Peter James - Muerte Prevista

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Cuando encuentra un CD de ordenador que alguien ha olvidado en el asiento contiguo del tren en el que viaja, Tom Bryce hace lo que cualquier persona decente haría: lo recoge y cuando llega a casa intenta averiguar a quién pertenece para poder devolvérselo. Sin embargo, su buena fe topará con el horrible contenido del disquete: un estremecedor asesinato. En un principio, duda sobre la veracidad de los hechos de los que es testigo, ¿realidad o ficción? Sin embargo, a partir de ese momento, su vida y la de su familia comienzan a correr peligro.
Al poco tiempo aparece el cadáver decapitado de una joven cuya identidad se desconoce; la única pista de la que dispondrá la policía será la presencia de un escarabajo oculto entre los restos de la víctima, en lo que parece ser el indicio de un juego macabro. Al frente de la investigación se colocará el peculiar detective Roy Grace, especializado en la resolución de casos que llevan años sin resolver, y cuyo pasado y personales métodos, entre los que se halla su fe en la videncia para la resolución de los crímenes más complicados, le confieren una discutida posición dentro del cuerpo de policía.

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La sargento asintió.

– Emma-Jane, ¿cómo te ha ido con los proveedores de insectos tropicales?

– He localizado dieciséis en todo el Reino Unido. Algunos sólo trabajan a través de Internet, pero he encontrado siete criadores. Hay uno en Bromley, en el sur de Londres, que parece muy interesante. Recibió el encargo de suministrar un escarabajo pelotero hace algo más de diez días. A un hombre con acento de la Europa del Este.

– ¡Bingo! -dijo Grace-. ¿Y?

– He quedado mañana con él.

– Iré contigo.

Entonces, Grace consultó sus notas.

– Norman, nos hemos llevado el contestador automático del piso de la víctima. Los técnicos van a examinarlo. Quiero que compruebes cualquier información que extraigan de él.

– ¿Hay alguna tía buena?

– Buscaré a alguien que te ayude si encuentras algo.

– Me gusta bastante cómo suena esta agencia, si tiene a nenas del calibre de Janie Stretton en su agenda.

Grace pasó de él. Su comentario no merecía ni respuesta.

– Os veo a todos aquí mañana a las ocho y media -dijo-. Siento estropearos el fin de semana.

En concreto, evitó mirar a Glenn Branson. La mujer de Glenn estaba cada vez más harta con las horas que consumía el trabajo policial. Pero era lo que él había elegido, pensó Grace. Entrar en la policía de Su Majestad era como enrolarse en el Ejército. Dedicabas tu vida a tu trabajo.

De acuerdo, quizá no aparecía escrito exactamente así en el contrato, pero era la realidad. Si uno quería tener vida propia, se había equivocado de profesión.

Capítulo 31

Hacía más viento en Brighton que en Londres, pero el aire era suficientemente templado para estar fuera.

Girls Aloud retumbaba en el reproductor de CD que la barbacoa llevaba incorporado y un espectáculo de luces digital acompañaba la música. Jessica, que iba vestida con unos vaqueros anchos, una camiseta negra y zapatos relucientes, la melena larga y rubia en movimiento, y Kellie, descalza y con unos pantalones pirata blancos y una camisa de hombre a rayas, bailaban en el césped, moviendo el esqueleto desenfrenadamente, riéndose y pasándolo bomba.

Max, que llevaba unos pantalones cortos grises sucios y una sudadera Dumbledore aún más sucia, el pelo rubio alborotado cayéndole sobre la frente, aún no había acabado de inspeccionar la barbacoa. La trataba con la reverencia con la que habría tratado una nave espacial que hubiera aterrizado en el jardín. En realidad, era lo que parecía.

Era enorme, ocupaba un buen trozo del jardín, medía dos metros y medio de punta a punta, era curvada, tenía un diseño futurista y estaba hecha de acero inoxidable, aluminio cepillado y un material revestido de mármol negro, acompañada de taburetes plegables sumamente cómodos. Parecía más la barra de uno de esos hoteles ultramodernos, en los que a veces Tom se reunía con sus clientes para tomar una copa, que un aparato para asar salchichas.

La Jirafa debía de haber pasado veinte veces aquella tarde. Tom vio la cabeza de Len Wainwright, inclinada hacia delante muy por encima de la verja alta de madera, asomándose continuamente, arriba y abajo, arriba y abajo, muriéndose de ganas por llamar la atención de Tom y ponerse a cotorrear sobre el aparato. Pero Tom no estaba de humor para charlas esta noche.

– ¿Para qué sirve esto, papá? -gritó Max por encima del sonido de la música y señalando la pantalla digital.

Tom dejó la copa de vino rosado y pasó las hojas del apartado en inglés de un manual de instrucciones del tamaño de la guía telefónica de Londres.

– Creo que mide la temperatura del interior de la carne, o lo que sea que estés cocinando.

Max abrió y cerró la boca, como hacía siempre cuando algo le impresionaba. Luego, frunció el ceño.

– ¿Y cómo lo sabe?

Tom abrió un compartimento y señaló un pincho.

– El pincho tiene un sensor, que lee la temperatura interna. Es como un termómetro.

– ¡Guau! -A Max se le iluminó la mirada, luego se quedó pensativo otra vez y retrocedió unos pasos-. Es grande grande, ¿verdad?

– Un poco -dijo Tom.

– Mamá ha dicho que quizá nos mudamos, que tendremos un jardín mayor y que entonces no será tan grande.

– ¿Eso ha dicho? -dijo Tom.

– Ha dicho eso exactamente. ¿Vienes a jugar a Truck Racing conmigo?

– Tengo que ponerme a cocinar. Vamos a comer dentro de poco. ¿No tienes hambre?

Max frunció la boca. Siempre pensaba cualquier respuesta detenidamente, incluso una tan básica como ésa. A Tom le gustaba aquella cualidad; lo consideraba una señal de la inteligencia de su hijo. De momento, no parecía haber heredado la imprudencia de su madre.

– Mmm. Bueno, podría tener hambre pronto, creo.

– ¿Sí? -Tom sonrió y le acarició la cabeza cariñosamente.

Max se apartó.

– ¡Me vas a despeinar!

– ¿Sí?

El niño asintió con aire de gravedad.

– ¡Creo que estás borracho!

Tom lo miró escandalizado.

– ¿Borracho? ¿Yo?

– Es la tercera copa de vino que te bebes.

– Las estás contando, ¿verdad?

– Nos han hablado en el cole sobre beber demasiado vino.

Ahora Tom se escandalizó aún más. ¿Ahora el Estado paternalista mandaba a los niños a casa después del colegio a espiar los hábitos de consumo de alcohol de sus padres?

– ¿Quién, Max?

– Una mujer.

– ¿Una de tus maestras?

Negó con la cabeza.

– Una nihilista.

Tom olió el humo dulce de la barbacoa que llegaba de los jardines de los vecinos. Seguía hojeando el manual, intentando averiguar cómo encender la parrilla de gas.

– ¿Una nihilista?

– Nos contó qué era bueno comer -contestó Max.

Ahora Tom lo captó, o eso creía.

– ¿Quieres decir una nutricionista?

Después de reflexionar, Max asintió.

– ¿No podemos jugar una partida de Truck Racing antes de que te pongas a cocinar?

Tom por fin encontró el botón de encendido y apagado. El manual de instrucciones decía que se precalentara la parrilla durante veinte minutos. Kellie y Jessica parecían estar encantadas, bailando una canción más.

– Una partida.

– ¿Me prometes que no me ganarás? -preguntó Max.

– No sería justo, ¿verdad? -dijo Tom, siguiéndolo adentro-. De todos modos, nunca te gano, siempre ganas tú.

Max se echó a reír y subió corriendo a su cuarto delante de su padre. Tom se detuvo en la cocina para ver la televisión, por si ponían las noticias, y a llenarse la copa de vino…, y se acabó la botella. A no ser que Kellie se hubiera estado sirviendo, vio que Max estaba equivocado. No era la tercera copa, sino la cuarta. Por otro lado, el lunes pensaba llamar al director de Max para preguntarle a qué diablos estaba jugando, adoctrinar a los niños para que controlaran los hábitos de consumo de alcohol de sus padres…

Pero mientras subía las escaleras, procurando no derramar el vino, tenía algo infinitamente más importante en la cabeza. Se detuvo arriba, pensativo.

– Puedes coger cualquier color menos el verde, papá. El verde es mío, ¿vale? -gritó Max.

– Vale -gritó él-. ¡El verde es tuyo!

Max ganó la primera carrera con facilidad. En cuclillas sobre la moqueta del cuarto de su hijo, con el mando en las manos, Tom no lograba concentrarse en la carrera. Se empotró en la primera curva de la segunda carrera, luego volvió a salirse a la siguiente oportunidad, esparciendo neumáticos y balas de paja. Luego, chocó con una tribuna y dio unas cuantas vueltas de campana.

Durante las dos últimas horas, desde que había visto la fotografía de Janie Stretton en el Evening Standard y luego la había visto otra vez en las noticias de las seis al llegar a casa, se había quedado destrozado.

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