El agente pensó en su propia despedida, cuando le había dado a Sandy un itinerario detallado y ella había ido a rescatarle, a primera hora de la mañana siguiente, después de que lo dejaran abandonado en una calle lateral de Brighton, en cueros, sólo con unos calcetines, encima de un buzón.
Ashley negó con la cabeza.
– Sólo iban a tomar unas copas, es lo único que me dijo.
– ¿Qué va a hacer mañana si no ha aparecido a la hora de la boda? -preguntó Branson.
Las lágrimas le resbalaron por las mejillas. Se marchó de la habitación y regresó con un pañuelo bordado, que utilizó para secarse los ojos. Luego, comenzó a sollozar.
– No lo sé. No tengo ni idea. Por favor, encuéntrenlo. Le quiero tanto, no puedo soportarlo.
Después de esperar a que se calmara, y volver a mirarla fijamente a los ojos, Grace le preguntó:
– Usted era la secretaria de ambos. ¿No le contó Mark Warren lo que tenían planeado?
– Sólo una juerga de chicos. Yo iba a tener la mía con las chicas, ya saben, una despedida de soltera. Eso era todo.
– ¿Sabe que Michael tiene fama de bromista? -preguntó Grace.
– Michael tiene un gran sentido del humor. Es una de las cosas que me encantan de él.
– ¿No sabe nada de un ataúd?
Ashley se sentó muy erguida, casi derramó el vino.
– ¿Un ataúd? ¿Qué quieren decir?
Con delicadeza, Branson se lo explicó.
– Uno de los chicos, Robert Houlihan, ¿lo conoce?
– Le he visto un par de veces, sí. Era un fracasado.
– ¿En serio?
– Eso es lo que Michael dice. Salía con ellos, pero, en realidad, no formaba parte del grupo.
– Pero ¿sí lo suficiente como para que le invitaran a la despedida? -insistió Branson.
– Michael detesta hacer daño a la gente. Creo que sentía que tenía que invitar a Robbo. Supongo que porque había pedido a los demás que fueran acomodadores en la iglesia y a Robbo no.
Grace bebió café.
– ¿No se peleó usted con Michael? ¿No pasó nada que le haga pensar que podría haber tenido dudas sobre la boda?
– Dios mío -dijo-. No. En absoluto. Yo… El…
– ¿Adonde se van de luna de miel? -preguntó Grace.
– A las Maldivas. Michael ha reservado un sitio fantástico. Le encanta el mar, los barcos, bucear. Parece un paraíso.
– Tenemos un helicóptero buscándolo. Hemos llamado a cien agentes y si a medianoche no ha aparecido vamos a iniciar un rastreo completo de la zona en la que lo vieron por última vez; pero no quiero ocupar cientos de valiosas horas de mis hombres para acabar descubriendo que Michael está tomando el sol en las islas Caimán, por gentileza del contribuyente británico. ¿Entiende?
Ashley asintió.
– Perfectamente -dijo con resentimiento-. Es cuestión de dinero, no de encontrar a Michael.
– No -dijo Grace, suavizando el tono-. No es cuestión de dinero. Estoy dispuesto a autorizar el dinero que haga falta para encontrar a Michael.
– Entonces, empiecen ya, por favor. -Encorvando sus hombros delgados, miró lastimosamente la copa de vino-. Le he reconocido, del artículo sobre usted en el Argus. Y del Daily Mail de ayer. Intentaban ridiculizarle por haber acudido a una médium, ¿verdad?
– Sí.
– Yo creo en esas cosas. ¿No conoce a nadie? ¿Sabe? ¿Con sus contactos? ¿No hay médiums, videntes, que pueden localizar a desaparecidos?
Grace lanzó una mirada a Branson, luego miró a Ashley.
– Los hay, sí.
– ¿No podría acudir a alguien, o ponerme a mí en contacto con alguien que usted me recomiende?
Grace lo pensó detenidamente un momento.
– ¿Tiene algo de Michael?
Era consciente de que tenía los ojos de Glenn Branson clavados en él.
– ¿Cómo qué?
– Lo que sea. Algún objeto. ¿Una prenda de ropa? ¿Una joya? ¿Algo con lo que haya estado en contacto?
– Puedo encontrar algo. Déme unos minutos.
– Claro.
– ¿Estás chalado? -dijo Branson mientras se alejaban de casa de Ashley.
Grace llevaba en la mano el brazalete de cobre que la chica le había dado.
– Tú lo has sugerido -contestó él.
Se oía el boom, boom, boom de un bajo grave procedente de la radio. Bajó el volumen.
– Sí, pero no pretendía que le preguntaras.
– ¿Acaso querías mangar algo de su casa?
– Coger prestado. Tío, a ti te gusta el peligro. ¿Y si habla con la prensa?
– Me has pedido que te ayudara.
Branson lo miró de reojo.
– Bueno, ¿qué opinas de ella?
– Sabe más de lo que nos ha contado.
– Entonces, ¿intenta guardarle las espaldas a Michael Harrison?
Grace dio unas vueltas al brazalete: tres anillos de cobre soldados juntos, cada uno acabado en dos bolitas.
– ¿Tú qué crees?
– Y dale. Contestas una pregunta con otra pregunta, como siempre.
Durante un rato, Grace no dijo nada, estaba pensando. Reproducía en su cabeza la escena en casa de Ashley Harper. Su preocupación, sus respuestas a las preguntas. En diecinueve años en el cuerpo de policía había aprendido muchas lecciones. Seguramente, la más importante era que la verdad no es necesariamente lo que parece en el momento. Ashley Harper sabía más de lo que contaba, de eso estaba convencido. Lo supo leyendo sus ojos. Dado su estado de aflicción, imaginó que seguramente le preocupaba que salieran a la luz los chanchullos fiscales que pudiera tener Michael Harrison en las islas Caimán. Y, sin embargo, Grace tenía la sensación de que había algo más.
Veinte minutos después, aparcaban en una línea continua amarilla en el paseo marítimo de Kemp Town, elevado sobre la playa y el canal de la Mancha, y se bajaron del coche.
Seguía lloviendo a cántaros y, aparte de la mancha gris de un petrolero o un buque de carga en el horizonte, el mar estaba vacío. Un torrente constante de coches y camiones pasaba por delante de ellos y los salpicaba. Más adelante, a la derecha, Grace vio el Palace Pier con sus cúpulas blancas, luces horteras y, al fondo, el tobogán en espiral que se alzaba como una columna.
Marine Parade, el ancho bulevar que se extendía a lo largo de kilómetro y medio de fachadas con vistas al mar de la época de la Regencia, estaba saturado de coches en ambas direcciones. El Van Alen era uno de los pocos bloques de pisos modernos, una reinterpretación del art déco del siglo xxi. Al cabo de unos momentos, una voz desconfiada contestó al timbre del apartamento 407 en el portero automático de alta seguridad.
– ¿Sí?
– ¿Mark Warren? -dijo Glenn Branson.
– Sí, ¿quién es?
– Policía. ¿Podríamos hablar con usted sobre Michael Harrison?
– Claro. Suban, cuarto piso.
Se oyó un zumbido agudo y Grace empujó la puerta para abrirla.
– Extraña coincidencia -le dijo a Branson mientras entraban en el ascensor-. Anoche vine a jugar al póquer aquí.
– ¿A quién conoces que viva aquí?
– A Chris Croke.
– Chris Croke, ¿ese imbécil de Tráfico?
– Es buen tipo.
– ¿Cómo puede permitirse un piso en un sitio así?
– Se casó con una fortuna o, mejor dicho, se divorció de una fortuna. Su mujer era rica, el padre había ganado la lotería, según me contó una vez. Y tuvo un buen abogado.
– Qué listo, el cabrón.
Salieron al cuarto piso, recorrieron una lujosa moqueta azul y se detuvieron delante del 407. Branson tocó el timbre.
Al cabo de unos segundos, abrió la puerta un hombre de casi treinta años que llevaba una camisa blanca con el cuello desabotonado, pantalones de traje de raya diplomática y mocasines negros con una cadenita dorada.
– Caballeros, pasen, por favor -les dijo afablemente.
Grace lo miró: le pareció que el hombre le sonaba. Lo había visto antes, en alguna parte, hacía poco. ¿Dónde? ¿Dónde diablos lo había visto?
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