Luego, Grace cogió un joyero de terciopelo y abrió la tapa. Dentro había unos pendientes delicados de amatista, una pulsera de plata con colgantes, un collar de oro y un sello con un emblema en relieve. Cerró la tapa y se quedó con el joyero.
Quince minutos después bajaron al salón. Derek Stretton no parecía haberse movido de su silla y no había tocado el té.
Grace levantó el joyero y abrió la tapa para mostrar al padre de Janie el contenido.
– Señor Stretton, ¿todo esto es de su hija?
El hombre miró y asintió.
– ¿Puedo llevarme una de estas piezas? ¿Algo que quizá se hubiera puesto recientemente? -Obvió la extraña mirada que le lanzó Glenn Branson.
– Seguramente el sello es lo mejor -dijo-. Es el emblema de nuestra familia. Lo llevaba siempre hasta hace poco.
Grace sacó una pequeña bolsa de plástico del bolsillo que había traído consigo para este propósito, cogió el anillo de la caja con el pañuelo y lo metió con cuidado en la bolsa.
– Señor Stretton, ¿se le ocurre alguien que tuviera alguna razón para querer hacerle daño a su hija? -preguntó Grace.
– Nadie -susurró.
Grace volvió a sentarse delante de Derek Stretton, se inclinó hacia él y se colocó las manos debajo de la barbilla.
– ¿Tenía novio? -le preguntó.
– No, nadie especial -contestó Derek Stretton mirando la alfombra.
– Pero ¿tenía una relación actualmente?
Stretton miró a Grace, parecía recobrar la compostura.
– Era una chica guapa con una gran personalidad. Nunca le faltaron admiradores. Pero se tomaba la abogacía muy en serio. Creo que no quería demasiadas distracciones.
– ¿Es abogada?
– Estudiante de Derecho. Estudió aquí, en la Universidad de Southampton, y lleva unos años estudiando en la facultad de Derecho de Guildford. Ahora es pasante en un bufete de Brighton, o abogado en prácticas, como lo llamen hoy en día.
– Y usted la ha mantenido mientras estudiaba.
– Lo mejor que he podido. Durante los últimos meses he pasado algunos apuros. Dificultades. Yo…
Grace asintió con comprensión.
– ¿Podríamos volver a los novios, señor? ¿Conoce el nombre de su pareja más reciente?
Derek Stretton parecía haber envejecido veinte años en los últimos veinte minutos. Se quedó pensando unos momentos.
– Justin Remington, salió con él hará un año o así. Un joven encantador. Él… Janie lo trajo un par de veces. Es promotor inmobiliario en Londres. Me caía bastante bien, pero creo que no era lo suficiente inteligente para ella. -Sonrió con la mirada ausente-. Janie tiene…, tenía una inteligencia extraordinaria. No había forma de plantarle cara al Scrabble desde que tenía nueve años.
– ¿Sabe cómo podría localizar a este tal Justin Remington?
Hubo un silencio mientras Stretton pensaba, luego frunció el ceño.
– Le gustaba mucho el tenis -dijo-. Creo que no hay tantos jugadores. Sé que jugaba en Londres, en el Queens, creo -dijo.
Roy Grace comenzaba a ver rápidamente que no iba a conseguir mucho más del hombre.
– ¿Hay alguien a quien pueda llamar? -le preguntó-. ¿Un pariente o amigo que pueda venir?
– Mi hermana -dijo Derek Stretton dócilmente al cabo de unos momentos-. Lucy. No vive muy lejos. La llamaré. Se quedará destrozada.
– ¿Por qué no llama mientras estamos aquí, señor? -le instó Branson, tan delicadamente como pudo.
Los dos policías esperaron mientras telefoneaba, retirándose con discreción al fondo de la sala. Grace lo oyó sollozar; luego Stretton salió de la habitación un rato. Finalmente volvió y se acercó a ellos con un sobre marrón en la mano.
– He puesto algunas fotos de Janie. Agradecería que me las devolvieran.
– Por supuesto -dijo Grace, sabiendo que el pobre hombre seguramente tendría que realizar docenas de llamadas durante los próximos meses para que se las devolvieran; inevitablemente, se traspapelarían en algún momento del proceso.
– Lucy está de camino, mi hermana. Llegará dentro de una media hora.
– ¿Quiere que esperemos? -le preguntó Grace.
– No, estaré bien. Necesito tiempo para pensar. Yo… Puedo… ¿Puedo ver a Janie?
Gráce lanzó una mirada a Branson.
– Creo que no es aconsejable, señor.
– Me gustaría mucho verla una vez más. ¿Sabe? ¿Para despedirme? -Alargó la mano y cogió con firmeza la de Grace.
Grace se dio cuenta de que Stretton no había deducido de los periódicos que no tenían la cabeza de Janie. No era el momento de decírselo. Decidió dejárselo a las dos agentes de la Unidad de Relaciones Familiares. Vanessa Ritchie y Maggie Campbell iban a ganarse el pan y a recuperar la gran inversión realizada en su formación.
– Dos mujeres detectives vendrán a verle enseguida. Son de nuestra Unidad de Relaciones Familiares. Ellas podrán orientarle al respecto.
– Gracias. Significaría mucho para mí. -Luego, soltó una risita triste-. ¿Saben, agentes? Yo… Nunca hablé de la muerte con Janie. No tengo ni idea de si quería que la enterraran o que la incineraran. -Con los ojos muy abiertos, añadió-: Y su gato, claro. -Se rascó la coronilla-. ¡Bins! Solía traérmelo cuando se iba de viaje. Yo… no sé… Es todo tan…
– Ellas podrán ayudarlo con todo. Por eso están aquí.
– Nunca se me ocurrió pensar que pudiera morir, ¿saben?
Grace y Branson regresaron al coche en un silencio tremendamente incómodo.
Un agente de apoyo a la comunidad, que apenas se distinguía de un policía de uniforme, estaba delante de la puerta del edificio de Kemp Town donde Janie Stretton tenía alquilado un piso. Sostenía una carpeta sujetapapeles y anotaba el nombre de todas las personas que entraban y salían del edificio. A diferencia del esplendor -aunque desvaído- de la casa de su padre, esta calle, con sus casas adosadas venidas a menos, el calidoscopio de tablones de agencias inmobiliarias, cubos de basura llenos, coches y furgonetas modestos, era terreno de estudiantes.
En el siglo xix, Kemp Town había guardado las distancias con Brighton, era un enclave elegante de espléndidas casas de la época de la Regencia, construido en una colina rematada con un hipódromo y con buenas vistas sobre el Canal. Pero, de forma gradual, durante la segunda mitad del siglo xx, con la construcción de viviendas subvencionadas y bloques de pisos y el desdibujamiento progresivo de los límites, Kemp Town se contagió de la misma aura sórdida y gastada que había corroído Brighton hacía tiempo.
Aparcada al final de la calle y sobresaliendo demasiado, Grace vio la mole alta y cuadrada del camión del centro de investigaciones. Encajó su Alfa Romeo en un espacio entre dos coches justo delante, luego bajó por la calle con Branson, ambos con sus bolsas.
Eran poco menos de las tres, y a Grace le dolía el estómago por haber engullido dos sándwiches de gambas, una barrita de Mars y una coca-cola en el coche mientras regresaban de casa del padre de Janie. Le sorprendió tener apetito después de dar la dura noticia, y aún más que, en realidad, fuera un apetito voraz, como si de algún modo al comer estuviera reafirmando la vida. Ahora la comida contraatacaba.
Soplaba un viento borrascoso y salado, y el cielo se estaba encapotando. Las gaviotas volaban en círculos, graznando y gimiendo; un tablón de «en venta» de Mishon Mackay se balanceó en el viento cuando Grace pasó por delante. Esta era una parte de Brighton que siempre le había gustado, cerca del mar, con espléndidos chalés adosados antiguos. Si uno cerraba los ojos, si se imaginaba que no estaban las inmobiliarias ni los porteros automáticos de plástico y si se daba una capa de pintura blanca a los edificios, podía verse a los londinenses adinerados de hacía cien años saliendo por la puerta con sus mejores galas y caminando con aire arrogante, quizás en dirección a las casetas de la orilla, o a un magnífico café, o dando una vuelta pausada por el paseo marítimo, para disfrutar de los placeres de la ciudad y su elegante costa.
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