Peter James - Muerte Prevista

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Cuando encuentra un CD de ordenador que alguien ha olvidado en el asiento contiguo del tren en el que viaja, Tom Bryce hace lo que cualquier persona decente haría: lo recoge y cuando llega a casa intenta averiguar a quién pertenece para poder devolvérselo. Sin embargo, su buena fe topará con el horrible contenido del disquete: un estremecedor asesinato. En un principio, duda sobre la veracidad de los hechos de los que es testigo, ¿realidad o ficción? Sin embargo, a partir de ese momento, su vida y la de su familia comienzan a correr peligro.
Al poco tiempo aparece el cadáver decapitado de una joven cuya identidad se desconoce; la única pista de la que dispondrá la policía será la presencia de un escarabajo oculto entre los restos de la víctima, en lo que parece ser el indicio de un juego macabro. Al frente de la investigación se colocará el peculiar detective Roy Grace, especializado en la resolución de casos que llevan años sin resolver, y cuyo pasado y personales métodos, entre los que se halla su fe en la videncia para la resolución de los crímenes más complicados, le confieren una discutida posición dentro del cuerpo de policía.

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No podía seguir obviando lo que había pasado. Sin embargo, el e-mail que había destrozado su ordenador le demostraba que esta persona o personas -quienes fueran- iban en serio, lo que significaba que la amenaza iba en serio.

¿Tenía realmente información útil que aportar a la policía? Lo único que había visto era un par de minutos de la joven apuñalada por una figura encapuchada. ¿Podía ayudar eso realmente a la policía?

¿Algo por lo que mereciera la pena poner en peligro la seguridad de su familia?

Se repitió el argumento una y otra vez. Y cada vez llegaba a la misma conclusión ineludible de que sí, quizás había algo que pudiera ayudar a la policía. Si no, ¿por qué habían dirigido las amenazas hacia él?

Se dio cuenta de que tenía que hablarlo con Kellie. ¿Le creería?, ¿creería que había introducido inocentemente el CD en el ordenador?

Y si ella no estaba de acuerdo en acudir a la policía, entonces, ¿qué haría? ¿Qué le diría su conciencia?

La gente a la que siempre había admirado, los verdaderos héroes, del pasado y del presente, eran esos hombres y mujeres que estaban dispuestos a enfrentarse a lo que estaba mal. A dar la cara por sus principios.

Tom observó a Max un momento, los ojos alerta, los dedos moviéndose con pericia por los controles, su camión avanzando a toda velocidad por la pista. Fuera, la música dio una tregua y oyó a Jessica riéndose alegremente.

¿No tenían ellos algo que decir en el tema?

¿Tenía derecho a poner en peligro sus vidas por aquello en lo que él creía? ¿Qué habría hecho su padre en esta situación?

Dios santo, era en momentos como éste cuando más echaba de menos a sus padres. Qué fácil habría sido todo si hubiera podido recurrir a ellos y pedirles consejo.

Pensó en su padre, un hombre decente que trabajaba de jefe de ventas para una empresa alemana que fabricaba cepillos de limpieza industriales. Era un hombre alto y delicado, y sacristán de la iglesia anglicana de la ciudad, que fue a misa todos los domingos de su vida; Dios lo recompensó dejando que la puerta trasera de una furgoneta de reparto de leche le cortara la cabeza en la autopista M1 a la edad de cuarenta y cuatro años.

Su padre le habría dado una perspectiva cristiana, el punto de vista de un ciudadano responsable, sin duda: que Tom informara de lo que había visto y también de la amenaza. Pero nunca había sido capaz de compartir la fe de su padre en Dios.

Le preguntaría a Kellie, decidió. Era muy sabia. Acataría lo que ella dijera, fuera lo que fuera.

Capítulo 32

En el poster escrito a mano con torpeza y pegado con celo al cristal de la puerta podía leerse: «Brent Mackenzie. Clarividente mundialmente famoso. ¡aquí, sólo esta noche!». Encima, una inscripción grande en amarillo fluorescente en diagonal decía: «¡lo sentimos, entradas agotadas!».

Por fuera, el edificio no parecía tan prometedor. Grace esperaba una sala bastante amplia, pero el Centro Holístico de Brighton no parecía ocupar más espacio que una pequeña tienda de ultramarinos, con la fachada pintada de un color rosa bastante estridente.

Una mujer de unos cuarenta años, que llevaba un vestido amplio negro encima de unas mallas grises y tenía el pelo ligeramente alborotado, estaba al otro lado de la puerta, cortando las entradas. Grace sacó la cartera del bolsillo, metió los dedos dentro y cogió la entrada, que había comprado hacía varias semanas.

Estaba nervioso. Una excitación desconcertante en su interior parecía despojarle de la seguridad natural que tenía en sí mismo. Siempre le pasaba igual cuando veía a un médium o a un clarividente, o a cualquier otro tipo de parapsicólogo. La expectativa; la esperanza que albergaba en su corazón de que aquél fuera distinto, de que aquél por fin, después de casi nueve largos años, tuviera la respuesta.

Un mensaje, un lugar o una señal.

Algo que le dijera si Sandy estaba viva o muerta. Era lo más importante que necesitaba saber. Es cierto que obtuviera la respuesta que obtuviera, le seguirían todo tipo de preguntas más. Pero, primero, necesitaba esa respuesta, por favor.

¿Quizá sería hoy?

Entregó su entrada y subió la escalera detrás de tres chicas que charlaban nerviosas. Parecían hermanas, la más joven de dieciocho o diecinueve años, la mayor tenía unos veinticinco. Pasó por delante de una puerta sin pintar, con un letrero: «Silencio, terapia», y entró en una sala que tenía unas veinte sillas de plástico apretujadas formando una «L» con un espacio en el que supuso que se colocaría el clarividente. Había persianas azules, tiestos en las estanterías y un grabado de un paisaje de la Provenza en la pared.

La mayoría de las sillas ya estaban ocupadas. Dos niñas estaban con su madre, una mujer con cara de pan que llevaba un top ancho de punto y que parecía contener las lágrimas. A su lado estaba sentada una madraza de pelo largo de unos setenta años que vestía una camiseta de flores, minifalda vaquera y llevaba puestas unas gafas del tamaño de unas gafas de bucear.

Grace encontró una silla libre junto a dos hombres de casi treinta años, ambos con vaqueros y sudaderas. Uno, que estaba gordísimo y llevaba el pelo desgreñado, lo que le recordó al cómico Ken Dodd, tenía la mirada perdida al frente y mascaba chicle. El otro, mucho más delgado, sudaba copiosamente y blandía una lata de Pepsi Cola, como si eso le concediera cierto estatus. Grace oyó parte de su conversación; hablaban de destornilladores eléctricos.

Otra madre y su hija entraron en la sala y ocuparon las dos sillas que quedaban, a su lado. La hija, delgada como un palillo y muy arreglada con unos pantalones negros y una blusa roja, desprendía un perfume que a Grace le olió a desinfectante de inodoro. La madre, igual de arreglada, parecía una imagen de la hija envejecida por ordenador. Grace estaba familiarizado con la técnica; se utilizaba a menudo en la búsqueda de personas desaparecidas. Hacía un año, sometió una fotografía de Sandy al proceso y se quedó estupefacto al ver lo mucho que podía cambiar alguien en ocho años.

Había un ambiente de expectación en la sala. Grace miró las caras a su alrededor, preguntándose por qué estaban allí; algunos habrían perdido a alguien recientemente, supuso, pero con seguridad la mayoría sólo eran almas perdidas que buscaban orientación. Y cada uno había desembolsado diez libras para reunirse con un completo desconocido sin ningún título médico o sociológico, que iba a decirles cosas que podían alterar por completo su forma de enfocar la vida.

Cosas que los espíritus canalizaban a través de Brent Mackenzie, o eso afirmaba él. Grace lo sabía; lo había visto todo.

Y, sin embargo, seguía yendo a por más.

Era como una droga: una dosis más y lo dejaría. Pero, por supuesto, no iba a dejarlo nunca, hasta que descubriera la verdad de la desaparición de Sandy. Quizás esta noche los espíritus se lo contarían a Brent Mackenzie; quizás el clarividente conseguiría aquello que los que le habían precedido no habían logrado y lo arrancaría del éter.

Roy Grace sabía el riesgo que corría su reputación si persistía en su interés en los médiums y los clarividentes, pero no era el único policía del Reino Unido que les consultaba regularmente, ni de lejos. Y, a pesar de lo que decían los cínicos, Grace creía en lo sobrenatural. No le quedaba más remedio. Había visto un fantasma -dos, en realidad- muchas veces durante su infancia.

Todos los veranos pasaba una semana con sus tíos, en su casa de campo en Bembridge, en la isla de Wight. En una impresionante mansión que estaba enfrente, había dos ancianas muy dulces que solían saludarlo desde un mirador en el piso de arriba. Fue años después, al volver a visitar Bembridge tras una larga ausencia, cuando supo que las dos ancianas que lo saludaban se habían suicidado en 1947. Y no habían sido imaginaciones suyas; otras personas las habían visto.

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