En otra mesa, Grace vio a la madre de Michael y al tío de Ashley sentados juntos. Observó a Bradley Cunningham unos momentos, pensativamente. Entonces, lo interrumpió Mark Warren, que lucía un clavel blanco en el ojal y sostenía una copa de champán vacía y hablaba arrastrando las palabras. Acercó la cara a la de Grace.
– ¿Sargento Grace? -le preguntó.
– Comisario -le corrigió Grace.
– Lo sshiento, no sabía que lo habían asshendido.
– Y no es así, señor Warren.
Mark se apartó un momento, luego se enfrentó a él, mirándolo tan desapasionadamente como pudo, aunque el alcohol lo ponía bizco. Era evidente que su presencia incomodaba a Ashley; Grace vio que los miraba desde su mesa.
– ¿Esssh que no puede dejar en paz a la ssheñoritta? ¿Tiene idea de por lo que esshtá passhando?
– Por eso estoy aquí -dijo Grace con calma.
– Debería esshtar ahí fuera, intentando encontrar a Michael, y no aquí, gorroneando.
– ¡Mark! -le advirtió Ashley.
– A la mierda -dijo Mark, y le hizo un ademán con la mano para que lo dejara en paz y volvió a mirar a Grace-. ¿Qué coño essktá haciendo para ressholver esshte cassho?
– Mi equipo está haciendo todo lo que puede -le contestó Grace irritado por su actitud, pero conservando la calma.
– Puessh a mí no me lo parece. ¿Puede beber cuando esshtá de sshervicio?
– Es agua.
Mark miró a Grace con los ojos entrecerrados.
Ashley se levantó y se les acercó.
– ¿Por qué no vas circulando, Mark? -le dijo.
Grace notó el tono de su voz. Sin duda, había algo que no encajaba, pero no pudo acabar de captar qué.
Entonces, Mark Warren le clavó un dedo en el pecho.
– ¿Sshabe cuál essh sshu problema? Le importa una mierda, ¿verdad?
– ¿Por qué cree eso?
Mark Warren esbozó una sonrisa necia y alzó la voz.
– Vamossh. No le gusshta la gente rica, ¿verdad? Podemos irnoss a tomar por el culo, ¿verdad? Esshtá demasshiado ocupado mirando lass cámarass de los radaress de velocidad para pillar a motorisshtas. Por qué tendría que importarle una mierda un pobre tipo rico que ha sshido víctima de una broma que sshe ha torcido, ¿eh? ¿Cuando podría estar ahí fuera ganándosshe un buen dinero extra pillando a motorisshtas?
Grace bajó la voz deliberadamente, hablando casi en susurros, lo cual sabía que obligaría a Mark Warren a bajar también su tono.
– Señor Warren, no tengo ninguna relación con Tráfico. Estoy aquí para intentar ayudarles.
Mark se inclinó sobre él, esforzándose por escucharle.
– Lo sshiento, no le he oído. ¿Qué ha dicho?
Aún hablando en voz baja deliberadamente, Grace dijo:
– Cuando estaba en la escuela de la policía tuvimos que ponernos en formación para que nos pasaran revista. Saqué brillo a la hebilla de los cinturones hasta que quedaron tan relucientes como un espejo. El jefe me hizo quitar el cinturón que llevaba puesto y levantarlo para que todo el mundo lo viera. Ese no lo había limpiado y pasé mucha vergüenza. Aquello me enseñó algo: lo importante no es sólo lo que se ve -concluyó y miró a Mark socarronamente.
– ¿Qué ha querido decir con essho esshastamente?
– Dejaré que lo piense, para la próxima vez que lave su BMW, señor Warren.
Grace se dio la vuelta y se marchó.
De vuelta al coche, con la lluvia golpeando el parabrisas, Grace estaba sumido en sus pensamientos. Tanto, que tardó varios momentos en advertir la multa enganchada en el limpiaparabrisas. «Cabrones.»
Se bajó del coche, cogió la multa y la sacó de su envoltorio de celofán. Treinta libras por pasarse cinco minutos de la hora en el justificante, y era imposible cargarlas a los gastos. El director se había cerrado en banda a ese respecto.
«Espero que me lo agradezcas, señor Branson, con tu agradable fin de semana descansando en Solihull.» Hizo una mueca y tiró indignado la multa al suelo del asiento del pasajero. Luego, volvió a centrarse en Mark Warren. Después, pensó en un curso de quince días sobre psicología forense que había realizado hacía cinco años en el centro de formación del FBI en Quantico, en Estados Unidos. No había bastado para convertirle en un experto, pero le había enseñado el valor de los instintos y a interpretar ciertos aspectos del lenguaje corporal.
Y el lenguaje corporal de Mark Warren era totalmente equivocado.
Mark Warren había perdido a cuatro amigos íntimos. Su socio estaba desaparecido, quizá muerto. Era muy probable que estuviera muerto. Tendría que encontrarse en estado de choque, aturdido, perplejo. No enfadado. Era demasiado pronto para estar enfadado.Y había advertido la reacción a su comentario sobre el lavado del coche. Estaba claro que había puesto el dedo en la llaga.
«No sé qué trama, señor Mark Warren, pero voy a encargarme de averiguarlo.»
Cogió el teléfono, marcó un número, escuchó los tonos. Al ser sábado por la tarde, esperaba oír el contestador, pero, en su lugar, le respondió una voz humana. Una mujer. Dulce y cálida. Era imposible que nadie adivinara por su voz con qué se ganaba la vida.
– Depósito de cadáveres de Brighton y Hove -dijo.
– Cleo, soy Roy Grace.
– ¿Qué hay, Roy, cómo te va? -La voz, por lo general bastante pija, de Cleo Morey de repente sonó traviesa.
De forma involuntaria, Grace se descubrió coqueteando con ella por teléfono.
– Bien. Estoy impresionado de que trabajes un sábado por la tarde.
– Los muertos no saben qué día de la semana es. -Dudó-. Supongo que a los vivos tampoco les importa demasiado. A la mayoría, en cualquier caso -añadió después.
– ¿A la mayoría?
– Me parece que la mayoría de los vivos no saben, en realidad, qué día de la semana es. Da la impresión que sí, pero, en realidad, no lo saben. ¿No te parece?
– Eso es filosofía dura para una tarde lluviosa de sábado -dijo Grace.
– Bueno, estoy estudiando filosofía en la universidad a distancia, así que tengo que practicar mis razonamientos con alguien. Estos de aquí no me responden demasiado.
Grace sonrió.
– ¿Cómo estás?
– Bien.
– Pareces un poco… decaída.
– Nunca he estado mejor, Roy. Sólo estoy cansada, nada más. Llevo aquí sola toda la semana. Falta personal, Doug está de vacaciones.
– Los chicos que se mataron el martes por la noche, ¿siguen en el depósito?
– Están aquí. Y también Josh Walker.
– ¿El que murió después en el hospital?
– Sí.
– Tengo que pasarme por allí, echarles un vistazo. ¿Te va bien ahora?
– No van a irse a ninguna parte.
A Grace siempre le había gustado su humor negro.
– Llegaré dentro de unos diez minutos -dijo.
El tráfico del sábado por la tarde era más denso de lo que esperaba y habían pasado casi veinte minutos cuando accedió a la concurrida rotonda, giró a la derecha, pasó por delante de un cartel que rezaba «Depósito de cadáveres de Brighton y Hove» y cruzó las puertas de hierro colado entre las columnas de ladrillo. Las puertas estaban siempre abiertas, las veinticuatro horas del día. Como un símbolo, reflexionó, de que los muertos no respetaban demasiado las horas de oficina.
Grace conocía demasiado bien este lugar. Era un edificio soso con un aura horrible. Una estructura larga de una sola planta con paredes grises y rugosas y una entrada cubierta en un lateral lo suficientemente profunda como para que aparcara una ambulancia o una furgoneta grande. El depósito era una parada en el viaje sin retorno a la tumba o al horno crematorio para personas que habían muerto repentina, violenta o inexplicablemente o de una enfermedad de evolución rápida como la meningitis vírica, en la que una autopsia podría revelar descubrimientos médicos que algún día podrían ayudar a los vivos.
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