlo visto, el típico tío de la división uniformada, buscando atención y después fingiendo que no quiere hablar.
– ¿Entonces, no soy yo la pelota?
– ¿Por qué ibas a ser tú la pelota?
– Porque fui yo el que la encontró.
– ¿Entonces eso está confirmado? Oímos algún rumor, pero me figuré que me llamarías si… Jami, escucha esto, tengo…
– ¡Trey, cállate! -le grito tan fuerte como puedo.
– …un cotilleo fantástico sobre Martin Van Buren. ¿Sabías que siempre se reían de él porque llevaba corsé? ¿No es increíble? Nunca me canso de ese tío… un pequeño demócrata con corsé. Y era tan mono… Déjame que te cuente, lo del pánico de 1837 fueron todo exageraciones de la prensa… No me creo ni una palabra de…
– ¿Ya se ha marchado? -lo interrumpo.
– Sí -dice-. Ahora cuéntame lo que pasa.
– No es para tanto.
– ¿Que no es para tanto? ¿Sabes cuántas llamadas he tenido sobre el tema desde que estamos hablando?
– Catorce -le digo, seco-. Las he ido contando.
Al otro lado se produce una pausa. Trey me conoce demasiado bien.
– Tal vez deberíamos hablar más tarde.
– Sí. Creo que es mejor. -Miro de nuevo por la ventana la fila de reporteros en el jardín-. ¿Crees que podrás mantenerme al margen de esto?
– Yo puedo conseguirte información, Michael, pero no puedo hacer milagros. Todo depende de con qué nos salga el FBI.
– Pero ¿tú no puedes…?
– Escucha, según lo cuenta el tipo ese de los guardias, la mayoría cree que la encontró él. Y a cualquiera que pregunta, tu nombre ha sido oficialmente sustituido por «un compañero empleado de la Casa Blanca», eso te evitará como mínimo mil cartas de electores.
– Gracias, Trey.
– Hago lo que puedo -dice al mismo tiempo que se abre la puerta de mi despacho. Pam asoma la cabeza.
– Oye, tengo que irme. Ya hablaré contigo después.
Cuelgo el teléfono y Pam me pregunta, dubitativa:
– ¿Es buen momento ahora? Porque…
– No te preocupes, pasa.
Al entrar noto la torpeza de sus pasos. Generalmente decidida y con paso incansable, ahora se mueve despacio, con los hombros caídos hacia un lado.
– ¿No es increíble? -pregunta, derrumbándose en el sillón situado delante de mi mesa. Tiene los ojos cansados. Y rojos. Ha estado llorando.
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