Peter James - Una Muerte Sencilla

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A Michael Harrison pretenden gastarle una broma inolvidable en su despedida de soltero; algo que jamás pueda olvidar: enterrarlo vivo durante unas horas. Todo se complicará cuando sus amigos, que son los únicos que conocen el verdadero paradero de Michael, mueran esa misma noche en un accidente de tráfico. Abandonado a su suerte, el único enlace con el exterior será Davey, un chico retrasado mental que recogerá del lugar del accidente el watkie-tatkie con el que los amigos de Michael pretendían seguir en contacto con él. A la cabeza de las investigaciones sobre la desaparición se pondrá Roy Grace, un policía experto en desaparecidos. Paulatinamente, las pistas se irán entrelazando de forma confusa unas con otras: historias de amor y de celos, identidades falsas… Así pues, poco a poco, se va descubriendo que lo que, en principio, era una broma estúpida, puede que, en el fondo, tal vez, sea un plan tejido por oscuros motivos.
Peter James nos presenta en Una muerte sencilla a Roy Grace, un personaje brillante y atormentado, experto en resolver crímenes pero incapaz de enfrentarse a su propio pasado.

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Sin embargo, una autopsia era la máxima degradación. Un ser humano que hacía uno o dos días caminaba, hablaba, leía, hacía el amor -o lo que fuera-: abierto en canal y destripado como un cerdo en una mesa de carnicero.

No quería pensar en ello, pero no pudo evitarlo; había visto demasiadas autopsias y sabía qué ocurría. Se arrancaba el cuero cabelludo, luego se serraba la tapa del cráneo, se sacaba el cerebro y se cortaba en segmentos. Se abría la pared torácica, se extraían, se cortaban y se pesaban los órganos internos y de algunos trozos se realizaba un análisis patológico, el resto se metía en una bolsa de plástico blanca y volvía a coserse en el interior del cadáver como si fueran menudillos.

Aparcó detrás de un pequeño deportivo MG azul, que supuso que sería de Cleo, corrió bajo la lluvia hacia la entrada principal y tocó el timbre. La puerta azul con su cristal esmerilado podrían haberla sacado directamente de una casita de las afueras.

Al cabo de unos momentos, Cleo Morey le abrió, con una sonrisa afectuosa. Por muchas veces que la viera, nunca podía acabar de acostumbrarse a la incongruencia que suponía ver allí a esta joven sumamente atractiva, de casi treinta años, pelo largo y rubio, vestida con una bata verde de cirujano, un delantal verde de plástico resistente y botas de agua blancas. Con su físico podría haber sido modelo o actriz, y con su inteligencia seguramente podría haber estudiado cualquier carrera que se hubiera propuesto; sin embargo, había elegido ésta: registrar cadáveres, prepararlos para la autopsia, limpiar después e intentar ofrecer migajas de consuelo a las familias de los difuntos, siempre en estado de choque, que iban a identificar los cuerpos. Y durante la mayor parte del tiempo, trabajaba sola.

Roy recibió el impacto del olor de inmediato, como siempre; ese hedor dulce y horrible a desinfectante que impregnaba el lugar y hacía que se le revolviera el estómago.

Se dirigieron a la izquierda del estrecho vestíbulo hacia el despacho del director del depósito, que también hacía de recepción. Era una sala pequeña con un calefactor en el suelo, paredes rosadas revestidas de Artex, moqueta rosa, una fila de sillas para los visitantes dispuestas en forma de ele y una pequeña mesa metálica en la que había tres teléfonos, un fajo de sobres marrones pequeños con las palabras «Efectos personales» impresas y un gran libro de contabilidad verde y rojo con la leyenda «Registro del depósito» en letras mayúsculas doradas.

Había una caja de luz en una pared, así como una hilera de certificados enmarcados de «Salud e higiene públicas» con el nombre de Cleo Morey escrito debajo. En otra pared, había una cámara de circuito cerrado, que mostraba, en una secuencia continua entrecortada, imágenes de la parte delantera, de la trasera y de cada lateral del edificio y, luego, un primer plano de la entrada.

– ¿Una taza de té, Roy?

Clavó sus ojos de color azul vivo en los de él una fracción de segundo más de lo que exigía la pregunta. Unos ojos sonrientes. Unos ojos increíblemente afectuosos.

– Me encantaría.

– ¿English breakfast, Earl Grey, Darjeeling, té chino, camomila, menta poleo, té verde?

– Creía que estaba en el depósito de cadáveres, no en un Starbucks -dijo.

Ella sonrió.

– También tenemos café. Expreso, con leche, colombiano, moca…

Grace levantó la mano.

– Un té normal será perfecto.

– Con limón, con leche entera, semidesnatada…

Levantó las dos manos.

– La leche que tengas abierta. ¿Joe aún no ha llegado? Le había pedido a Joe Tindall, del SOCO, que se pasara.

– Aún no. ¿Quieres esperar a que llegue?

– Sí, deberíamos.

Pulsó un interruptor en el hervidor y desapareció en el vestuario que había enfrente. Cuando el agua comenzaba a borbotear, regresó con una bata verde, chanclos azules, una mascarilla y guantes de látex blancos, y se los entregó a Grace.

Mientras él se los ponía, Cleo le preparó el té y abrió una lata que contenía galletas digestivas. Grace cogió una y la masticó.

– ¿Así que has estado sola toda la semana? ¿No te deprime no hablar con nadie?

– Estoy siempre ocupada; esta semana hemos tenido diez admisiones. Iban a mandarnos a alguien del depósito de Eastbourne, pero también han recibido mucho trabajo. Debe de ser la última semana de mayo.

Grace se pasó la goma de la mascarilla por la cabeza, luego dejó que la máscara le cayera suelta por debajo de la barbilla; sabía por experiencia que los jóvenes no llevaban muertos tanto tiempo como para oler tan mal.

– ¿Han venido las familias de los cuatro chicos?

Ella asintió con la cabeza.

– Y el chico que estaba desaparecido, el novio, ¿ya sabéis algo de él?

– Justo ahora vengo de la boda -dijo Grace.

– Ya me parecía que ibas demasiado elegante para ser sábado, Roy. -Sonrió-. Entonces, ¿al menos ese tema se ha resuelto?

– No -contestó-. Por eso estoy aquí.

Cleo levantó las cejas, pero no hizo ningún comentario.

– ¿Hay algo en particular que quieras ver? Puedo darte copias de los informes del patólogo para el médico forense.

– Cuando llegue Joe, quiero que empecemos por las uñas -le contestó Grace.

Capítulo 48

Seguido de Joe Tindall, que se estaba poniendo los guantes, Grace siguió a Cleo por el suelo duro y moteado mientras observaba cómo su cabello de mechas rubias se balanceaba sobre el cuello de la bata verde. Pasaron por delante de la cristalera de la cámara de infecciones sellada, hasta la sala principal de autopsias.

La presidían dos mesas de acero, una fija, la otra con ruedas, un torno hidráulico azul y dos hileras de neveras con puertas que iban del suelo al techo. Las paredes estaban alicatadas en gris y toda la sala tenía un desagüe alrededor. En una pared había una hilera de fregaderos y una manguera amarilla enrollada. En otra, una encimera ancha, una tabla de cortar metálica y una vitrina llena de instrumentos y algunos paquetes de pilas Duracell. Junto a la vitrina, había un cuadro que listaba el nombre de cada fallecido, con columnas para los pesos de cerebro, pulmones, corazón, hígado, ríñones y bazo. Un nombre de hombre, Adrian Penny, con sus tétricos números, estaba escrito en rotulador azul.

– Es un motociclista al que le hicimos la autopsia ayer -dijo Cleo alegremente al ver lo que miraba Grace-. Adelantó a un camión y no vio que una viga de acero sobresalía por el lateral. Le cortó la cabeza al pobre desgraciado justo por debajo del cuello.

– ¿Cómo diablos consigues no volverte loca? -le preguntó él.

– ¿Quién dice que no lo estoy? -contestó ella alegre y sonriendo.

– No sé cómo te dedicas a esto.

– No son los muertos quienes hacen daño a la gente, Roy, sino los vivos.

– Bien visto -dijo.

No sabía qué opinaría sobre los fantasmas, pero no era momento de preguntárselo.

Hacía frío en la sala. El sistema de refrigeración emitía un zumbido y del techo llegaba un clic seco, de los fluorescentes que no se habían encendido bien.

– ¿Alguna preferencia sobre a quién quieres ver antes?

– No, me gustaría verlos a todos.

Cleo se dirigió a la puerta marcada con un «4» y la abrió. Al hacerlo, hubo una ráfaga de aire helado, pero eso no fue lo que causó que un escalofrío le recorriera el cuerpo, sino ver la forma humana que se ocultaba bajo las sábanas de plástico blanco en cada una de las cuatro hileras de bandejas metálicas con ruedas.

La empleada del depósito acercó el torno, lo subió accionando la manivela, luego puso la bandeja superior encima y cerró la puerta de la nevera. Después, apartó la sábana para descubrir a un hombre blanco rollizo, de pelo lacio, con el cuerpo y la cara amarillenta llenos de moratones y laceraciones, los ojos bien abiertos que transmitían sorpresa incluso en su quietud vidriosa, el pene arrugado y flácido entre una mata gruesa de vello púbico como si fuera un roedor hibernando. Grace miró la etiqueta beis atada al dedo gordo del pie. El nombre era «Robert Houlihan».

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