Brad Meltzer - Los Pasadizos Del Poder

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Sombra es el nombre en clave que el Servicio Secreto ha dado a Nora Hartson, la hija del Presidente de Estados Unidos, una de las mujeres más vigiladas del mundo. Michael Garrick, un joven abogado del Departamento de Presidencia, empieza a salir con Nora sin tener en cuenta que ella también es Sombra y que mil ojos se posan sobre ambos. Una noche presencian algo que no deberían haber visto y quedan atrapados en una trama secreta urdida por alguien muy poderoso. Ambos jóvenes se convierten en un estorbo para quienes han hecho de la corrupción política el medio habitual para conseguir sus fines.

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– ¿Cómo te encuentras? -le pregunto.

Esa simple pregunta produce una reactivación de emociones que inunda sus ojos de lágrimas. Se sujeta la mandíbula y lucha por contenerla. No es de las que lloran en público. Busco en mi mesa un pañuelo. Lo único que tengo son unas servilletas viejas con el sello presidencial. Se las tiendo, pero niega mi ofrecimiento con la cabeza.

– ¿Seguro que te encuentras bien?

– Fue ella la que que contrató, ¿sabes? -Se aclara la garganta y añade-: Cuando vine para las entrevistas, Caroline fue la única persona a la que le gusté. Simon, Lamb, todos los demás, pensaban que no era lo bastante dura. Simon anotó las palabras «pan blando» en la hoja de mi entrevista.

– No, no es posible.

– Claro que sí. Caroline me la enseñó -dice Pam con una risita-. Pero como yo iba a trabajar con ella, consiguió hacerme pasar. El día que empecé me pasó la evaluación de Simon y me dijo que la guardase. Me dijo que algún día le haría tragarse esa hoja entera.

– ¿Y la has guardado?

Pam continúa con la risa.

– ¿Qué? -Una sonrisa maliciosa aparece en sus mejillas-. ¿Te acuerdas de aquella fiesta de triunfo cuando Simon hizo su declaración en el Congreso sobre anuncios de bebidas alcohólicas?

Asiento con la cabeza.

– ¿Y te acuerdas de la tarta de victoria que servimos? ¿La que Caroline dijo que habíamos hecho de restos?

– ¡Oh, no!

– ¡Oh, sí! -añade Pam con una amplia sonrisa-. El día que hacía ciento cincuenta y dos que estaba aquí, Edgar Simon se tragó sus palabras.

– ¿Me estás diciendo que echasteis la hoja de evaluación en la tarta? -le digo, riéndome con ella.

– Yo no admito nada.

– ¿Pero es eso posible? ¿Crees que él no notaría el sabor?

– ¿Qué quieres decir con eso de él? Créeme, yo lo estuve observando todo y tú también te comiste un buen trozo.

– ¿Y no me lo impediste?

– Entonces no me caías tan bien.

– Pero ¿cómo pudiste…?

– Empapamos el papel, lo cortamos en trocitos pequeños y lo echamos en la masa. Se mezcló en un momento. La mejor lección de cocina que me han dado. Caroline era una loca genial. Y en cuanto a Simon… no aguantaba a ese cabrón.

– Justo hasta una hora antes de mor… -me contuve-. Perdona… no quería…

– No importa -dice.

Y sin más palabras, los dos dejamos transcurrir el siguiente minuto en un absoluto silencio, desnudo; un tributo improvisado en recuerdo de uno de los nuestros. Para ser sincero, hasta ese preciso momento no me doy cuenta de lo que he dejado. Durante las dos horas de interrogatorio, y la preocupación, y los quiebros para protegerme a mí mismo, olvidé una cuestión clave: me olvidé del duelo. Las piernas se me ablandan y el corazón se me encoge. Caroline Penzler ha muerto hoy. E independientemente de lo que pensara de ella, éste es el primer momento en que lo noto de verdad. Este breve silencio no la convierte en una santa, pero ser consciente de su muerte me hace un bien enorme.

Pam levanta la vista e inmediatamente nota el cambio en mi expresión.

– ¿Te encuentras mal?

– No, no… es que no me lo puedo creer.

Pam asiente y vuelve a encogerse en su asiento.

– ¿Qué aspecto tenía?

– ¿Qué quieres decir?

– El cuerpo. ¿No fuiste tú el que encontró el cuerpo?

Asiento con la cabeza, incapaz de responder.

– ¿Quién te lo dijo? -digo al fin.

– Debi, de Enlaces Públicos, se lo oyó decir a su jefe, que tiene un amigo que tiene el despacho justo frente al de…

– Entendido -la interrumpo. Esto no va a ser fácil.

– ¿Puedo hacerte una pregunta al margen? -añade Pam. Por el tono de su voz sé por dónde va-. Lo de anoche, fuera lo que fuese en lo que andabas, ¿es por lo que murió Caroline?

– No sé de qué me hablas.

– No me hagas esto, Michael. Dijiste que era un asunto de portada de Newsweek. Tú fuiste a verla por eso, ¿verdad?

No le contesto.

– Era a cuento de Nora, ¿verdad?

Sigo sin hablar.

– Si Caroline ha sido asesinada por alg…

– ¡No la asesinaron! ¡Fue un ataque al corazón!

Pam me observa atentamente.

– ¿De veras te crees eso?

– Totalmente.

Cuando nos asignaron la misma oficina, Pam se describió a sí misma como la persona de quinto grado que quedaba atrás cuando sus amigos se hacían populares. Que era una persona anodina y retraída, pero tengo que decir que ni siquiera entonces, al principio, lo creí. Es demasiado aguda para eso, y no estaría aquí si no lo fuera. De modo que aunque le encante jugar a perdedora y rebajarse, incluso aunque siente una constante necesidad de rebajar sus expectativas, yo, hasta hoy, siempre he pensado que es una gurú de la dinámica interpersonal.

– ¿Así que esa nena neurótica es tan importante para ti? -me pregunta.

– Puede que te cueste mucho creerlo, pero Nora es una buena persona.

– Pues si es tan buena, ¿dónde está ahora?

Echo un vistazo a la tostadora. Nada ha cambiado. Las letras digitales verdes siguen formando las mismas tres palabras: «Residencia segunda planta.»

Voy a toda prisa por el pasillo del EAOE, pues sé que el único modo de descubrir lo que pasa es cara a cara y en persona. Cruzo a toda velocidad la salida de ejecutivos oeste, con un tubo de comunicaciones internas vacío apretado en el puño nervioso, atravieso el pasaje entre los edificios y me dirijo al Ala Oeste de la Casa Blanca. Al cruzar las puertas bajo el fuerte arco blanco, saludo brevemente con la mano a Phil.

– ¿Arriba? -me pregunta, llamándome el ascensor.

Le digo que sí con la cabeza.

– Menudas noticias, ¿eh?

– De eso no hay duda -le digo mientras paso rápidamente a su lado.

Subo el corto tramo de escaleras de mi izquierda, reduzco el paso a un simple caminar con ímpetu. No se corre tan cerca del Despacho Oval. A no ser que quieras que te derriben o te peguen un tiro. Echo una ojeada rápida a la secretaría de Hartson para ver cómo van las cosas. Como siempre, el Despacho Oval y todo lo que está cerca del Presidente arde. Cargado con una energía imposible de describir. No es pánico… no hay pánico cuando se está cerca del Presidente. Es, simplemente, una marea viva de energía, evidente e inexcusablemente viva. Como Nora.

Mantengo el rumbo y sigo adelante. Frente a mí veo otros dos agentes de uniforme y la oficina de prensa de abajo, en la que cuatro norman rockwells auténticos se alinean en la pared que va hasta la columnata oeste. Abro las puertas y salgo, paso volando junto a las espectaculares columnas blancas que delimitan el Jardín de Rosas y vuelvo a entrar en el palacio de la Casa Blanca por el Corredor de la Planta Baja.

Justo enfrente, al otro lado de la ola de alfombra gruesa rojo pálido, hay cuatro mamparas plegables de cerezo que bloquean la mitad trasera del pasillo. Las visitas públicas van por aquel lado. Todos los años, miles de turistas son conducidos de la Planta Baja a la Planta Noble, las dos primeras de la Casa Blanca. Visitan el Salón del Vermeil, el Salón de las Porcelanas, el Salón Azul, el Salón Rojo, el Salón Verde, el Salón Llene-usted-la-casilla. Pero no ven ni dónde viven realmente el Presidente y la Primera Familia, ni dónde duermen, dónde reciben o dónde pasan el tiempo: las dos plantas más altas de la Casa Blanca. La Residencia.

Más adelante del pasillo, por la segunda puerta a la izquierda, hay un vestíbulo que alberga un ascensor y una escalera. Ambos conducen a la Residencia. Lo único que interrumpe mi camino es el Servicio Secreto: un agente uniformado en esta planta y dos en la de arriba. No hay que perder la calma, me digo. Es como cualquier cosa en la vida: un paso decidido te lleva adentro. Con paso uniforme y consciente, exhibo la comunicación interna y avanzo por el pasillo hacia el primer guardia. Está apoyado contra la pared y parece contemplarse los zapatos. Mantén la cabeza baja, limítate a mantener la cabeza baja. Estoy a sólo tres metros de la puerta. Dos metros de la puerta. Un metro de la… Levanta la vista de repente. No me paro. Le hago un saludo amistoso con la cabeza cuando veo que mira mi tarjeta. El pase azul puede ir a casi todas partes. Y el correo interior presidencial pasa directamente para subir a la Oficina del Ujier. Para que resulte más auténtico, añado un «Buenaas». Vuelve a mirarse los zapatos sin decir nada. La confianza vuelve a resultar el salvoconducto definitivo. Me dirijo a la escalera. Ya sólo falta un piso. Aunque me siento tentado de celebrarlo, sé que el agente de la Planta Baja sólo está allí para garantizar que la gente no se despiste de su visita guiada. El auténtico control de acceso a la Residencia está en el siguiente rellano. Mientras subo, avisto en seguida a dos guardias del Servicio Secreto que me esperan. De pie ante el ascensor, estos dos no se miran los zapatos. Evito el contacto ocular y mantengo el paso decidido.

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